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artículo literario

30/10/2023@07:07:00

En cuanto se divulgaron las primeras atrocidades de esta nueva guerra, todos los teletipos de agencia mencionaban que habían estallado durante la última madrugada de Sucot. Sabía que se trataba de la fiesta hebrea de las cabañuelas o de los tabernáculos, como se traduce al español en la Biblia, pero ignoraba su duración y otros detalles en los que me sumergí con tal de huir del espanto.

Palabras y más palabras: la palabra proferida, la silenciada, la palabra traducida y la interpretada. Esa palabra que nos ahoga…

«Oh dulce España, patria querida»,
Miguel de Cervantes Saavedra

La Biblia, modelo de estructura organizativa del Quijote; y Catalina de Salazar y Palacios, amor del famoso Manco y su fuente de inspiración humana
La Biblia,- traducida a 450 lenguas de forma completa y más de 2000 de forma parcial, cuyo autor es el Señor Dios majestuoso y poderoso, es parte de Don Quijote de la Mancha (1605 & 1615),-traducido 1.140 veces a unas 190 lenguas y dialectos,-de la brillante pluma de Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616), héroe de la Batalla de Lepanto (1571), ejemplar esclavo en Argel (1575-1580), y permanente leyente de las verdaderas riquezas del Viejo y Nuevo Testamento, para quien Jesucristo fue «Dios y hombre verdadero» (Quijote, II-XXVII), y cuyo deseo se hizo realidad: «a mí se me trasluce que no ha de haber nación ni lengua donde no se traduzca» (Q, III-II).

Pelo trenzado y recogido, como cuadra a las casadas. Sombrero terciado a la valona. La mirada firme, profunda, inteligente y seductora. En el retrato que le pinta Clouet tiene treinta y nueve años. No lo aparenta. Todo lo dice con el lorito amazónico que sostiene sobre su índice. ¿Dónde apunta? A esos otros nuevos mundos que abren las nuevas ideas. El pensamiento de Erasmo, la mística de Hildegard von Bingen, la ironía de Rabelais.

Si no se tratase de una muy amarga claudicación de la soberanía nacional, la broma de las pantallas y de los auriculares para la traducción simultanea de las otras lenguas españolas en el Congreso de los diputados, se me antojaría un chabacano pasaje de una película de Mariano Ozores; pero en absoluto es así. Pues todos somos muy conscientes, a poco que nos paremos a pensar y por mucho que el Instituto Cervantes haya corrido a organizar una disimuladora celebración paralela, de que se trata de una humillación exigida por un chisgarabís desde Brabante para demostrar su poder sobre esta malhadada coyuntura y, de paso, mancillar a la lengua española. En cuanto al consentidor factual de semejante oprobio, nos sobra con recurrir a un refrán de los muchos recogidos por el profesor Andrés Amorós en su reciente compendio de paremias, Filosofía vulgar (2023): “por agarrar una silla, el político promete villas y Castilla”, y si no le queda otro remedio —añado yo—, hasta las fía.

MIGUEL DELIBES

Los críticos, en su abrumadora mayoría, están de acuerdo en que la renovación de la novela española queda encabezada por El Jarama (1955), de Rafael Sánchez Ferlosio, que marca un hito y una referencia en la novela española de postguerra y en lo que se ha dado en denominar realismo social, y Luis Martín-Santos y su Tiempo de silencio (1962; edición definitiva y liberada de la mordaza de la censura, 1980), Cinco horas con Mario (1966, cito de la trigésimo tercera edición, Destino, junio 2008) supone una obra central dentro de la variada y versátil bibliografía de Delibes (novela, novela corta, libros de viajes, diarios, reportajes, etc.), junto y a la par con Los santos inocentes (1981, una concisa obra maestra que retrata la realidad de los pueblos castellanos) y El hereje (un vasto fresco de Valladolid en la época de Carlos V). Y no resulta azaroso que la novela haya sido publicada el mismo año que Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé: ambas, cada una a su modo, recorren relaciones de pareja signadas por el malentendido, la frustración y el desencuentro donde el menoscabo al que es sometido el personaje masculino parece formar parte de un designio ineluctable.

Confieso que he hecho trampa antes de empezar. Pero si titulo este artículo “etiología de las falacias populistas” no lo lee ni Petete, y usted ya lo está leyendo. Espero que la confesión consignada en la primera línea no le contraríe tanto que desista de continuar con su lectura. Verá como al final hay premio. Admito que para escribir el título he jugado con la ambigüedad del genitivo preposicional, objetivo o subjetivo, del castellano, buscando dar un golpe de gong al principio que anime a un número suficiente de lectores a franquear el pórtico de las mayúsculas. Pongamos un paralelo: “El miedo de los persas”. ¿A qué se refiere? ¿Es el miedo que los griegos tenían a Jerjes y a los suyos o, por el contrario, el miedo que les tenían los persas a los griegos? El miedo de los persas puede significar cualquiera de las dos cosas. Pues aquí pasa lo mismo. La mentira de la democracia española no implica que la democracia en nuestro país sea falsa –de hecho voy a sostener exactamente lo contrario- sino que, siendo una verdadera democracia, contiene una falacia. Veamos cuál.

“Se conoce mucho acerca de la relación entre filosofía y poesía. Pero no sabemos nada del diálogo entre el poeta y el pensador…”

Martin Heidegger, ¿Qué es metafísica?

En medio del marasmo reinante, me encuentro con una noticia saludable: unos elcheros lanzan con éxito, desde Huelva, un cohete —encima, llamado Miura, en honor de la ganadería de don Eduardo—, totalmente fabricado en Teruel —esa provincia hasta hace nada quejicosa de su inexistencia—, y primero de una camada, cuyo quinto novillo está previsto que pueda situar un satélite en órbita. No sé qué dirán los animalistas, los veganos y las otras congregaciones anejas, tan susceptibles a cualquier mención taurina como devotos de los bichos en general, al punto que serían capaces de comerse a besos al alien de Ridley Scott, pero a mí, este acontecimiento —nombre del proyectil incluido—, me provoca una reconfortadora sonrisa y me suscita una pizca de patriotismo, hoy, tan desdeñado.

En París y por aquellos días, solo ejercía de flâneur (de paseante, digamos) durante las tardes. Por la mañana, mi trabajo académico consistía en abrir surcos en el campo de la autobiografía literaria. Al mediodía francés –entendiendo por tal las doce de la mañana-, cumplía con la pausa laboral y con la sacrosanta costumbre de un demi de cerveza, o sea, de una caña a palo seco, sin tapa, para entendernos. Frente a mi lugar de trabajo, una pequeña plaza, uno de esos remansos que sirven de oasis al ciudadano, y un bistrot de los “de toda la vida”. Ese día que rememoro, me encontré a Jorge Semprún, café en mano. Cruzamos la mirada, pero la desvié rápido porque suponía que no se acordaría de nuestro encuentro en España un par de años antes. Sabía de su memoria de elefante, pero no hasta el extremo de saludarme por mi nombre. Con la curiosidad que le caracterizaba, me preguntó por mis andanzas parisinas y, al enterarse de que me movía por los territorios autobiográficos y, en concreto, por la literatura concentracionaria, me recomendó, con la pasión del gran lector que era, una novela de la que, hasta ese momento, solo conocía su título. (Recuerdo ahora su consejo literario que leí, emocionado, en mi habitación del Colegio de España, alzando la vista de vez en cuando hacia los árboles que la rodean en la Cité Universitaire: La peau et les os (La piel y los huesos,1949), la novela de Georges Hyvernaud.

La brisa del Atlántico alcanza hasta el Béarn. En adelante, otro mar, el de los viñedos del Languedoc, anunciando la cercanía del Mediterráneo. Vacaciones en septiembre, tiempo de vendimias. Pero el tiempo, vuelto historia, mira hacia atrás. Esta es la tierra donde germinó la herejía cátara, allá por el siglo XII, envuelta en la leyenda del Santo Grial.

Jane, impregnada por esa luz que nada más emiten los genios. Jane, espíritu libre en busca de una felicidad que, para ella, estaba hundida en una Atlántida imaginaria. Jane, como esos dioses perdidos que deambulan por el mundo sin llegar a encontrarse del todo. Así era Jane, fiel a sí misma y nómada existencial y existencialista que se lanzaba sin miedo al abismo de la vida. Vida entrecortada por la pasión y la literatura. Una pasión que, para su desdicha, devino en la dependencia del alcohol y la magia negra de Cherifa, lo que la destruyó joven, muy joven.

«Oh dulce España, patria querida», Miguel de Cervantes Saavedra

El benemérito historiador militar, par excellence, Juan Luis Sánchez Martín, ex director y editor de las espléndidas revistas militares Researching the Lace Wars, Dragona, y Researching & Dragona, autor de cientos de artículos científicos, inter alia, del ejemplar estudio: «Los capitanes del soldado Miguel de Cervantes» (Revista de historia militar, 2016, 173-232), totalmente dejado en el tintero por los biógrafos cervantinos, reforzándose en las nuevas joyas documentales habla de los capitanes de Cervantes, corrige sus biografías, y alega que el capitán Manuel Ponce de León, a pesar de su designación como gobernador de la provincia de Chucuito, en el Perú, nunca ejerció dicho cargo.

Recuerdo los volantines surcando el cielo, desde la gigantesca y multicolor cometa hasta el humilde chonchón hecho de una hoja de papel de diario amarrado de un sucio cordel, que se elevaba desparramando añejas noticias por el barrio.

La costumbre de contar historias responde a la persistente necesidad de oírlas que tienen todos, a todas las edades, siempre, en todas las épocas. Desde Aristóteles, los tratadistas han venido hablando de la verosimilitud como un requerimiento básico para aspirar a que quienes oyen los detalles o ven las escenas de una narración puedan viajar al mundo de sus protagonistas e identificarse con sus avatares, pretendiendo de esta manera hacer factible lo que es ficticio y conseguir que lo irreal parezca real.