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"El reino suevo (411-585)". de Pablo C. Díaz

Ediciones Akal
Por José María Manuel García-Osuna Rodríguez
viernes 05 de marzo de 2021, 03:00h
El reino suevo
El reino suevo
Como la mayor parte de la colección histórica de la editora Akal, estamos ante una obra de plena recomendación; más, si cabe, en el caso de uno de los pueblos germánicos que entraron en Hispania, reemplazando al ya ineficaz e inexistente Imperio Romano de Occidente. Es un pueblo singular, muy mal estudiado, que por ejemplo luchó por defender su idiosincrasia, frente a aquel pueblo belicoso e imperialista como era el de los visigodos, del que les diferenciaba todo, incluyendo la religión: arrianos los godos de Toledo, y católicos los suevos de la Gallaecia.

Creo que es necesario citar un texto anhistórico, sobre este pueblo tan interesante, y lleno de estereotipos. Proviene de la Historia de España (1850) de Modesto Lafuente: “Su placer era exterminar y aniquilar poblaciones y formar en torno de sí grandes desiertos. Retazos de pieles groseramente curtidas cubrían algunas partes de su cuerpo. Se sustentaban de la caza y de la carne y leche de sus ganados. Toda su religión consistía en sacrificar cada año un hombre en medio de bárbaras ceremonias (…). Los suevos no dejaron de ser bárbaros por ser cristianos, ni los pueblos experimentaron los efectos de su conversión al cristianismo”.

El polígrafo iconoclasta y ciertamente dogmático, M. Menéndez Pelayo, escribe, sin el más mínimo conocimiento de causa sobre los suevos, como “unos bárbaros destructores”. En los afanes opuestos del intelectual cántabro se encuentran los visigodos, pero una vez ya convertidos al catolicismo. Los godos del oeste son contemplados como los primeros creadores de la monarquía española unificada, mientras que los suevos son marginales y periféricos y, quizás, puedan ser considerados como un estorbo para el avance del Medioevo. Obviamente con estas consideraciones, a los alanos y a los vándalos ni tan siquiera se les considera. En la celebérrima Historia de España-Alfaguara, que abrió tantos caminos a los jóvenes que nos encontrábamos enfrente de la Dictadura de Franco, en su volumen dedicado a la Edad Antigua se cita sin el más mínimo rubor que: “Consideramos como momento fundacional aquel en que se constituye una organización política –la monarquía goda-cuya autoridad se extiende fundamentalmente sobre todo el territorio español (…). Anteriormente la historia de los pueblos que ocupan la Península o carece de una mínima unidad organizativa o si la consigue es a costa de subsumirse en un aparato estatal más amplio, como era el romano”. No obstante en las historias dedicadas a León, Galicia o Portugal ya aparecen textos documentados e imprescindibles sobre el reino suevo de la Gallaecia romana.

El responsable de este rechazo al reino suevo está en la pluma del obispo Hidacio, en su Chronica, que contempló con desazón como aquellos germanos, recién llegados a Hispania, subvertían, catastróficamente, arrasando la estructura sociopolítica creada por Roma. Los suevos fueron los primeros que se establecieron, como reino en Europa, tras la caída del Imperio romano. En varias cuestiones y hechos fueron los primigenios: en su conversión al catolicismo, emitieron moneda propia, mantenían relaciones diplomáticas constantes con el imperio romano de Occidente y con los reinos propincuos. Estarían en su territorio noroccidental hispano durante 175 años. El número de los suevos que llegaron al territorio galicense romano, conformado por: gran parte de Asturias, la Galicia lucense y parte de la bracarense hasta el Duero, el País Leonés en sus provincias de León y Zamora hasta el padre Duero, y algo de la Palencia cántabra, nunca supero las 35.000 personas.

Los historiadores galleguistas como López Pereira, Bouza-Brey, B. Vicetto, M. Murguía, F. Bouza y otros varios, se han colocado en el otro lado, reivindicando a los suevos y Galicia como portadores de una íntima relación de identidad nacional: “En lo que se refiere a Galicia no es indefendible la importancia del reino suevo en la construcción de la Galicia posterior a él y de su legendario nacional, al contrario, resulta bastante racional y aceptado, aunque al introducir la palabra ‘nación’ todo se complica, porque, efectivamente, la natío galaica tiene una génesis compleja temporal y espacialmente (como casi todas), pero no puede separarse esa génesis, probablemente, del reino suevo, que otorga a ese territorio algunas peculiaridades que pudieran ser importantes en su construcción unitaria posterior”. ¡AH!, por cierto, página-22: “se incluían en el norte de Portugal y en tierras castellanas”, ¡JAMÁS! en tierras castellanas, ¡SINO LEONESAS!, que terquedad en que aparezca Castiella venga o no a cuento; pero algún borrón puede echar el buen escribano.

Para el castellanista obispo Jiménez de Rada: “España fue curada por la medicina de los godos”; presentados los visigodos como los salvapatrias de Hispania. Difícilmente la aristocracia de Galicia pueda integrarse en la corte castellana (pág. 22), cuando las Galicias lucense Y bracarense siempre pertenecieron al Reyno de León o Regnum Imperium Legionensis y nunca a Castilla. C. Torres Rodríguez escribe: “Con la entrada de los pueblos bárbaros en España, y la estabilización de los suevos en Galicia (…), se acentúa la fisonomía particular de la región gallega y los rasgos fundamentales de su personalidad histórica (…). El establecimiento de los suevos en Galicia tiene fundamental importancia en cuanto al matiz diferencial que ha caracterizado la futura historia de esta región”. Todo este acercamiento a esta obra solo pretende crear un substrato, mínimo pero riguroso, sobre una obra magnífica, dedicada a uno de los pueblos germánicos que invadieron Hispania y, que para un servidor, tiene un interés esencial, por lo que la obra es sobresaliente y flamígera.Qui cum sapientibus graditur erit amicus stultorum efficientur similis.

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