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Alberto Núñez Feijóo
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LA GRAN MENTIRA DE LA DEMOCRACIA ESPAÑOLA

Por Rafael Balanzá
domingo 17 de septiembre de 2023, 12:11h

Confieso que he hecho trampa antes de empezar. Pero si titulo este artículo “etiología de las falacias populistas” no lo lee ni Petete, y usted ya lo está leyendo. Espero que la confesión consignada en la primera línea no le contraríe tanto que desista de continuar con su lectura. Verá como al final hay premio. Admito que para escribir el título he jugado con la ambigüedad del genitivo preposicional, objetivo o subjetivo, del castellano, buscando dar un golpe de gong al principio que anime a un número suficiente de lectores a franquear el pórtico de las mayúsculas. Pongamos un paralelo: “El miedo de los persas”. ¿A qué se refiere? ¿Es el miedo que los griegos tenían a Jerjes y a los suyos o, por el contrario, el miedo que les tenían los persas a los griegos? El miedo de los persas puede significar cualquiera de las dos cosas. Pues aquí pasa lo mismo. La mentira de la democracia española no implica que la democracia en nuestro país sea falsa –de hecho voy a sostener exactamente lo contrario- sino que, siendo una verdadera democracia, contiene una falacia. Veamos cuál.

El quinto en discordia
El quinto en discordia

Pero no vamos a ir por el atajo, sino por la circunvalación, si me lo permiten. Antes de entrar en el meollo del asunto quiero exponerles un caso muy revelador. Tengo dos amigos ensayistas. No voy a escribir sus nombres en esta pieza, aunque sí los he citado en alguna de mis anteriores entregas y (pueden creerme) quienes me lean habitualmente o me sigan en Twitter van a identificarlos sin ninguna dificultad. Aquí me voy a referir a ellos como A y B. El primero es un eximio filósofo de prestigio internacional, además de ensayista y dramaturgo. El segundo es un crítico cultural muy brillante cuyos artículos, ampliamente difundidos en la prensa nacional, llamaron mi atención por su valentía, su hondura y su inusitada clarividencia. Como verán, no se trata de un chisgarabís y un destripaterrones, precisamente; pero hay una importante diferencia entre ellos en cuanto a lo que podríamos llamar su “estatus reconocido” en la república de las letras. A ha sido premio nacional de ensayo, y su obra cuenta con el aval de figuras eminentes; B también es ensayista, pero sus libros no se integran en un sólido y original corpus de pensamiento, ni han sido traducidos a otras lenguas o señalados como obras de gran valor por la crítica foránea. Se trata, desde luego, de libros muy estimables, pero se inscriben más bien en el ámbito de la divulgación y del testimonio personal. Conocí a ambos en esa especie de corrala cibernética que antes se llamaba Twitter y ahora ya no sé cómo se llama. (Llamémosla X). Me hice seguidor de ellos y, recíprocamente, ambos me honraron con su atención. Luego, la amistad se volvió más personal y, por mediación mía, también entraron en contacto entre sí. El caso es que A y B contaban, más o menos, con el mismo número de seguidores en la red social, y ha sido así hasta una época muy reciente. Pero en los últimos meses, el número de seguidores de B se ha disparado estratosféricamente. ¿Qué es lo que ha cambiado? La explicación cabe en una frase de 6 palabras: B se ha metido en política.

No es que antes B no hablara en absoluto de política, pero mantenía una posición crítica con respecto a ambos extremos y se pronunciaba siempre con notable ecuanimidad. Sin embargo, poco antes de las últimas elecciones tomó partido decididamente por uno de los dos bandos y, así, empezó un largo y triste descenso a las insondables fosas de la miseria partidista y sectaria, donde –como ustedes saben- proliferan los peces abisales comedores de carroña, cuyas caras dantescas y de grotescas fauces son descubiertas por los potentes focos del batiscafo. Una pena, en mi opinión. Ignoro si tendrá algo que ver con esto –me temo que sí- que en enero una importante editorial va a publicarle un libro muy ambicioso que le ha llevado algunos años escribir y revisar. B cuenta hoy con más de cien mil seguidores, gracias a su permanente participación en la refriega política y esa es, sin duda, una buena base para una campaña de promoción editorial. Por su parte, A –quien se limita a escribir sobre temas culturales- sigue contando más o menos con los mismos seguidores que tenía.

Corolario

En la España de nuestros días sólo importan tres cosas: el deporte, la política –en términos sectarios y partidistas- y la opinión del medio millón de autoayudados expertos en felicidad que pugnan por la atención pública. La cultura no le interesa a nadie; la espiritualidad y el pensamiento riguroso, la literatura y el arte relevante agonizan en las camas de la UCI para civilizaciones terminales que puso en marcha el doctor Spengler hace un siglo. No puedo evitar mirar con lástima a esta generación de doctrinos a la que pertenezco. Si ser unos paletos sin vida cultural o espiritual los hiciera felices seguiría despreciándolos, por supuesto, pero no podría compadecerlos, como de hecho lo hago. Porque lo cierto es que son muy desgraciados, y como viven volcados en lo externo, en lo visible, buscan allí las razones de su desgracia y el bálsamo de Fierabrás para curarse de ella: la política. Ese es el origen de los populismos. Robertson Davies, cuya portentosa, magistral novela “El quinto en discordia” he devorado durante la reciente canícula lo explica, incluso, un poco mejor que yo:

Intentaba enfocar la cuestión sin las gafas rosadas de la fe ni las verdes de la ciencia. Lo único que conseguí averiguar durante el tiempo que pasé sentado en la basílica de Guadalupe fue que la fe es, ciertamente, una realidad psicológica, y que cuando no es invitada a adherirse a los fenómenos invisibles, invade los visibles y monta una gran zapatiesta. En definitiva: la irracionalidad siempre logra expresarse, tal vez porque el término irracionalidad es incorrecto para definirla.

Y unas pocas páginas después uno de los personajes remacha el clavo:

Que se maravillen. Esto no es un acto de egoísmo. La gente necesita maravillarse con algo, y el espíritu de nuestro tiempo consiste, precisamente, en impedírselo.

Esta última reflexión parece más vigente en la actualidad que cuando se publicó la novela en 1970. Ustedes son muy capaces, claro, de llegar a sus propias conclusiones, pero ahí va la mía: un país sin religión es un país de tarados y convierte lo visible (la política, las siglas, las banderas) en una especie de credo laico.

Y quede claro que no estoy diciendo que la política no sea importante, pero probablemente vivimos en una época en la que las posibilidades de cambiar sustancialmente las cosas con nuestro voto son mínimas. Hace 100 años el comunismo y el fascismo parecían ofrecer caminos transitables hacia utopía; y hace 40 en España existía la amenaza real de una involución y sufríamos el azote del terrorismo. Entonces el voto aún decidía algo y la política resultaba ineludible. Pero hoy disfrutamos de un orden institucional consolidado. De hecho, la democracia española –más allá de discusiones bizantinas sobre su legitimidad de origen y de problemas concretos como el vergonzoso mangoneo partidista del poder judicial- resulta perfectamente homologable a las de su entorno. Nuestro país, por desgracia, se parece mucho hoy a las preferencias y gustos de la mayoría de los españoles. Y el mal olor del ambiente es el de la roña colectiva. Ni más, ni menos. La democracia está funcionando. Por otra parte, conviene notar que nuestro régimen es fruto del perfeccionismo del pasado y no hay ya mucho margen para mejorarlo. Tenemos, en cambio, muchísimo margen para arruinarlo por completo. En el momento en que escribo este artículo, el PP de Feijóo bloqueando el poder judicial y aliándose con la extrema derecha, o el PSOE de Sánchez poniéndose a cuatro patas para recibir las violentas acometidas independentistas, parecen empeñados en demostrarlo por la vía empírica. Y como los ciudadanos, atormentados por sus frustraciones, buscan soluciones en la política y, en consecuencia, únicamente atienden a esa clase de información, los medios de comunicación, solícitos camellos, les suministran puntualmente el fentanilo que demandan. Cuenta Stefan Zweig en “El mundo de ayer” que en la Viena de 1900 todos conocían el nombre y el rostro de la última actriz revelación, pero casi nadie sabía quién era el primer ministro. Si ustedes fueran fanáticos de la ópera y sólo les interesara la ópera, Pepa Bueno, Pedro J. Ramírez y Jiménez Losantos estarían cantando ahora mismo el segundo acto de La Traviata.

La gran mentira democrática española –y no sólo española-, esa que quiere creer la mayoría, consiste en que hay un grupo de expertos en felicidad llamados políticos que están obligados a convertir nuestra vida en un gozo permanente. Y si no lo consiguen, no pensamos que se deba a que somos un caterva de paletos desnortados sumidos en la indigencia moral y atados a relaciones tóxicas y fracasadas. Preferimos culpar de nuestra desgracia a los Hunos o a los Hotros. Todo el mundo habla de política a todas horas, aunque en España, desde la perspectiva de un republicano estadounidense, por ejemplo, elegimos entre dos partidos “socialdemócratas” que defienden una sanidad pública universal y suscriben una misma reforma laboral. Es cierto, sí, que desde hace unos años estamos ensayando la posibilidad de torpedear nuestro propio barco votando a partidos extremistas para retrasados. Puede que al final logremos hundirlo.

Por supuesto, sé que es inútil escribir todo esto. De hecho, habría preferido ofrecerles una reseña completa de “El quinto en discordia” de R. Davies, pero los escritores, ¿saben? somos hoy en España –tomando la metáfora memorable de Fitzgerald- botes que reman contra la corriente… hasta que se dejan arrastrar por ella. Mi artículo anterior en esta revista figuró entre lo más leído. Hablaba de política.

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