Pero también, con ellos, los miembros de otra saga excepcional. Serafín Baroja, el que compuso una de las marchas legendarias del carnaval de Donostia, nuestro ‘Iriyarena’. Su hijo Pío, el novelista, con su hermano Ricardo, el pintor, y su hermana Carmen, la escritora de su memoria. El último su sobrino, Julio Caro, el antropólogo. Pero comencemos por el principio.
Margarita Ruyra de Andrade, directora de la Fundación Zuloaga, comparece en La Central, la galería más dinámica de San Sebastián. El coloquio deriva en una lección magistral. ¿De qué acabamos hablando? De la restricción de la memoria de los Zuloaga en el País Vasco, una dinastía única en Europa, comparable a los Baroja.
Las obras de Zuloaga se exponen en los Uffizi y en Louvre, en el Prado y en el Metropolitan. A su última exposición en el museo de Bellas Artes de Bilbao, no acude ningún representante del Gobierno Vasco. Su Fundación no recibe ni un céntimo del Erario público. Baroja ni siquiera la tiene.
¿Cuál es el problema? Pese a ser euskaldunes no son lo suficientemente identitarios dentro del estrecho canon que sigue manteniendo e imponiendo el nacionalismo vasco, sin que medie ni la más leve ponderación por parte de su socio en Ajuria-Enea, el partido socialista.
Con Zuloaga, en el País Vasco, no sucede como con Sorolla en el valenciano. Sorolla es un signo de identidad para toda su comunidad. Zuloaga, en su tierra natal, sigue siendo un proscrito. ¿Por qué?
Pintó “demasiados” paisajes castellanos, pintó a gitanos, retrató a Franco. Pecado mortal. Recordemos otros pecados, incluido el de Eduardo Chillida, militante falangista en su juventud. El de Juan Tellería, autor del ‘Cara al Sol’ -título original: ‘Amanecer en Cegama’- cuya placa sigue bien visible, a la entrada del pueblo. Jon Mirande, racista, antidemócrata y filonazi. Pese a todo eso, Koldo Mitxelena lo propone como miembro de número de Euskaltzaindia, la academia vasca de la lengua.
¿Por qué?, volvemos a preguntarnos. Porque Mitxelena entendía que su calidad literaria estaba por encima de su decantación política. No fue el caso de Zuloaga, ni el de Baroja. ¿Qué fueron? Entraña liberal, abierta y cosmopolita. Supervivientes de la Guerra Civil y sus secuelas, como todos entonces. ¿Dónde está su alma? La de Baroja, en Itzea. La de Zuloaga, en Santiago Etxea.
Una casona de estilo neovasco, con enrejados andaluces, allá donde se citaban los grandes del ’98, con Ortega y Marañón. Pero no sólo estaba con los grandes. Desde allá, Zuloaga cruzaba en barca la ría de Zumaya para ayudar a un joven escultor muy humilde, y nacionalista, Julio Beobide.
Zuloaga y Baroja, vascos no binarios, universales. ¿Podemos permitirnos ignorarlos, convirtiéndonos en cómplices sumisos del ciego wokismo político que nos ocupa? ¿Realmente está sucediendo en este rincón de la Europa del siglo XXI, la proscripción de dos gigantes, sin que nadie mueva un dedo por revocarla, ni alce la voz para denunciarla? La cultura de la cancelación nacionalista sólo tiene una víctima: perdemos nosotros.
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