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Catherine Nixey: "La edad de la penumbra. Cómo el Cristianismo destruyó el mundo clásico"

Taurus, Madrid, 2018

viernes 28 de diciembre de 2018, 12:05h

¿Es el sentido del discurso, el transmisor cierto de quien lo emite? ¿Es el que escucha el destinatario de una verdad sincera, válida, eterna incluso? Así habría de entenderse si damos fe a todo aquello que nosotros –también a lo largo de la historia- ha sido un discurso de consolación, de voluntad, de proyecto constructivo, más sería falso –puesto en evidencia por la propia historia- que tal cumplimiento se haya dado en el enunciador o transmisor.

La edad de la penumbra
La edad de la penumbra

Haz el bien, consuela al dolorido, dona tus bienes cuando el necesitado precisa de ello para sobrevivir… Pero si el propio cielo es algo hipotético, una quimera de deseo más que de realidad, ¿no estaríamos acertados sospechando que todo aquel que se refiere a ese bien, a ese cielo, a ese paraíso, no habrá de elaborar mentiras, patrañas, necedades por cuanto lo único que lleva de contenido cierto su falso discurso es el aprovechamiento a favor, único y exclusivo, de sus propios intereses?

Todo aquel que haya viajado por los escenarios de la cultura occidental habrá podido comprobar que muchos, muchos de sus templos han sido erigidos sobre los restos de otros anteriores: que eran ajenos a su religión de ahora, que habían sido levantados a favor de otras creencias. En Zadar, en Roma, en Santiago, en Ortigia así lo atestiguan los restos de muchos muros religiosos. El engaño, o la destrucción forma parte del verismo del dominador, siempre ha sido así.

Ahora, en este libro, esta minuciosa investigadora de la historia de las culturas ha venido a remover nuevas verdades establecidas, y ello sea para bien de nuestro raciocinio, de nuestra comprensión. Respecto de la hipotética bondad de la religión del amor, el Cristianismo, escribe, poniendo en entredicho con ejemplos palmarios el aparente bien (aparente) derivado de sus actuaciones, de su comportamiento respecto de otras creencias, de otras culturas. Y ello desde su mismo origen. Ese presunto construir apaciguador, ese construir de amor “no es ni mucho menos toda la verdad. De hecho, este constructivo relato ha oscurecido por completo otra historia anterior, menos gloriosa. Porque antes de preservar, la Iglesia destruyó. En un arrebato de destrucción nunca visto hasta entonces –y que dejó estupefactos a muchos no cristianos que lo contemplaron-, durante los siglos IV y V la Iglesia cristiana demolió, destrozó y fundió una cantidad de obras de arte simplemente asombrosa. Se derribaron las estatuas clásicas de sus pedestales y se desfiguraron, profanaron y desmembraron. Los templos se arrasaron por completo y se quemaron hasta que de ellos no quedó nada” Un relato que tiene mucho de contemporáneo si recordamos las recientes destrucciones de los fanáticos musulmanes respecto de la herencia cultural de Siria, de Iraq, de toda aquella tierra entre ríos donde se gestó la cultura en su origen y que nosotros heredamos.

Y he aquí que ejemplos concretos pudieran validar la sospecha de destrucción, según la autora: “Agustín sobrescribió el último ejemplar de Sobre la república de Cicerón para anotar encima sus comentarios a los Salmos. Una obra biográfica de Séneca desapareció bajo otro Antiguo Testamento más. Un códice con las Historias de Salustio se raspó para dar lugar a mas escritos de san Jerónimo. ¿Y todo para mayor gloria de Dios? “San Juan Crisóstomo alentó a los miembros de su congregación a espiarse mutuamente. ‘Entrad en las casas de los demás, decía. Meteos en los asuntos ajenos. Rehuid a quienes no cumplan. Después informadme de todos los pecadores y los castigaré como merecen”.

Claro que bien y mal siempre han coexistido como un equilibrio trágico de lo humano. Y los bienes, os obvio, están y siguen estando ahí. Es, tal vez, la fe vengativa la responsable, la fe espúrea que necesita alzarse sobre la derrota del enemigo, al que, por el contrario, habría que amar para convencerle hacia el buen camino. Más, y éste es el testimonio del libro, no ha sido así ni, a sabiendas del ser del hombre, será así.

El libro está escrito con pasión –a veces pareciera exagerada- más con una aportación grande de datos contrastados, con trabajo de investigación riguroso, así que, al fin, debemos sacar acaso la conclusión de que el raciocinio, la comprensión de todo el quehacer desigual humano es quien ha de prevalecer como realidad, y, al tiempo, pensar que cuando se invoca a los dioses como factores, tal vez no sea sino el interés desviado o la ignorancia quien desea ganar unos adeptos esclavos antes que fieles convencidos.

omo homini lupus est también para lo que concierne a las cuestiones del espíritu, no únicamente para el hombre civil, el hombre malformado en la política.

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