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Byzantinischer Mosaizist
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El elixir oriental

lunes 09 de septiembre de 2019, 14:23h
Siempre que paso ante un centro de meditación y yoga no puedo dejar de evocar el siglo II después de Cristo. Durante aquella centuria, Roma superó el millón de habitantes —algo tan portentoso que debieron transcurrir mil quinientos años para que otra urbe rozase tal número vecinos— y su imperio alcanzó el apogeo.
Las ciencias ocultas en la ciudad de Buenos Aires
Las ciencias ocultas en la ciudad de Buenos Aires

Al compás, el resto de ciudades bajo su férula comenzaron a exhibir sus hábitos sin la menor afectación; las gentes de sus dominios se trasladaban de lugar a conveniencia, las guerras, ya escasas, acaecían lejanas, en sus más brumosas fronteras, el codiciado status de ciudadano se otorgaba sin atender al origen tribal o racial del individuo sino a otras condiciones políticas y económicas, y los funcionarios y magistrados provinciales proliferaron y, claro es, cobraron una preponderancia social imprevista. Como consecuencia de todas estas mudanzas, la moral republicana, aquella viril y guerrera, acicate de su imponente hegemonía, comenzó a ser sustituida silenciosa y sin aspavientos por una nueva —permítanme la extemporaneidad— burguesa. Y con la postergación de aquella moralidad aristocrática, se añejaron también los panteones nacionales, mientras otros cultos de origen oriental —a Isis, a Mitra, a Sabacio o a Cristo— se propagaron por todo el imperio, al punto de penetrar en los espíritus de sus habitantes con un arraigo que quizá nunca tuvieron los viejos dioses cuales quiera que fuesen en cada territorio, porque Roma había impuesto la ecúmene.

Paradójicamente con la ecúmene surgió la angustia de la individualidad, que estos nuevos cultos orientales supieron consolar, al contrario que los antiguos dioses tan atentos a lo tribal, o si prefieren, a lo colectivo. Y es que estos nuevos cultos orientales presentaban algunas características comunes idóneas para la circunstancia: captaban al individuo sin importar su origen, propalaban sus aliviadores poderes taumatúrgicos, eran sincréticos, por tanto, poroso a otros rituales aunque proclamasen un locus sagrado, allá, en oriente y eran mistéricos —durante la misa aún se menciona—; o sea, celebraban ritos iniciáticos secretos, y lo que ya resultaba un bálsamo para el hombre de aquel siglo: adoctrinaban al catecúmeno sobre la imprescindible escatología para que su alma venciese a la muerte. En suma, en el secreto y en la inmortalidad cifraban su éxito, tanto que en la actualidad pervive el Cristianismo, aunque muy distinto —casi irreconocible— de aquella secta misteriosa del s. II.

Naturalmente, la literatura profana no permaneció apática al fenómeno. Y de las obras conservadas recuerdo con una carcajada la novela El asno, en sus dos versiones; la griega, de Luciano —o Pseudo-Luciano, porque no está del todo clara su autoría— de Samósata, y la latina, mucho más extensa y compleja pero algo menos jocosa, El asno de oro, de Apuleyo. Ambas relatan la peripecia de Lucio, metamorfoseado en pollino por profanar el sortilegio de una hechicera de Isis, y solo esta diosa le devolverá, tras el correspondiente escarmiento y el preceptivo conjuro, su forma humana. Por sus exactas semejanzas, por ser coetáneas y por la homonimia del protagonista, cuando encima no hay ni la más remota constancia de que sus autores se conocieran o, al menos, hubiesen leído sus respectivos relatos, se sospecha que debieron inspirarse en un cuento anterior, hoy extraviado. Y aunque estos sean detalles sustanciales para los estudiosos, lo que a nosotros nos interesa es su burla de las religiones orientales; esas capaces de convertirnos en burros, como a Lucio, al menor descuido.

Hoy, pese a la sarcástica advertencia de Luciano de Samósata y de Apuleyo, el orientalismo se expande con un toque chic y un relumbrante crédito que no invitan sino al choteo. El asunto no es reciente; ya hace un lustro colaboré en el rescate y la edición del primer escrito extenso de Roberto Arlt —a quien Cortázar proclamó como todo un genio—: Las ciencias ocultas en la ciudad de Buenos Aires. Trata de sus vivencias, con apenas diecisiete años, en una lógia teosófica de Buenos Aires; entonces —hace ahora un siglo— el orientalismo tomaba este circunspecto nombre: teosofía. Pero Arlt, tras dos años de acudir como doctrino a aquel sapientísimo conclave, solo obtuvo una enseñanza: era una engañifa para que unos cuantos ensoberbecidos tuvieran sometido a su despótica vanidad a un puñado de almas cándidas, y todo su saber oculto y verdadero no consistía sino en un mazacote inextricable de mitologías, mezclado con conjuros mágicos y sazonado de espiritismo, hipnotismo y los recientes descubrimientos radioeléctricos, cuando confirmaban, claro es, sus teorías sobre el alma. Y eso sí, todo muy sahumado de orientalismo indio; no en balde, la sede de la Sociedad Teosófica Internacional se instaló en Madrás, por deseo de su creadora, la célebre Madame Blavasky. En el fondo, un trasunto de las religiones orientales del s. II, pues se amparaba tras la misma e infalible combinación: secreto e inmortalidad.

Pero he aquí que el orientalismo continúa causando furor. En la actualidad y tras su pasada por el universo hippy, bajo el lánguido nombre espiritualismo. Y aunque haya perdido su secretismo y se imparta en establecimientos la mar de morigerados, mantiene sus indescifrables arcanos y sus ejercicios como la meditación —que, contradiciendo su significado, consiste en no pensar—, sus gimnasias respiratorias de gran prosapia, llamadas yoga, y sus dietas estrafalarias a base de tisanas y ayunos amustiantes hasta que el alma recupere el buen color; pero, ojo, no olviden que en un mal traspiés, tanta espiritualidad, puede convertirlos en asnos como al pobre y zurrado Lucio.

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