¡Qué libro más curioso e interesante!, el que nos presenta la editorial La Esfera de los Libros, ya que durante siglos se ha escrito, pormenorizadamente, pero interesadamente sobre esta extraña circunstancia de la Historia Antigua, por medio de la cual el Dios Todopoderoso, el Ego Sum Qui Sum/Yahwéh de la zarza ardiendo del libro del Éxodo del Antiguo Testamento, y ante los ojos del liberador de los hebreos, Moisés, decidió que esa norma del Emperador César Augusto diera origen a la nacencia del Hijo de Dios/Jesús de Nazaret en Belén de Judea, en un momento determinado, y cuando ya se había cumplido el tiempo preparado y determinado para La Venida del Logos o la Segunda Persona de La Santísima Trinidad, y este hecho cronológico es lo que siempre se ha definido como El Censo de Augusto. El evangelista San Lucas, Lc 2, 1-5, lo cita de forma taxativa: “Por aquellos días salió un edicto de César Augusto ordenando que se empadronase todo el mundo. Este primer empadronamiento tuvo lugar siendo gobernador de Siria Cirino. Iban todos a empadronarse, cada uno a su ciudad. Subió también José desde Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén, por ser él de la casa y familia de David, para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta”. Galileo Galilei no fue enviado a la hoguera, en ninguna circunstancia, ya que según Paul Feyerabend, la actitud del inquisidor cardenal Roberto Belarmino fue, cuanto menos, tan científica en argumentaciones como la del científico de la Toscana, el cual no pudo demostrar la tesis que defendía, si nos ceñimos a criterios científicos modernos de tesis, antítesis y síntesis; hasta tal punto es así que los jesuitas del Colegio Romano indicaron que el sistema copernicano no iba contra el Génesis del Antiguo Testamento. Por consiguiente, vivió en su casa de Florencia hasta su muerte el 8 de enero de 1642. Tampoco se aplicó o existió, en ninguna circunstancia le droit de seigneur. Y todo ello lo niega, lo que apoyo total y absolutamente, el autor, como una de tantas falacias creadas por los prepotentes renacentistas de la malhadada Ilustración sobre el Medioevo, que fue una época de plena luminosidad, cultura y exaltación de todos los valores que permitirían el desarrollo social pleno. En este estupendo libro, el doctor en Leyes Juan Sánchez Galera nos explica las implicaciones sociológicas que demuestran la existencia de esto censo, probablemente solo circunscrito para los territorios que Roma le quitaría a un crudelísimo Herodes Arquelao, sucesor de su padre Herodes I el Grande, quien ocupaba la Tetrarquía al efecto. Augusto dará una gran importancia a sus censos, ya que de esta forma le era posible controlar el número de población existente y poder poner los impuestos, que solían ser ingentes, ya que las legiones de Roma necesitaban de ellos. A mediados del siglo XIX se hallaron en la ciudad turca de Ancyra lo que se podría cualificar como las memorias del propio emperador, RES GESTAE DIVI AUGUSTI/HAZAÑAS DEL DIVINO AUGUSTO, donde se corroboran las fechas del censo citadas por el evangelista médico sirio, y que sería universal, para todo el mundo romano. El censo se produciría en el año 5 a.C., coincidente con el nacimiento del Niño-Dios, ya que por cronología comparada con el gobierno herodiano esa fecha sería la correcta. “Como perfecto Dios, Jesucristo nace en un momento en el que el helenismo es el referente cultural del mundo conocido, después de que Alejandro Magno llevase las enseñanzas de su maestro Aristóteles allá por donde se paseaban sus falanges. Leer a Homero, hablar griego y discutir sobre las principales escuelas filosóficas mientras se sirve vino con miel de una crátera decorada con hercúleos efebos en pelota picada y lanzando un disco es algo muy cool, algo que, indiscutiblemente, denotaba buen gusto por aquel entonces. Es el entorno perfecto en el que poder explicar la nueva religión, pues la razón filosófica de Sócrates, Platón y Aristóteles cuadra perfectamente con las enseñanzas del cristianismo, parecen ideadas a medida, y asimismo, los preceptos éticos que desde la lógica propugnan los estoicos no pueden estar más en la línea de la nueva moral. De hecho, la vertiginosa expansión de las primeras décadas del cristianismo no es entre judíos, o gente humilde, sino precisamente entre las esferas más cultivadas y cosmopolitas del helenismo. Y es por ello que nuestra religión se conoce como cristianismo -de Cristo, en griego-, y no mesianismo -de mesías, en hebreo”. Se puede aceptar que Dios Todopoderoso decidió el momento justo y necesario para la nacencia de su Hijo, y ese momento histórico sería escogido de forma sumamente meticulosa. La religión concebida por Jesucristo se denomina como cristianismo, ya que estamos hablando de la divinidad sensu stricto. El Mesías era un hombre escogido por Yahwéh para gobernar y defender al pueblo de Israel. César Augusto creando estos censos consideró, y no se le puede negar su inteligencia al sobrino-nieto de Gayo Julio César, ya que eran una sumatorio de política, filosofía y jurisprudencia. “Y como perfecto hombre, nace obedeciendo la ley, pero no una ley cualquiera, sino que se hace hombre acatando precisamente la ley que hizo hombres a todos los hombres por primera vez en la historia de la humanidad, el censo de Augusto. Hasta entonces solo existían los ciudadanos romanos; a partir del censo universal de Augusto, todos los hombres cuentan. Era la primera vez que se censaba a los habitantes de las provincias, que hasta entonces no eran sino masas informes de carne de cañón y mano de obra barata a las que, en función de los diversos pactos de sometimiento colonial, se explotaba con mayor o menor rigor a través de los publicanos. Y en ello existe un enorme paralelismo con lo que Jesucristo nos viene a decir; la salvación ya no es un privilegio en exclusiva del pueblo judío, sino que está abierta a toda una humanidad que a partir de entonces verá que razón, ley y religión pueden y deben ir unidas”. Jesús de Nazaret irá en busca de su nacencia a la ciudad judía de Belén, donde nació el Rey David, que era el lugar obligado de su dinastía davídica. Se colige, claramente, que los antiguos imperios y reinos de la Edad Antigua se verían obligados a realizar censos entre sus habitantes, para conocer cuántos y cuáles eran sus habitantes. El gran historiador paduano de Roma, Tito Livio, en su Historia de Roma desde la fundación de la ciudad o Ab Urbe Condita, ya nos refiere el primer censo, que fue introducido por el sexto monarca de los romanos, Servio Tulio: “Estableció, por tanto, el censo, una empresa muy provechosa para el gobierno que tan grande habría de ser; con base en el censo se establecerían los deberes militares e institucionales, pero no como antes, igual por persona, sino conforme a la renta. Así, consignó las clases sociales y las centurias y esta ordenación tan idónea para la paz y para la guerra”. Es obvio que los hebreos tenían la consciencia absoluta de que formaban parte del mismo pueblo identitario, y este era el de Israel, que había sido distinguido como el Pueblo Elegido por Yahwéh-Dios, y por esta forma diferencial actuaban. El censo universal tuvo muchas consecuencias, la gran idea augustéa sería la de que era una locura intentar incrementar las fronteras de Roma más allá de lo ya controlaban. Solamente lo conseguirían en dos ocasiones, con el emperador Claudio en la conquista de la Britania insular y, luego la realizada por Trajano en la Dacia. «Con Augusto acaba la República y se inicia el Imperio. Acaba el mundo antiguo y la civilización romana se hace universal, así comienza el mundo moderno. Con el Imperio, la ciudadanía dejará de ser un privilegio de una minoría opresora para convertirse en un derecho de nacimiento que integrará a todos por igual, y las viejas ciudades-estado como Atenas, Esparta, Cartago, o incluso Roma, serán sustituidas por el concepto de nación. El censo de Augusto fue el instrumento que operó esa revolución silenciosa sobre la que pivota indefectiblemente nuestra civilización occidental: la ciudadanía universal, con la nación como garante de los derechos y libertades inherentes a esa ciudadanía. Y mientras esos gigantescos avances jurídicos y políticos, que cambiaron el mundo para siempre, empezaban a ponerse en marcha en tiempos de Augusto, en uno de los pueblos más alejados e insignificantes del Imperio, en Belén de Judea, nacía la primera persona de la que tenemos constancia histórica que formó parte de ese primer censo: Jesús de Nazaret ¿Casualidad?». Por lo tanto, estimo como sobresaliente el hecho narrativo historiográfico relativo a la existencia del notorio censo que dio origen al nacimiento del Hijo de Dios, el futuro Jesús de Nazaret. ¡Magnífica obra! «Venari, lavari, ludere, ridere hoc est vivere». Puedes comprar el libro en:
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