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Silvia Mazar
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Entrevista a Silvia Mazar: “A Proust uno puede releerlo y siempre le estará diciendo algo nuevo”

Por Rolando Revagliatti
domingo 18 de septiembre de 2022, 12:11h

Silvia Mazar nació el 2 de abril de 1937 en Buenos Aires, ciudad en la que reside, la Argentina. En 1957 se recibió de Técnica en Fonoaudiología por la Universidad de Buenos Aires. Colaboró, entre otros medios gráficos, con el diario “La Capital” de Rosario, Santa Fe, en su país, y en las revistas “La Espada Rota” de Venezuela y “Norte” de México.

Amuletos
Amuletos

A partir de 1982 ha sido incluida en antologías de poesía y de narrativa: “Hojas nuevas”, “Cuentos encogidos” (I y II), “Antología del taller literario de la Casa de la Poesía” (I y II), “Rojas de vergüenza”, “Antología del empedrado” (I y II), “La poesía entra en casa”, “El amor en todas sus formas”, etc. En 1987 obtuvo el Primer Premio del Concurso de Microrrelatos organizado por la revista “Puro Cuento”. Además de una decena de plaquetas publicó los poemarios “Amuletos” (Ediciones Filofalsía, 1989), “Otras son de arena” (Libretas del Rojas, 1990) y el volumen de narrativa “Cuentos del loco amor” (2008).

Naciste en un barrio ubicado más o menos en el centro geográfico de nuestra ciudad.

M — Tal cual. En Caballito. Residíamos en una bellísima casa que había construido mi padre, arquitecto, en un refinado estilo art déco. En su enorme jardín yo desplegaba toda mi imaginación de niña solitaria. Allí observaba, además de las plantas, a las hormigas, el accionar de los insectos, y los relacionaba con la conducta de los adultos y las similitudes en algunas de sus reacciones. Me encantaba leer los cuentos clásicos y mirar mil veces los libros de pintura de papá: conocía detalle por detalle cada cuadro de Goya. A mis nueve años, vendida esa casa, nos mudamos a un departamento en el barrio Recoleta. Allí mi trascurrir se tornó aún más solitario, extrañaba el jardín. Aunque era un piso enorme no tenía recovecos donde esconderme. Me marcó profundamente ser hija de un matrimonio mixto: mamá era católica y papá, judío. Yo era la única nena del grado que no iba a misa y no había tomado la comunión: comportamiento inusual, residiendo en un barrio de clase alta y en los años ‘40. Antes de terminar la escuela primaria empecé a escribir: poemas y pequeñas historias que guardaba en libretas y anotadores.

Después llegó el secundario, en el Liceo de Señoritas Nº 1. Allí aterricé sin conocer a nadie y bastante perdida. Algo habrán visto en mí desde el primer día un grupo de tres chicas, compañeras de la primaria: me sentaron con ellas y me adoptaron. Una era —y llegó a ser, notable poeta— Susana Thénon. Siempre juntas las cuatro, divirtiéndonos en nuestras diferencias y estudiando poco. En el Liceo había muchas chicas judías, se separaban las materias Moral y Religión. La madre de Susana era judía y su padre, católico. Tuvimos gran afinidad, porque escribíamos poesía y, sobre todo, por el humor: disparatado, paródico y burlón con el que satirizábamos el universo escolar; ella poniendo el cuerpo y todo su histrionismo; yo, en cambio, discreta y de bajo perfil. Y así seguimos hasta que falleció, recordarás, en 1991.

Discreta y de bajo perfil, aunque escribiendo.

SM — De un modo más dramático, más comprometido. Y al tiempo que llegó mi primer novio, que luego sería el primer marido. Tuve una actuación muy breve en mi profesión: abandoné a los veintitrés años para dedicarme a mi primer bebé. Profesión la mía que, aunque no me diera cuenta, también estaba ligada a la palabra. Tuve dos hijos más, el primer divorcio, un segundo marido, la muerte de mis padres y la literatura siempre, cobijándome, amparándome, dando a mi existencia el sentido poético del que carecía. En marzo de 1982 empezó todo: en serio, de verdad. Me inscribo en mi primer taller literario con Jorge Hacker, director de teatro y traductor. Él supo revelarme. Hacia fin de año organicé una publicación con los textos producidos por el grupo. Hacker confió tanto en mí que me propuso participar en una muestra suya encarnando a Yerma en una escena del drama homónimo de Federico García Lorca. Con esta representación mi entusiasmo creció al punto de inscribirme en 1983 en la escuela del uruguayo Villanueva Cosse, pero… no era lo mío: fracaso total. No obstante, el profesor que tuve, Néstor Romero (sí, quién dirigiera la pieza teatral de Harold Pinter en la que vos debutaste como actor), advirtió que yo tenía aptitudes para armar los textos de las improvisaciones y ahí me fui afirmando. Llegó la democracia, y esas enormes puertas que se abrieron para el país también se abrieron para mí. El Centro Cultural General San Martín promovió cursos y talleres por doquier y mi vida dio una vuelta de 180 grados. Accedí a la felicidad. Cursé con Silvia Plager, Rodolfo Alonso, Orfilia Polemann, Nicolás Bratosevich, Elsa Osorio, Ignacio Xurxo, Jorge Santiago Perednik y Roberto Cignoni. Con estos dos últimos poetas y ensayistas pasé luego al Centro Cultural Ricardo Rojas, donde perduré en poesía escrita y vivida por más de una década.

Son más de treinta años de integrar grupos de estudio, de creación, de aprendizaje; si tuviera que elegir uno en el que me haya sentido más feliz, sería sin dudarlo el de Roberto Cignoni; he conocido pocas personas con la calidad humana que él irradia, y como poeta y maestro acompaña suavemente a los que se acercan a él. Lo conocí en el CCGSM haciendo una suplencia en el taller de Perednik. Durante los meses que duró la suplencia consolidamos una amistad honda y divertida, la que prolongábamos en cafés y pizzerías. Fue tan firme el lazo que establecimos, que, junto a otros compañeros, al regresar Perednik, continuamos con Roberto el taller en mi casa. Cuando con Norma Fumero, Gladis Márquez y Norma Soccol formamos el grupo “Rojas de Vergüenza”, nos apoyó, estuvo cerca con su proverbial ternura y buen humor. Hicimos una performance, dirigida por él, en el Centro Cultural Ricardo Rojas, que consistía en responder con un poema improvisado a las preguntas que nos iban formulando las personas del público a cada una de nosotras. Fue algo inolvidable; el mejor recuerdo que atesoro de la gran cantidad de presentaciones en las que intervine. Creo también que la apertura que obtuve en mi poesía, la libertad y el desapego a toda forma preestablecida que adquirí, se lo debo a esa etapa de mi vida y a la profunda reflexión. Mucho de ese espíritu tuve la suerte de poder aplicarlo en los dieciséis años que llevo coordinando “Gente de Lunes”, a partir de que el director de la Casa de la Poesía, Daniel García Helder, me lo propusiera. Se trata de un grupo abierto que pierde unos integrantes y se enriquece con otros en forma constante.

Tenés una anécdota que has contado infinidad de veces.

SM — De los noventa. Modificó la forma de plantarme en el mundo. En una excursión a la ciudad de La Plata, veo en el ómnibus al narrador y periodista Ignacio Xurxo. Cuando llegamos, me acerco a saludarlo y él confiesa: “No sé quién sos”, pero cuando le digo cómo me llamo pegó un grito de alegría y emoción. Pocas personas entendieron el significado de esa respuesta, de esa reacción: no recordaba mi rostro: recordaba mi obra. Luego fuimos a almorzar y hablaba de mí con los compañeros de excursión como si fuéramos colegas. No volví a verlo y él nunca supo que esa actitud suya me dio el espaldarazo que yo no encontraba.

Xurxo murió a fines de 2010, a los ochenta años.

SM — Y no es el único de mis maestros que ha fallecido. También he tenido grandes pérdidas de seres queridos en mi familia, grandes ganancias de amigos, alumnos, compañeros de la vida y dos nietos: un muchacho de catorce años con el que comparto cuentos de Osvaldo Soriano, además de haikus y algún juego en Red. Y una hermosa chilena de veintiséis que reside en Isla de Pascua, es Licenciada en Educación Física y campeona de fútbol femenino, a la que un día le expresé: “No sólo sos mi nieta amada: sos la mujer que más admiro, por tu libertad. Sos la mujer que yo hubiera querido ser.”

Susana Thénon. Te has mantenido en contacto con ella durante cuatro décadas.

SM — Como yo me casé muy joven pasamos a vernos poco: de vez en cuando en casa de alguna amiga, alejadas ambas de aquella complicidad inicial. Fue recién en 1979, con motivo de celebrar los veinticinco años de egresadas, que organicé un encuentro con las compañeras; la llamé por teléfono a su casa de siempre y hablamos por más de una hora como si nos hubiéramos visto el día anterior. Desde ese momento no nos separamos más. Se hizo amiga de mi segundo marido, trató a mis hijos, ya adolescentes, y leíamos juntas, con frecuencia, nuestros poemas. No sólo he admirado su obra poética, de una fuerza, una profundidad y una osadía únicas: también su obra fotográfica, en la que se alternaban el humor desopilante con la sutil delicadeza de las imágenes.

Llama la atención que tus dos poemarios hayan aparecido hace tantos años.

SM — “Amuletos” es fruto del entusiasmo; Daniel Rubén Mourelle había publicado poemas míos en su revista “Clepsidra”. Ya llevaba tantos años escribiendo, contaba con la aprobación de los amigos y pensé que era el momento. El libro, quizá, es algo caótico; yo no sabía muy bien que era preciso sostener una coherencia temática; eso me lo hizo notar Jorge Santiago Perednik en una charla que mantuvimos después de publicado. Aduje que no se lo había dado a leer para no ponerlo en el compromiso de no cobrarme, a lo que me respondió que él me hubiera cobrado sin problemas y el poemario habría quedado mejor. “Otras son de arena” se lo pasé antes de entregarlo a la imprenta de la Universidad de Buenos Aires: lo leyó, “sin cargo”, lo aprobó y así fue editado. ¿Si hay diferencias notables entre ambos?: no lo sé, no lo advierto. Lo que sí sé es que publicar no es mi anhelo. Tengo un libro listo, corregido, numerado, muy querido: son cincuenta poemas y su título es “Hilos de entonces”. No lo publicaré, me da infinidad de alegrías cada vez que los leo en encuentros, en ciclos a los que me invitan, en programas de radio. Eso es más que suficiente.

A casi seis lustros de aquel primer premio que te concediera la prestigiosa revista que dirigiera Mempo Giardinelli, podrías evocar algo del concurso de “Puro Cuento”.

SM — Cuando realizaba talleres literarios en el CCGSM me enteré de que se abría un concurso en esa revista. Yo era muy amiga de dos compañeros del taller de Silvia Plager: Alejandro Manrique (alias Paco) y José Losada: éramos inseparables. Una tarde, en un café de la avenida 9 de Julio, tras haber estado observando las grandes tiendas de los alrededores, José me desafió a que escribiera un cuento que se titulara “Las tiendas”. Cuando llegué a casa lo escribí de una sentada. A los pocos días lo mandé al concurso. Eso fue en el mes de diciembre; a fines de enero me llegó una carta de la redacción, comunicándome que había obtenido el primer premio, me felicitaban, me llenaban de elogios y me decían que había ganado $ 25. El cuento se publicaría en el número de marzo. Yo, como siempre, exageradamente discreta, llamé a la redacción el 1º de marzo; la persona que atendió el teléfono pegó un grito: “¡Mempo, por fin apareció la mujer que ganó el premio!”: creían que yo no existía...

Fue muy emocionante; con los $ 25 me compré un chal para envolverme en mi gloria y todavía lo uso. Además de publicar mi texto en la revista, lo leyeron por radio en el programa del poeta Horacio Salas, y unos chicos guitarristas le pusieron música y lo interpretaron en el mítico bar Oliverio.

Sigamos con tu narrativa.

SM — Tengo cerca de setenta cuentos inéditos que me gustan y que me dio placer escribir, y una nouvelle, “La mitad de arriba”, cuya protagonista se llama Mechita Cohen y es mi alter ego, aunque absolutamente ficcionado. La leyó una sola persona: Oscar Tacca; él me alentó a publicarlo, pero no, como diría Idea Vilariño: YA NO.

Con el escritor Oscar Tacca, creo, estuviste casada.

SM — No en la forma tradicional. En la primavera de 2001 me inscribí en un taller de expresión corporal. En una oportunidad, a mi lado se sentó un señor de voz pausada y ojos grises; nos tocó efectuar juntos todos los ejercicios. A la salida reveló que no tenía ninguna intención de hacer esa actividad, pero como en un folleto de propaganda invitaban a “concurrir con ropa cómoda” para una clase sin cargo, entró sin inscribirse. Era Oscar Tacca. A partir de entonces fuimos, por muchos años, una feliz pareja de personas mayores. Ambos veníamos de dos matrimonios anteriores, nunca se nos ocurrió casarnos, pero compartíamos la mitad de los días de la semana en su casa. A Oscar le habían concedido el Premio Nacional de Ensayo por su obra “Las voces de la novela”, fue profesor de Teoría Literaria y luego decano de la Universidad Nacional del Nordeste, y miembro de número de la Academia Argentina de Letras. Su prosa es notable. En 2008 leyó una cantidad de relatos míos y juntos seleccionamos veintitrés, los que conforman “Cuentos del loco amor”, para publicarlos a pedido suyo; acepté con la condición de que él socializara una añosa novela inédita que yo había disfrutado: así se hizo. Con el título de “Crónica de Santibana” fue impresa, luciendo en su primera página la conmovedora dedicatoria de A Silvia.

¿Cómo encarás la corrección de textos?

SM — En narrativa procuro que el texto tenga fluidez, que vaya deslizándose junto a lo que cuenta con suavidad y con firmeza; privilegio el “cómo” se dice por sobre el “qué” se dice. En poesía es diferente porque el poema surge de un lugar del cuerpo que desconocemos, entonces lo dejo que viva por sí mismo; allí la corrección es meramente estética, que no sobre ni falte nada y que la disposición de los versos también hable.

Cuando corrijo a mis alumnos es complicado, pues hay que llevarlos de la mano por un camino que sólo ellos conocen, hacerles ver con objetividad lo que es perfectible, pero sin alterar la propia voz.

¿Qué es lo que más apreciás en un narrador y qué en un poeta?

SM — En un narrador, el buen momento que me hace pasar por medio de una trama inquietante o de un humor sutil. En un poeta, en cambio, la emoción, la sinceridad, el despojamiento y el que no trate de seducirme con malas artes.

¿Has escrito poemas o cuentos inspirados en anécdotas que otros te contaran?

SM — No, nunca, con mi imaginación y todo lo visto y vivido me alcanza. Considero que los relatos no surgen de una anécdota, sino de la piel estremecida en un momento que, en mi caso, es mucho más rico imaginarla.

Cito a Arnaldo Calveyra: “Cosas que me pasaron durante la infancia me están sucediendo recién ahora.” ¿Dirías que te han pasado durante la infancia cosas que te estén sucediendo recién ahora?...

SM — Lo que yo diría sin dudarlo es que me suceden ahora las cosas que hubiera querido que me sucedieran en la infancia, como ser: jugar con otros, tener amigos afines, compartir momentos de risa, de canto, de no temer, de gozar con frescura de ciertas instancias.

Animales legendarios: ¿centauro, minotauro, unicornio, ave Fénix o esfinge?

SM — El ave Fénix, siempre; incluso es el mote que me han puesto varias personas que conocen mi vida. Me niego al golpe bajo, pero sé de qué estoy hablando: por eso el ave que, calcinada, vuelve a renacer con un plumaje nuevo.

El escritor argentino Héctor Germán Oesterheld, a sus microficciones las denominaba simplemente “supercortos”. A las tuyas, Silvia, ¿cómo las denominás? ¿Qué microficcionista está en lo más alto de tu podio?

SM — Se las llama microficciones, mini relatos, no sé, para mí es el formato casi ideal y lo practico desde mucho antes de que se pusiera “de moda”, por intuición o porque soy de aliento corto. Shakespeare dice: “La brevedad es el alma del ingenio”. Bueno, vuelvo, yo los llamo textos breves, porque no siempre relatan algo y también pueden ficcionar una realidad. El texto breve tiene el encanto de la pincelada. Hace varios años se me ocurrió reunir una serie de textos brevísimos bajo el título de “Escritos para ojo izquierdo”; se la mostré a Perednik y le gustó mucho, incluso me instó a que la publicara. Ahí está, en una de las decenas de carpetas que guardo. Comparto con vos y los lectores el más breve de todos, con hechura de diálogo teatral:

Niño: ― ¿A qué jugamos?

Niña: ― A nada,

Niño: ― Entonces preparo todo.

Son tantos los autores que, en algún momento, han incursionado en el género. Mi podio estaría encabezado por el guatemalteco Augusto Monterroso.

¿Has fantaseado alguna vez con la organización de un café literario? ¿Qué aspectos mejorarías?

SM — No, no me interesó nunca. Incluso en dos oportunidades me ofrecieron coordinar en conjunto. A los cafés literarios que he asistido y a los que sigo asistiendo, muy pocos hoy, les mejoraría el tema del micrófono abierto; hay poco rigor en la extensión de lo que se lee y eso los torna aburridos. Los encuentros con sólo escritores invitados son más llevaderos, cuidando el nivel de los convocados. Agregar música siempre es atractivo y matiza.

¿Temas musicales maravillosos y temas musicales que detestás? ¿Libros que valorás pero que no te hayan entusiasmado?

SM — La música es para mí insoslayable. El Concierto n° 1 para piano y orquesta de Tchaikovski lo escucho con la misma emoción desde los seis años. Luego, mis preferencias van por Joan Manuel Serrat, el gran Astor Piazzola, Chico Buarque, Ney Matogrosso, las sonatas de Beethoven, más de un bolero, Frank Sinatra, la Sinfonía inconclusa de Franz Schubert, el Chango Spasiuk, Charles Aznavour, los Beatles…

No llego a detestar ninguna música; lo que no me gusta es el rock pesado —creo que se llama heavy metal—, esa música no.

Lo de los libros es difícil, porque cuando alguno no me atrapa lo dejo y no me da tiempo a efectuar una valoración; casi siempre se trata de una novela. Lo que sí admito es que Jorge Luis Borges (quién se atrevería a discutirlo) en varios de sus cuentos no logra engancharme.

¿Cuáles son tus géneros y autores favoritos?

SM — Mis géneros favoritos siempre han sido el cuento y la poesía. Aunque con lo que voy a decir pareciera contradecirme: leí los siete tomos de “En busca del tiempo perdido” y desde hace ocho años integro un grupo de lectura —reuniéndonos una vez por mes— de Marcel Proust. Pero Proust no es clasificable: es el ser humano, es la vida, es todo. Uno puede releerlo y siempre le estará diciendo algo nuevo; me produce una sensación que va más allá de la literatura. Proust para mí es como entrar en una habitación, cerrar la puerta y quedar a solas con él.

Siguiendo con los autores, yo soy muy de releer, me enamoro de ellos y los sigo a través de los años. Mis preferidos son el uruguayo Felisberto Hernández, Julio Cortázar, Clarice Lispector, el gran John Cheever, al que vuelvo y vuelvo, lo mismo que a “Dublineses” de James Joyce.

Con los poetas me pasa lo mismo: Federico García Lorca es el más grande; Raúl González Tuñón, Juan Gelman, Olga Orozco, e. e. cummings, Marosa di Giorgio, sólo por citar los más entrañables.

¿Qué es lo que principalmente te escandaliza? ¿Sobre cuál “personaje inolvidable” escribirías?

SM — Me escandaliza el mal gusto. La falta de discreción. El creerse superior. El no respetar las propias limitaciones. Esto me hace sonrojar verdaderamente.

Nunca se me hubiera ocurrido escribir sobre un personaje que admire. Para eso se necesita una capacidad que yo no tengo. Mi personaje “inolvidable” es Sor Juana Inés de la Cruz. Sé de ella, por ejemplo, a través de la película “Yo, la peor de todas”, dirigida por Maria Luisa Bemberg, basada en el ensayo “Sor Juana o las trampas de la fe”, de Octavio Paz; me conmueve, sobre todo, por su libertad, conseguida aun a costa de su paradojal pérdida, y por cómo defendió su amor por la belleza del saber. Si se me ocurriera escribir sobre ella, cosa más que dudosa, elegiría narrar un día entero de su vida desde los ojos de ¿quizá? la persona que limpia su habitación.

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Entrevista realizada a través del correo electrónico: en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Silvia Mazar y Rolando Revagliatti.

Puedes comprar sus libros en:

9789870552987
Silvia Mazar con Rolando Revagliatti, Estella Kallay, Mario Kon, María Malusardi y Simón Esain en 2004
Silvia Mazar con Rolando Revagliatti, Estella Kallay, Mario Kon, María Malusardi y Simón Esain en 2004 (Foto: Daniel Grad)
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