La paideia
Probablemente nadie haya desarrollado con más pertinencia y erudición el concepto de paideia –concepto central en la cosmovisión griega- que Werner Jaeger en su justamente célebre Paideia: los ideales de la cultura griega (F.C.E., México, 1ra. reimpresión, 1967, 1.151 páginas).
Rememorar a Sócrates, a los sofistas o a Platón, recuperar (o, al menos, intentarlo) ese clima de época es evocar, tal como lo señala Jean Hyppolite en sus Escritos inéditos (Editorial Gorla, Buenos Aires, 2024, p. 29; en impecable traducción de Daniel Piñero), “a la ciudad griega en el momento de su decadencia, esa ciudad que la filosofía no salvará.” El año 404 a. C. marca la caída de Atenas después de una guerra que se extendió por un período aproximado de treinta años por los Estados griegos, es el fin del irrepetible siglo de Pericles, y el siglo IV se puede definir, y así lo propone Werner Jaeger en su Paideia… (ob. cit., p. 383), como “la era clásica en la historia de la paideia, entendiendo por ésta el despertar a un ideal consciente de educación y de cultura.” Acaso no sería desaconsejable leer las obras de madurez de Platón a la luz de esta premisa de Jaeger. Atenas, en efecto, no se salvará por la filosofía, pero el legado que deja su caída es que la fuerza más genuina que alienta en un pueblo después de la catástrofe reside en su cultura espiritual; al cabo y por ello mismo, tal como asevera Jaeger (ob. cit., ídem), aquello que el mundo occidental le debe a Atenas es “la creación de la personalidad humana responsable ante sí misma”, eso que bien puede definirse con tres palabras: la conciencia ética.
Es fama que cuando Demetrio Poliorcetes conquistó la ciudad de Megara le pidió, a fin de demostrar su buena voluntad, al filósofo Estilpón –insigne representante de la escuela socrática de Megara- que le facilitara una lista de todas sus pérdidas para resarcirlo, luego de que las fuerzas de ocupación saquearan su casa; Estilpón se limitó a responderle: “Nadie se ha llevado la paideia de mi casa.” Paráfrasis, sin duda, de la memorable sentencia de Bías, de Priene, uno de los siete sabios de Grecia: Omnia mea mecum porto: “Todo lo mío lo llevo conmigo”. De donde se puede inferir, sin demasiado esfuerzo, que la paideia fue, entre otras cosas, una forma privilegiada de resistencia frente al avance de la disolución y el punto de apoyo por antonomasia para la reconquista de la libertad interior. No en vano la enkrateia (el autodominio, la templanza) es una noción sustantiva en el seno de la ética platónico-socrática; para Jenofonte, es la base de todas las virtudes: “(…). Porque, de hecho, ¿ no debe todo individuo que considere que la templanza es el fundamento de la virtud disponerla lo primero en su alma?” (Memorabilia, I, 5, 4). Y en la filosofía de Aristóteles desempeña un papel fundamental, al punto que el estagirita la considera como el antónimo de akrasia: incontinencia.
Banquete es uno de los diálogos de madurez de Platón (escritos entre los años 385 y 370 a. C.) y una de las cumbres estilísticas y narrativas de su obra (las citas de la obra corresponden a Diálogos I, Platón, prólogo de Carlos García Gual, estudio introductorio de Antonio Alegre Gorri, traducción y notas de Banquete a cargo de Marcos Martínez; Gredos, Madrid, 2010, 844 páginas). A todos los efectos, y porque creemos que se ajusta con ventaja al espíritu del libro y de la época, preferiremos el título de Simposio: los simposios, tal como lo indica Jaeger y no se hallan fundamentos suficientes para el disenso en este aspecto (ob. cit., pp. 567 y ss.), eran entre los griegos espacios privilegiados de intercambio entre maestros y alumnos, lugares –al decir de Jenófanes- donde se mantenía vivo el recuerdo de la verdadera areté y hasta Aristóteles escribió un breve tratado, del que sólo se conservan fragmentos, en torno al comportamiento en los simposios o sistías: comidas colectivas de hombres y jóvenes pertenecientes a un grupo social o religioso. Estas reuniones, por lo demás, se llevaban a cabo periódicamente en la Academia. Tales, pues, son las características predominantes de los simposios, ya que no de los banquetes.
La mejor definición de la idea central del Simposio platónico se le debe, asimismo, a Jaeger (ob. cit., ídem): es “el enlace del eros y la paideia”. El motivo que presta impulso al Simposio y los personajes que le dan vida son harto conocidos: el poeta trágico Agatón invita a su casa a un grupo selecto de filósofos, literatos y profesionales (Fedro, Pausanias, el médico Erixímaco, Aristófanes y Sócrates) con un doble propósito: celebrar el premio literario que recientemente ha obtenido y que los comensales discurran en torno a un tema: el amor (eros). La estructura del diálogo reconoce una forma espiralada, un crescendo conceptual que va de menor a mayor y que, como asevera Jaeger (ob. cit., p. 570), halla en el discurso socrático “la cúspide del edificio”.
La sucesión de encomios a Eros la inaugura Fedro, quien expone, entre otros temas, una singular hipótesis: si un ejército estuviera integrado por amantes y amados sería prácticamente invencible; idéntica referencia se puede leer en el Banquete debido a Jenofonte: “(…). Pausanias, el amante del poeta Agatón, ha afirmado, tratando de defender a los que se revuelcan en la intemperancia, que incluso un ejército poderosísimo podría formarse con amantes y sus favoritos, pues decía que, en su opinión, éstos se avergonzarían más que nadie de abandonarse unos a otros… (…)” (VIII, 32). Es más que probable que la tal alusión diste de ser una hipérbole habida cuenta de la existencia real de la “Liga Sagrada” –Marcos Martínez lo indica claramente en nota al pie en la citada edición de Gredos, p. 706-, formada hacia el 378 y conformada por parejas de amantes homosexuales cuya performance en el campo del honor resultó destacadísima.
La exposición de Pausanias propone dos Eros: uno, descendiente de Afrodita Pandemo y que es vulgar: estimulados por este Eros aman los hombres ordinarios, aquellos que se dejan encandilar por los cuerpos y no por las almas; el otro, el Eros que desciende de Afrodita Urania y que inspira el amor de los mancebos, es más sabio y exento de violencia. No ha de olvidarse, empero, que Cicerón, en su Sobre la naturaleza de los dioses, desecha de plano la multiplicidad de tales mitos y hace patente su carácter artificioso.
El escogido para disertar a continuación de Pausanias es Aristófanes, pero, “al sobrevenirle casualmente un hipo, bien por exceso de comida o por alguna otra causa, y no poder hablar” (185, c-d), le pide a Erixímaco que lo reemplace. Tal incidente del comediógrafo ha dado pábulo a las más diversas y encontradas interpretaciones. De entre todas ellas –cada una con sus fundamentos plausibles en mayor o menor grado- nos permitimos decantarnos por una: las comedias de Aristófanes están erizadas de accidentes involuntarios de semejante jaez (flatulencias, accesos de tos, regüeldos y un largo etcétera de escatológico acento); el hecho de que sea precisamente Aristófanes la víctima de circunstancia tan imprevista y penosa supone una muestra de fino humor de Platón en el registro del burlador burlado o de aquel que es compelido a tomar una dosis de su propia y acerba medicina.
Aunque, tal vez y a primera vista, el discurso del médico Erixímaco parezca una árida pieza oratoria, también resulta harto significativo porque pone el acento en dos aspectos caros a la cosmovisión griega: la salud está gobernada por Eros en la medida en que la salud consiste en la sabia proporción entre los elementos contrarios del cuerpo (lo húmedo y lo seco, lo amargo y lo dulce…) y todas las cosas análogas: “Sabiendo infundir amor y concordancia en ellas –argumenta Erixímaco-, nuestro antepasado Asclepio, como dicen los poetas, aquí presentes, y yo lo creo, fundó nuestro arte” (186 d-e). Y, por otro lado, Erixímaco advierte que en la esencia del eros estriba la armonía cósmica (tal y como Aristóteles, en su Ética nicomaquea, la encontrará en la philía, otra forma del eros).
Ya repuesto de su inoportuno hipo, Aristófanes diserta y expone una de las teorías más memorables del Simposio: en principio, era el andrógino, un tercer sexo que participaba de los géneros masculino y femenino; los andróginos ostentaban un orgullo desmesurado ( la hybris de la tragedia clásica) y conspiraron contra los dioses al punto “que intentaron subir hasta el cielo para atacar a los dioses” (190 b); motivo por el cual Zeus, en condigno castigo, los cortó en dos mitades a cada uno (no es preciso, en este punto, excesivo esfuerzo para inteligir en las palabras de Aristófanes el transparente germen de la alegoría babélica, entre los múltiples y diversos préstamos que la doctrina cristiana tomó de las obras de Platón). Y concluye Aristófanes: “(…) … es evidente que el alma de cada uno desea otra cosa que no puede expresar, si bien adivina lo que quiere y lo insinúa enigmáticamente. (…). Amor es, en consecuencia, el nombre para el deseo y persecución de esta integridad” (192 c-d-e); huelga ponerlo de resalto: la teoría psicoanalítica avant la lettre.
El discurso del anfitrión es un genuino y notable himno a Eros, a quien considera el dios más feliz entre los dioses, aquel al que ni siquiera Ares puede resistir y quien, a fortiori, revela una indiscutible maestría en todas las artes: “El arte de disparar el arco, la medicina y la adivinación los descubrió Apolo guiado por el deseo y el amor, de suerte que también él puede considerarse un discípulo de Eros, como lo son las Musas en la música, Hefesto en la forja, Atenea en el arte de tejer y Zeus en el de gobernar a dioses y hombres” (197 b). Cabría aclarar en este párrafo que para un griego clásico el concepto de “música” no reconocía una acepción restringida, sino que abarcaba un conjunto de materias integrado por la literatura, el canto, las artes y la danza; vale decir: todo aquello que estaba presidido por las Musas.
Postula Jaeger (ob. cit., p. 567) que cuando abordamos una lectura como la del Simposio: “No estamos ante un drama dialéctico”. Bien es cierto que todos los diálogos de Platón –con mayor o menor énfasis dependiendo del tema que los informa- comportan un acento preponderantemente dialéctico a excepción, claro está, de la Apología de Sócrates (monólogo en el que un Sócrates idealizado por Platón se defiende de las acusaciones que le imputan Meleto –un poeta contemporáneo-, el orador Licón y Ánito –político demócrata-: corrupción de jóvenes y asébeia –impiedad-, delito gravísimo este último pues suponía desconocer a los dioses en los que la pólis creía y consagrar nuevas divinidades). Pero, en cuanto a la aseveración de Jaeger, sería necesario atemperar con un matiz coloratura tan uniforme: en la instancia previa a la intervención de Sócrates propiamente dicha, hay un paréntesis cuyo carácter dialéctico es inequívoco y que se establece entre él y Agatón: desde 199c hasta 201c.
En efecto, como ya se anticipó, el parlamento de Sócrates representa la acendrada consumación de la arquitectura del Simposio. Sócrates habla por boca de la sacerdotisa Diotima, “la extranjera de Mantinea”, reproduciendo una extensa conversación que ambos han mantenido hace tiempo ya en torno del eros. Aquello que primero se revela es que el eros como tal es un daímon (una entidad metafísica) que reside en la hiancia: entre lo hermoso y lo feo, lo mortal y lo inmortal, la riqueza y la pobreza, lo humano y lo divino… y tal es, también, la naturaleza intermedia del verdadero y genuino filósofo, debatiéndose siempre y de modo tan incesante como irremediable entre la aspiración a la sabiduría y la asunción de la ignorancia, sabiendo siempre que nada sabe; abocado a un ardiente anhelo (el conocimiento) que nunca se alcanza y que se compadece punto por punto con el deseo: aquello que no se deja de desear y a lo que jamás se accede. Si hasta aquí todos los discursos precedentes se consagraban al encomio del eros, en esta última parte se deja ver con claridad que el eros se confunde con la figura del filósofo. O, dicho de modo más categórico: Sócrates es la encarnación del eros. Asimismo, Diotima refuerza un concepto ya expuesto por el médico Erixímaco: el eros es la paideia por excelencia (el punto más alto de la paideia) que mantiene en cohesión y armonía a todo el cosmos espiritual; el eros, en suma, es el syndesmos en su grado superlativo (en el sentido de syndesmosis: articulación que une los huesos separados por una amplia distancia): aquello que mantiene unido al universo. Es, al decir de Diotima, “un formidable mago, hechicero y sofista” (203 d), predicados todos ellos que también se le supieron atribuir a Sócrates, al punto que bien se lo puede definir como el epítome del atopos: aquello “sin lugar”, “inclasificable”. Al cabo, las palabras de Diotima ilustran el gradual ascenso del espíritu hasta la Idea o la Belleza en sí comenzando “por las cosas bellas de aquí y sirviéndose de ellas como de peldaños ir ascendiendo continuamente, en base a aquella belleza, de uno solo a dos y de dos a todos los cuerpos bellos y de los cuerpos bellos a las bellas normas de conducta, y de las normas de conducta a los bellos conocimientos, y partiendo de éstos terminar en aquel conocimiento que es conocimiento no de otra cosa sino de aquella belleza absoluta, para que conozca al fin lo que es la belleza en sí” (211 c); vale decir, la elevación espiritual hasta el estadio que se conoce con el nombre de epopteia: experiencia mística decisiva de la percepción directa de lo divino, de lo numinoso; es el iniciado que se convierte en un sujeto que conoce los misterios, que ha tenido revelaciones de orden metafísico. No sería tarea vana compulsar la gradación de la que habla Diotima con el temperamento que prevalece e informa un tratado de estética como Descenso y ascenso del alma por la belleza (Sol y Luna, Buenos Aires, 1939) y una novela como Adán Buenosayres (Sudamericana, Buenos Aires, 1948), ambas obras debidas al argentino Leopoldo Marechal.
Seis, como ya se explicitó, son los discursos que conforman la columna vertebral del Simposio, pero hay un séptimo, con el que se cierra la obra, en el que merece la pena detenerse y que lo constituye la irrupción en el ágape de un Alcibíades armado de la elocuencia profusa y despojada que le proporciona un estado de indisimulable beodez; el núcleo de su parlamento va a ser un retrato de quien él considera su eximio maestro: Sócrates. El Sócrates de Alcibíades es un encantador de serpientes pero sin flauta, sólo con el poder de la palabra; apenas comienza a hablar es necesario taparse los oídos para no quedar atrapado en las redes de su seducción, tal como se ve obligado a hacer Odiseo frente al canto de las sirenas; es arrogante y soberbio, pero también el hombre más ético que ha conocido la humanidad. Alguna vez le ha dicho a Alcibíades, y éste lo recuerda vivamente: “La vista del entendimiento, ten por cierto, empieza a ver agudamente cuando la de los ojos comienza a perder su fuerza” (219 a), palabras de Sócrates que parecen delinear por entero la mítica figura del célebre Tiresias, el ciego que puede ver el futuro con una agudeza que le es negada a los videntes. Y es merced a Alcibíades que nos enteramos de la larga meditación de Sócrates –diálogo interior con su daímon- en ocasión de la batalla de Potidea (primer acto de la Guerra del Peloponeso); meditación que se puede asimilar sin desmedro a un éxtasis de corte místico.
Séanos concedido añadir al nombre de Marsilio Ficino a esta somera reflexión. Nacido en una localidad próxima a Florencia en 1433, fue ordenado sacerdote cuarenta años más tarde y a él se le debe la primera traducción completa de las obras de Platón en Occidente. La primera impresión de su tratado De amore – Comentario al Banquete de Platón (Las cuarenta, Buenos Aires, 2016, 224 páginas; cuenta con una traducción, estudio preliminar y notas imprescindibles de Adolfo Ruiz Díaz) se puede establecer alrededor de 1484. El tratado consta de siete discursos y Ficino implementa un recurso de orden ficcional a fin de remedar el Simposio platónico: la organización de un convite a celebrarse un día siete de noviembre, en correspondencia con la presunta fecha de nacimiento del filósofo, y auspiciado por Lorenzo de Medicis. El Platón de Marsilio Ficino es un Platón visto con los ojos de Plotino. De amore es un tratado de cuya lectura dimana la erudición, la solvencia y la sutileza hermenéutica de Ficino, pero no se puede soslayar la existencia de largos pasajes que sólo se pueden entender a la luz de una profesión de catolicismo y en los cuales resuena el dictum heideggeriano que se lee en Introducción a la metafísica (Nova, Buenos Aires, 4ta. edición, 1977, p. 46): “Una ‘filosofía cristiana’ equivale a ‘hierro de madera’ y es un equívoco.” Valga reiterarlo: los alcances de la deuda que el cristianismo ha contraído con Platón son de una magnitud más que significativa. Poco o nada poseen en común, a despecho de los esfuerzos de Plotino y Ficino, entre tantos otros, para asimilarlos, el eros platónico y la charitas evangélica; tal como señala Émile Bréhier con meridiana claridad (citado por Adolfo Ruiz Díaz en su “Estudio preliminar”, ob. cit., p. 22), el amor de Dios, situado en la cumbre de todas las virtudes, “es, en todo caso, un fin; el amor platónico, hijo de la Necesidad y de la Pobreza, siempre es deficiente: deseo jamás satisfecho y carente siempre de la belleza que busca: inquietud sin reposo”.
La vanguardia
El narrador de Simposio es Apolodoro, dato central para inteligir la estatura de Platón como narrador de la más radical vanguardia y largamente adelantado al tiempo en que le tocó vivir. Tal singularidad puede instilar en el ancho campo de la estética una redefinición –que no pretende ser original, pero sí digna de mención- del concepto de clásico: aquel autor u obra que rompen con los moldes consagrados de su época y cuya ruptura, con el transcurso de los años, acaba por asimilarse al clasicismo; de lo cual se puede inferir que la obra o el autor considerados clásicos se alimentan, en principio, del pecho nutricio de la vanguardia; el escándalo de ayer se convierte en el consensuado respeto de la hora presente, la disrupción de antaño se transmuta en normativa: paradoja que no parece ser de las menores.
Cuando, en efecto, el simposio sobre el que versa el diálogo se lleva a cabo –el día posterior a que Agatón, el anfitrión, se alzara con el triunfo con una tragedia de su autoría-, Apolodoro, el narrador, era todavía un niño, y el propio Platón tampoco se encuentra entre los asistentes invitados; ni el narrador del diálogo ni el autor del mismo son testigos in situ de los acontecimientos, y el primero se limita a repetir aquello que le ha referido Aristodemo –presente en la reunión- y otros detalles que ha recabado de boca del propio Sócrates. Es, por tanto, una narración de la narración, una narración a la, por lo menos, segunda potencia, atravesada (y constituida) por los malentendidos, las disonancias y los olvidos tan propios e inherentes a cualquier relato por procuración, lo cual explica las reiteradas aclaraciones de Apolodoro a fin de poner de relieve que él “cuenta aquello que le contaron”, que su discurso es una referencia de la referencia, y su voz es un eco en el que resuenan los sonidos de otra voz: “me lo dijo, en efecto, Aristodemo”; “contó Aristodemo”; “según contó”; “dijo Aristodemo”; “siguió contándome Aristodemo”; recuerdos y olvidos que alcanzan su apoteosis en 178 a: “A decir verdad, de todo lo que cada uno dijo, ni Aristodemo se acordaba muy bien, ni, por mi parte, tampoco yo recuerdo todo lo que éste me refirió. No obstante, os diré las cosas más importantes y el discurso de cada uno de aquellos que me pareció digno de mención” y en 180 c: “Y después de Fedro hubo algunos otros de los que Aristodemo no se acordaba muy bien, por lo que, pasándolos por alto, me contó el discurso de Pausanias”.
Es la entronización no sólo del narrador por procuración, sino y en consecuencia del narrador vacilante, incierto y escasamente fiable; y que también opera a la, por lo menos, segunda potencia: ya Aristodemo no recordaba a carta cabal las alternativas de un simposio que lo tuvo entre sus asistentes (si bien no se menciona siquiera la disertación que, presuntamente, debe haber pronunciado Aristodemo), mal se le podría exigir a Apolodoro que las recuerde cuando no sólo no participó, sino que contaba, a la sazón, con pocos años de vida. ¿Quién es el narrador vacilante que delinea Platón en Simposio, uno de sus grandes diálogos de madurez?: el mismo que pone en escena Henry James en Otra vuelta de tuerca, publicada originalmente en el año 1898. ¿Qué lugar ocupa esta clase de narrador en el seno de su propio texto?: un lugar imposible, pero habitable; tal es la paradoja que insinúa Roland Barthes en una de las entrevistas que conforman el volumen El grano de la voz (Siglo XXI editores, México, 1983, p. 256) a propósito de Bouvard et Pécuchet: “(…). Flaubert aparece en él como un ‘enunciador’ a la vez perfectamente claro y perfectamente incierto.”
El exquisito y revulsivo recurso del narrador por procuración se ahonda y agudiza en el diálogo titulado Fedón, también perteneciente, según criterio unánime, a los diálogos de madurez del autor: Equécrates y Fedón se encuentran en la localidad de Fliunte, pequeña ciudad del Peloponeso y patria chica de Equécrates, y éste le pregunta a Fedón si estuvo presente el malhadado día en que Sócrates apuró el vaso de cicuta en la cárcel. En efecto, ratifica Fedón, él estuvo allí; a fortiori, proporciona una enumeración, más o menos completa, de los presentes en tan desgraciada ocasión: Apolodoro (completamente perturbado por el dramatismo que dimana de la escena), Critobulo, Hermógenes, Epígenes, Esquines, Antístenes, Ctesipo, Menéxeno, Simmias, Cebes, Fedondas, Euclides, Terpsión…, vale decir: varios de los más conocidos y acreditados discípulos de Sócrates, pero Fedón agrega: “Platón estaba enfermo, creo” (59 b). Este añadido de Fedón, transmitido con el tono de una nota al margen del discurso, comporta la magnitud de una inquietante puesta en abismo en toda la línea. Tal como señala con entera pertinencia Carlos García Gual en una nota al pie en la edición de Gredos (ob. cit., p. 612), Platón se nombra sólo tres veces en el curso de todos sus diálogos: dos en la Apología de Sócrates (ambas en un registro meramente ilustrativo: entre quienes presencian el juicio que se sustancia contra él, Sócrates identifica a “Adimanto, hijo de Aristón, cuyo hermano es Platón, que está aquí”: 34 a; y en 38 b, donde lo vuelve a mencionar entre aquellos fiadores que han reunido la suma de treinta minas para liberarlo de su cautiverio) y otra aquí, en Fedón, a fin de poner de relieve su ausencia en el momento de la muerte de su maestro. ¿En qué consiste, pues, la puesta en abismo?: quien está escribiendo (y describiendo) con todo detalle las circunstancias que rodearon la muerte de Sócrates no se encontraba allí, pues parece que, al decir de Fedón, “estaba enfermo”. Idéntica operación lleva a cabo, con ejemplar pericia, el argentino Juan José Saer en una de sus novelas capitales, Glosa (Alianza, Buenos Aires, 1986, 282 páginas). La palabra que da título al volumen alude, a estar por el Diccionario de uso…, de María Moliner, a “aclaración”, “comentario” e, incluso, a “variación libre sobre un tema”, y a ello se ajusta precisamente el texto saereano: a lo largo de veintiún cuadras, Leto y el Matemático comentan circunstanciadamente las alternativas que han tenido lugar durante la celebración del sexagésimo quinto aniversario del nacimiento del poeta Washington Noriega, acontecimiento al que ninguno de los dos ha asistido (el Matemático por hallarse en el exterior del país, Leto por no haber sido formalmente invitado); la novela, en consecuencia, es la narración por procuración por excelencia: una suma múltiple y variada de versiones ninguna de las cuales resulta indubitable en la medida en que todas adolecen de entera fiabilidad. Al término de lecturas como las de Otra vuelta de tuerca o Glosa no hay lector que no se retrotraiga más de veinte siglos para hallar los modelos platónicos atravesados por el signo inequívoco de la vanguardia: Fedón y Simposio.
De hecho, no deja de asombrar al lector medianamente reflexivo los diversos y progresivos estadios por los que transita el discurso que define de una vez y para siempre al eros en el Simposio: la extranjera de Mantinea inicia a Sócrates en los misterios del amor, Sócrates a los comensales allí reunidos, uno de ellos (Aristodemo) se lo transmite a Apolodoro, éste se lo narra a Glaucón y, por fin, el autor a sus eventuales lectores. O la multiplicidad de puntos de vista narrativos y elaboración literaria que culmina en un diálogo como el Teeteto (en torno a la episteme y al conocimiento verdadero).
Un gesto inequívoco de la vanguardia es pasar con mano impiadosa la página de una época y clausurar de una vez y para siempre un amarillento capítulo de lugares comunes, fútiles y periclitados. Apolodoro cuenta lo que le contó Aristodemo; Platón narra la muerte de su maestro, en la que no estuvo presente; el Matemático dice aquello que le dijeron, pero que no le consta en modo alguno…: operaciones textuales que echan por tierra y sin remisión posible hipótesis tan endebles en contenido y alcance como la que durante décadas pretendió imponer Hemingway a la manera de un dogma: el mayor patrimonio del que puede hacer gala un escritor es el de la experiencia vivida, un escritor sólo puede escribir en torno a aquello que ha experimentado en carne propia; argumento que llevado al extremo sólo puede derivar en el despropósito: un narrador del género policial debería ultimar a alguien para saber qué se siente frente a la experiencia del homicidio consumado… Platón no necesitó de tanto. Ni mucho menos.