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Cuatro novelas griegas
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Cuatro novelas griegas (Foto: DALL·E ai art)

CUATRO NOVELAS GRIEGAS

(El origen del género)
lunes 05 de mayo de 2025, 12:11h

Disentir de don Marcelino Menéndez y Pelayo constituye mucho más que una temeridad, supone arroparse con el basto indumento de la jactancia, enlodarse en la indeseada hybris; con todo, permítasenos recaer en tamaño gesto de soberbia. En las páginas iniciales de su monumental (e ineludible, sin duda alguna) Orígenes de la novela (Emecé editores, Buenos Aires, cuatro tomos, 1945) afirma sin hesitar: "La novela, última degeneración de la epopeya, no existió, no podía existir en la edad clásica de las letras griegas.” Admite, a marcha forzada, algunos antecedentes de “la novela misma” en la brillante parodia que encierra Historia verdadera, de Luciano, de Samósata (siglo II d. C.) o en las alegorías que aquí y allá ilustran y matizan los diálogos platónicos (las cuales, a nuestro entender, operan como interpolaciones –memorables, en la mayoría de los casos- que difícilmente puedan calificarse como novelas, aun en agraz). Por cierto, el maestro santanderino no ignora la existencia de novelas griegas, pero las desestima en bloque: “novelas bizantinas que nadie lee y con cuyos títulos es inútil abrumar la memoria”, e incluso subraya que un libro como Dafnis y Cloe “puede salir mejorado en tercio y quinto de manos de sus traductores”. Pero, con ser una de las más relevantes, las reticencias de Menéndez y Pelayo respecto a la materia no son de él privativas.

El ensayo Los griegos (Eudeba, Buenos Aires, decimocuarta edición, 1984, 357 páginas), de Humphrey Davy Findley Kitto, se ha constituido, con toda justicia, en un clásico que ha mantenido su plena vigencia hasta la fecha. Pero incurre –como tantos otros en este particular aspecto- en una ligereza: “Lo que afina, preserva y amplía la experiencia de un pueblo es la literatura. Antes de los griegos, los hebreos ya habían elaborado una poesía religiosa, una poesía erótica y además la poesía religiosa y la oratoria de los profetas, pero la literatura en todas sus formas conocidas (excepto la novela) fue creada y perfeccionada por los griegos” (ob. cit., p. 8).

Por fortuna, tales omisiones y displicencias han sido rectificadas debidamente por helenistas y filólogos de la talla del español Carlos García Gual, entre otros.

Los griegos crearon la literatura en todas sus formas conocidas, y también la novela, fruto dorado que prolifera entre los siglos II-I a. C. y el helenismo tardío, y crece y prospera en el clima de la Segunda Sofística. Concepto tal fue acuñado por el sofista Flavio Filóstrato (170-250 d. C., aproximadamente) en sus Vidas de los sofistas (Gredos, Madrid, 2000, 272 páginas): “(…) … la que viene después de aquella, a la que no debemos llamar nueva, pues es antigua, sino más bien segunda.” Desde la época clásica a la bizantina, el rol que le cupo a los sofistas fue fundamental en tanto que el uso correcto del lenguaje era signo de reconocimiento social, pues ello distinguía a los cultos de los rústicos; los sofistas buscaban con denuedo la pureza de la lengua ática, que, por otro lado, siempre fue considerada vehículo privilegiado de excelencia cultural; no en vano, el inequívoco prestigio del que gozó la retórica en el ámbito del Imperio Romano. En efecto, durante los siglos II, III, IV y bien entrado el V de nuestra era se constata un renacimiento de la retórica (Segunda Sofística), cuyos representantes más egregios son Longo, Aquiles Tacio, Jámblico, Heliodoro, el ya mencionado Luciano, Apolodoro, Filón de Alejandría, el emperador Juliano (motejado luego “el Apóstata” por los cristianos), los neoplatónicos en su conjunto y Plutarco, de Queronea, el célebre historiador. La incidencia de la Segunda Sofística en el estilo de los autores de las novelas griegas que examinaremos se advierte en los excursos e interpolaciones en la trama o en una retórica preciosista; ello, sin embargo, no obsta para que las novelas se sostengan como tales y prevalezca la fronda sobre la hojarasca.

Estas primeras muestras del género son novelas de amor, viajes y aventuras en las que se percibe a primera vista la deuda contraída con las epopeyas homéricas; en tal sentido, no puede menos que tenerse presente la frase atribuida a Esquilo: “Mis tragedias son sólo las migajas del gran banquete de Homero.” Si bien resulta innegable que la estructura de estas ficciones es invariable o poco menos, rematadas con un final irrevocablemente feliz, también es cierto, como se verá, que cada una de ellas tiene tonos, gradaciones y matices que les otorga una inconfundible singularidad.

De las cinco novelas griegas antiguas que han llegado hasta nosotros casi en su totalidad textual (exceptuando algunas líneas o párrafos corruptos), intentaremos abordar el estudio de cuatro, a partir de las correspondientes ediciones de Gredos: Quéreas y Calírroe, de Caritón, de Afrodisias (publicada en un mismo volumen junto a las Efesíacas, de Jenofonte, de Éfeso; Gredos, Madrid, 2017, 318 páginas) y Dafnis y Cloe, Longo (publicada en un mismo volumen junto a Leucipa y Clitofonte, Aquiles Tacio; Gredos, Madrid, 2017, 321 páginas); todas las citas y referencias remiten a las tales ediciones.

La herida del amor

El aspecto de Quéreas, en su primer encuentro con Calírroe, resplandece, como tocado por un dios: a la manera de Odiseo cuando es bañado por la luz de Palas Atenea o Eneas iluminado por el resplandor de Venus, pero el flechazo de Eros es tan certero como despiadado, tan funesto como auspicioso, tan afligente como providencial. Y lo es tanto para Quéreas como para su enamorada, Calírroe: “terriblemente sufría la muchacha”, “a él se le agravaba la enfermedad” (ob. cit., pp. 35 et passim). Es un tema caro a la cosmovisión espiritual de la Antigüedad, una concepción que va a perdurar durante siglos y una de cuyas primeras semillas fue plantada por Platón en Fedro o el amor, diálogo que, según opinión casi unánime, se puede ubicar entre sus obras de madurez. De modo sucinto: Sócrates se encuentra con Fedro (el comienzo de este diálogo platónico y el inicio de Leucipa y Clitofonte guardan curiosas similitudes de tono y ámbito espacial), quien ha estado en casa de Licias y pone a consideración de Sócrates las reflexiones de Licias en torno a tema tan controvertido como el del amor. En un momento del diálogo y en respuesta a lo planteado por Licias, por boca de Fedro, Sócrates señala: “Pero cuando [el alma] está separada del objeto amado, el fastidio la consume… (…)… se pone furiosa y fuera de sí de tanto sufrir, mientras el recuerdo de la belleza la inunda de alegría. Estos dos sentimientos la dividen y la turban, y en la confusión a que la arrojan tan extrañas emociones, se angustia, y en su frenesí no puede ni descansar de noche ni gozar durante el día de alguna tranquilidad… (…)…A esta afección, precioso joven, los hombres la llaman amor”. No difiere mucho de la desalentadora exposición socrática una estrofa de la “Copla”, de Juan Boscán, incluida en la Antología poética del Renacimiento hispánico (editorial Origen, México, 1984, 181 páginas; edición preparada por Antonio Prieto): “Que’l amor, / quando hiere, es muy mejor / que sea su mal crecido, / porque se pierda el sentido / con la fuerza del dolor.” O el celebérrimo soneto de Lope, “Definición del amor”.

Si de belleza discurre Sócrates, uno de los caracteres que tienen en común los jóvenes enamorados de estas novelas es el de haber sido dotados de una belleza superlativa que se asimila al splendor formae de los dioses: Calírroe es confundida con Afrodita o, en ocasiones, con una Nereida que ha salido del mar; los efesios no pueden diferenciar a la Antía, de las Efesíacas, de Ártemis; la belleza de Dafnis es “comparable a la del dios” (ob. cit., p 31); Leucipa es un trasunto de Selene, diosa griega de la Luna y hermosísima deidad; no menos hermosos son sus pares masculinos: Quéreas, Habrócomes (“gran obra de arte de belleza”, ob. cit., p. 231), Cloe y Clitofonte respectivamente. Pero el tributo que se paga por esta belleza sobrenatural es la innumerable cantidad de infortunios que la misma suscita: intentos de suicidio de los amantes por estar separados uno de otro; hombres y mujeres que están dispuestos a matar o morir por acceder a uno de los miembros de la pareja; despiertan pasiones tanto homo como heterosexuales; queda claro que cuando los dioses conceden un don, éste también puede cristalizarse bajo la forma de una condena (en este caso, la condena de la belleza). No en vano Quéreas exclama, en una de las cumbres de su desasosiego: “¡En sueños y en la realidad me odian los dioses!” (ob. cit., p. 150). Aquello que aquí resuena es el diálogo de los dos servidores en Los caballeros, de Aristófanes: el primero le pregunta al segundo: “¿Tú crees realmente en los dioses?”, éste le responde: “¿Yo? ¡Naturalmente!”, el primero indaga: “¿Y en qué te fundas?”, y el segundo servidor responde sin hesitar: “”En que me detestan. ¿No crees que es un argumento suficiente?”

Caritón, de Afrodisias, establece tácitamente una diferencia que hará época en la ficción: Calírroe (y, en mayor o menor medida, las heroínas que le suceden: Antía, Dafnis y Leucipa) es tan hermosa, como se ha dicho, que se la confunde con Afrodita, pero ella ignora el alcance y las consecuencias que tal belleza comporta; a contrario sensu, la femme fatale (inmortalizada por el cinematografía y los folletines) jamás ignora su poder de seducción. Resulta inconcebible imaginar a Calírroe disputando la manzana dorada de la discordia entre Hera, Atenea y Afrodita que deriva en el desafortunado juicio de Paris, desencadenante de la Guerra de Troya. E incluso la disimilitud de Calírroe con otros prototipos femeninos de la tragedia griega es tajante: desesperada por estar lejos de Quéreas y, por añadidura, embarazada, está por ceder a la tentación del suicidio, pero reflexiona: “¿Estás pensando en matar a tu hijo? Jasón era un hombre licencioso. Y tú, ¿tomas los razonamientos de Medea?” (ob. cit., p. 77); la alusión es harto interesante, porque Calírroe se acaba de enterar de su estado de gravidez y Medea, precisamente y echando mano de la definición de Lacan, es la no-madre por excelencia.

El amor no sólo se parangona con el suplicio, la herida y el síntoma, sino que también puede comportar perfiles de espanto. Aquello que lleva a cabo Calírroe en un momento de la trama (ob. cit., pp. 108-109) es una ceremonia, cuanto menos, truculenta: el entierro de Quéreas (que, por supuesto, luego se descubre que no ha muerto) in absentia de cadáver: “(…)… nos hemos enterrado el uno al otro, pero ninguno de los dos posee el cadáver del otro”, señala Calírroe. Puede ser de algún interés saber que tal es la trama central de una excelente –y prolijamente olvidada- novela argentina: El bruto (1944), de Arturo Cerretani, llevada al cine en 1962, con la dirección de Rubén Cavallotti y la actriz Susana Campos en el rol protagónico.

Un rasgo insoslayable del género –y que le presta a la trama una inequívoca vitalidad- es el de los amores cruzados. La prueba cabal de tal característica se puede hallar en las Efesíacas (si bien cabe acotar que Jenofonte carece de la profundidad psicológica y el despliegue narrativo de los que hace gala Caritón). Antía y Habrócomes, la pareja de enamorados de las Efesíacas, han sido secuestrados por piratas; Corimbo, uno de los jefes de la banda, se prenda de Habrócomes; Euxino, compañero de Corimbo, se enamora de Antía; Manto, hija de Aspirto (otro de los jefes piratas), corteja a Habrócomes (ob. cit., pp. 248 y ss.). Una estructura de entrecruzamientos y malentendidos que se va a reiterar hasta el abuso en la moderna comedia de enredos.

El artificio, la máscara, el embozo son medios tan legítimos como cualesquiera otros para acceder al objeto amado. En Dafnis y Cloe, el vaquero Dorcón, embelesado por Cloe y competidor de Dafnis por el amor de la muchacha, se disfraza de lobo con el objeto de asustarla y secuestrarla (ob. cit., pp. 19-20). Aquí se advierte con toda evidencia el barniz de ingenuidad que suele recubrir la superficie de casi todas las obras de un género incipiente: tal recurso, debidamente remozado y matizado, será, andando el tiempo, uno de los predilectos de las fábulas infantiles.

La fuerza del amor como tal –en términos de herida, desasosiego y salvación final- es superior a cualquier potencia conocida. En Dafnis y Cloe, Longo interpola el relato del viejo Filetas, un boyero (ob. cit., pp. 32 y ss.), a quien se le ha presentado Eros bajo la forma de un “niño en su vejez”. Eros (el Amor, el hijo de Afrodita, uno de los dioses más antiguos del Olimpo y, en consecuencia, uno de los “dioses primordiales”, tal como lo califica Platón en Banquete), concluye el viejo Filetas, detenta un “poder [que] va más allá que el de Zeus mismo.”

En Leucipa y Clitofonte, el primo de Clitofonte, de nombre Clinias, representa el amor homosexual; en el Libro I de la novela (ob. cit., p. 122) se lee una interpolación intertextual que merece destacarse. Pertenece a Trabajos y días, de Hesíodo, donde se recrea el mito de Prometeo (vv. 54 y ss.): en castigo por haber robado el fuego, Zeus promete infligirle a los hombres “un mal con el que todos se alegren de corazón acariciando con cariño su propia desgracia”; acto seguido, le ordena a Hefesto mezclar tierra con agua, infundirle voz humana y crear a la mujer. Más allá de la clara intención de Clinias en el texto (un alegato a favor de la homosexualidad), ha de entenderse que si la creación de la mujer es una represalia divina, el amor, necesariamente, debe cargar con el peso de la pesadumbre. Por otra parte, el soplo creador del Génesis para que del mismo surja Adán no dista demasiado de la labor a la que se aboca Hefesto por orden de Zeus. Asimismo, en la misma novela (pp. 167 y ss.) se plantea un coloquio en torno al amor heterosexual (Clitofonte) y homosexual (Menelao) en el que resuenan los argumentos de los Banquetes de Platón y Jenofonte. Merece subrayarse, en tal sentido, la entera libertad –sin recaer jamás en el tono vulgar o la disonancia explícita- que se permiten los novelistas griegos a propósito de tema tan espinoso para abordar en literatura como es el del erotismo.

Al amor suele acompañarlo la incontenible cólera que es fruto del desdén del objeto amado al requerimiento amoroso de un tercero ajeno a la pareja, tal como se manifiesta en Leucipa y Clitofonte (pp. 269-270), con su correspondencia secuela de intentos de suicidio, intentos de homicidio y desbordes pasionales, en el curso de los que la sangre siempre amenaza con llegar al río, pero se queda detenida en la orilla. En estas, a veces extensas, disquisiciones en torno a una materia determinada, el estilo de Aquiles Tacio alcanza sus mejores momentos puesto que la especulación está al servicio de la peripecia narrativa que la inspira.

En la misma novela (pp. 223 y ss.), Aquiles Tacio interpola, merced a la contemplación de los protagonistas de un cuadro, la historia de Filomela y Tereo, ya tratada en la Metamorfosis ovidiana. No pueden menos que parangonarse las figuras de Filomela y la Penélope homérica: la palabra de ambas halla residencia en su quehacer, aquello que se construye es la elocuencia de la urdimbre, la voz muda de la tela que ambas tejen para decir cuanto les está vedado.

Resulta indiscutible aquello que señala Carlos García Gual en su impecable introducción a Quéreas y Calírroe: el héroe de estas novelas no realiza hazañas, no es comparable a Aquileo u Odiseo, sino que padece infortunios: “Su virtud se demuestra en su páthos”. Sólo cabría añadir que traducir páthos como “pasión” es incurrir en un desaconsejable reduccionismo respecto al alcance del concepto. Ya Hegel lo advierte en sus Lecciones sobre la estética: “Las potencias universales que no sólo se presentan para sí en su armonía, sino que igualmente viven en el pecho del hombre y renuevan el ánimo humano en lo más íntimo de éste, pueden por último designarse, siguiendo a los antiguos, con el término páthos”. El páthos, obviamente, expresa la pasión, pero la excede, pues es a un tiempo “un poder del ánimo legítimo en sí mismo, un contenido esencial de la racionalidad”. Para Gÿorgy Lukács (Escritos de Moscú – Estudios sobre política y literatura, Editorial Gorla, Buenos Aires, 2011, 184 páginas), este páthos antiguo se encarna en la confluencia “de lo típico y lo individual en los personajes del epos y del drama antiguos” (ob. cit., p. 44) Tal es la confluencia que se plasma en los caracteres de estas novelas griegas que constituyen ni más ni menos que el origen del género mismo y a partir de las cuales se pueden discernir múltiples rasgos de la novela contemporánea.

El viaje interminable

La columna vertebral de estas novelas griegas, a partir de la cual los incidentes se encadenan sin solución de continuidad, es el viaje; motivo central que reconoce como indiscutible matriz Odisea. Pero aquello que en Odisea se delinea es el nóstos heroico, el retorno victorioso del héroe a despecho del sinnúmero de penalidades que ha tenido que sortear para lograr su objetivo. Los viajes de estas novelas se desarrollan, en cambio, por paisajes exóticos, remotos, algunos de incierta localización, pero ninguno ofrece garantía de regreso y sus personajes siempre están al borde de un exilio involuntario y definitivo; ninguno de ellos viaja como Odiseo (en pos de su gloria personal, a fin de volver a Ítaca y reanudar sus lazos conyugales, poseedor de infinitos ardides y siempre digno), sino por muy diversos estímulos.

En algunos casos, el viaje se asimila a la huida. ¿Cuál es el medio al que echan mano, en las Efesíacas, los padres de Antía y Habrócomes para conjurar cierto oráculo de Apolo?: el más socorrido, pero también el más pueril: impulsan a sus hijos a viajar, a alejarse de Éfeso, pero, como es natural, el oráculo viaja con ellos y su cumplimiento es irrefragable.

Las travesías, impuestas o voluntarias, alejan a los personajes de su tierra natal, y en tales instancias se pone de resalto la importancia vital que tenía para los griegos la gravitación, la presencia, la contemplación del mar. Calírroe se lamenta amargamente: “(…)… voy a ser encerrada en lo más profundo de las tierras bárbaras, donde no hay mar” (ob. cit., p. 125).

La ruta de muchos de estos viajes, en especial aquellos que describe Jenofonte en sus Efesíacas, resulta imposible de reproducir sobre un mapa sencillamente porque es producto de la fantasía del autor: una enumeración de nombres más o menos exóticos que, sin duda, acentúa el color local, pero que no responde a ningún itinerario conocido, tal como cumple en aclarar, en nota a pie de página, Julia Mendoza, a cargo de la traducción y notas de la novela de Jenofonte.

Solón, uno de los siete sabios de Grecia, manifestó a su hora: “Se viaja por filosofía”; en la sentencia de Solón, “filosofía” equivale a “curiosidad” (uno de los primeros sentidos de la palabra). En efecto, los griegos viajaban por filosofía y el mar, tan amado por ellos, era la puerta privilegiada que les permitía salir al mundo. Ya Platón, en Fedón o del alma, discurre por boca de Sócrates: “(…)… estoy convencido de que la tierra es muy grande, y que nosotros sólo habitamos la parte que se extiende desde el Faso hasta las columnas de Heracles, derramados a orillas de la mar como hormigas o como ranas alrededor de una laguna.” Los griegos eran viajeros impenitentes porque querían saber qué había más allá de “la laguna”. Semejante ímpetu vital por indagar usos, costumbres y competencias de otras culturas (e incorporarlas a la propia) también está reflejado en estas primeras novelas griegas. Calírroe (ob. cit., p. 112), secuestrada y esclavizada, rumia: “dicen que entre los persas hay magos”, y se ha colegido con razón que entre los ritos mistéricos de los griegos estaban incorporados ciertos elementos de magia persa. En las Efesíacas se pone claramente de relieve el sincretismo de carácter religioso, del cual emerge Isis, diosa de la mitología egipcia y esposa de Osiris (ob. cit., pp. 239 et passim). En Leucipa y Clitofonte, un personaje sufre la picadura de una abeja y una joven le dice que no se aflija “pues le cortaría el dolor pronunciando dos ensalmos que una egipcia le enseñara contra picaduras de avispas y de abejas” (ob., cit., p. 142). En las Efesíacas, estando en Menfis, Antía visita el templo de Apis (el toro sagrado de los egipcios) y advierte que “unos niños egipcios ante el templo predecían las cosas futuras, unas en prosa, otras en verso” (ob. cit., p. 294).

Tales travesías, en cuanto al argumento en sí, son las que propician las incidencias más pasmosas: reiterados secuestros, confusión de identidades, abordajes de corsarios, muertes aparentes y súbitas resurrecciones, amores entrecruzados, obstáculos que en principio se presentan como insalvables, noticias especiosas y posteriores rectificaciones… En este género de narraciones, siempre y necesariamente emerge el hecho insólito y exento de precedente alguno, es una de las bases que sustenta la trama: el abierto desafío a la verosimilitud, como prescribe el Estagirita en el capítulo III de su Arte poética: “(…)… es verosímil que sucedan muchas cosas contra lo que parece verosímil” (sentencia que se puede aplicar a estas novelas griegas como a Cien años de soledad, a despecho de los siglos que median entre ambas producciones). Tal, podría pensarse, constituye el germen más remoto de lo que acabó por denominarse “género fantástico”, donde el contrato tácito entre el lector y el autor consiste en que el primero admita que Gregor Samsa se despertó convertido en un monstruoso insecto y “que no era un sueño.” Por ello, el rasgo más propio del género es la excepcionalidad, tanto respecto a las peripecias cuanto a los personajes que las protagonizan y padecen; “no ha habido antes”, “no ha habido nunca”, se lee en reiteradas oportunidades en estas novelas griegas, como si el narrador anticipara el carácter inusitado del relato que va a poner a consideración del lector. Clitofonte (ob. cit., p. 115) comienza a evocar sus aventuras diciendo: “(…)… mi historia más bien fábula parece.” Leucipa (ob. cit., pp. 240 y ss.) reflexiona con portentosa naturalidad y concluye: “(…)… ya son dos las muertes por las que he pasado.” Son novelas, como queda dicho, de aventuras y, en consecuencia, de sucesos múltiples y azarosos que, en ocasiones, hollan el suelo del género feérico, en especial por su acentuada propensión a un desenlace inevitablemente feliz en el cual los personajes execrables reciben su condigna condena y a los virtuosos les cabe su previsible y merecida recompensa. En suma, la novela como género nace bajo el signo del exceso: la belleza superlativa de sus protagonistas, las peripecias encadenadas ad libitum, la coronación de los deseos y el escarmiento a la iniquidad.

En estas travesías marítimas, un tópico del género es –y no puede ser de otra manera- el naufragio (los de la novela griega, poco o nada tienen que envidiarle a los Naufragios (1542), pormenorizados por Alvar Núñez Cabeza de Vaca); reiteradamente, los protagonistas son secuestrados por piratas, el barco, de modo inevitable, naufraga y la pareja de enamorados se salva merced a algún deus ex machina al que recurre el autor de turno. Basten dos ejemplos extractados de Dafnis y Cloe: para salvar a Dafnis (pp. 26 y ss.), Cloe ejecuta la siringa, un nutrido rebaño de vacas reconoce la melodía y se precipita al agua hendiendo el mar, y Dafnis sortea una muerte segura por el inaudito expediente de montar una vaca, animal que, cumple en aclarar el narrador, “nada incluso mejor que un hombre”; cabe recordar que el Mar Rojo se abrirá de modo semejante y por voluntad divina. Páginas más adelante (pp. 48-49), el dio Pan, protector de Cloe, provoca un estrago unánime entre los marineros de Metimna que la tienen cautiva; es un deus ex machina exasperado que parece prenunciar la mixtura de pavor y pasmo que inspiran los milagros bíblicos. Pero merece ponerse de resalto un naufragio que se narra en el curso del Libro III de Leucipa y Clitofonte (pp. 174 y ss.): se levanta una incontenible tempestad que obliga al piloto a dejar el navío a merced del capricho del mar, los marineros saltan al bote salvavidas “y entonces se produjo una espantosa escena y una lucha a brazo partido: los que se habían embarcado trataban ya de cortar la amarra que sujetaba el bote a la nave, pero todos los pasajeros se afanaban en saltar a él por donde vieron que el piloto halaba el cable. Los del bote no les dejaban hacerlo y empuñando hachas y cuchillos amenazaban con herirlos si trataban de embarcarse.” Esta escena espeluznante parece anticipar el lienzo que Théodore Géricault pinta entre 1818 y 1819, exhibido actualmente en el Museo Nacional del Louvre, titulado La balsa de la Medusa e inspirado en un hecho rigurosamente histórico: en 1816, la fragata Medusa se perdió en el mar, los altos mandos echaron mano de los botes salvavidas dejando inerme al resto de la tripulación y un grupo de cuarenta y nueve personas improvisó una balsa (la balsa de la Medusa), de las cuales sólo quince sobrevivieron viéndose obligadas al canibalismo para subsistir. En el capítulo VII, primera parte, de Los monederos falsos, uno de los personajes de Gide parafrasea este acontecimiento narrándolo en primera persona y como experiencia personal; y en la excelente novela Pretérito perfecto (editorial Legasa, Buenos Aires, 1983, 429 páginas), debida al argentino Hugo Foguet, también se recurre a la historia de la balsa de la Medusa en clave metafórica y aludiendo a un espacio simbólico.

El sensual encanto de la castidad

Las parejas están ornadas de una belleza sobrenatural, son una fuente inagotable de deseo para quien las contemple (o apenas las vislumbre), despiertan pasiones tormentosas, pero… ¡son castas a carta cabal!, lo cual pareciera, a primera vista, la acendrada encarnación del oxymoron. Clitofonte osa preguntarle a Leucipa (ob. cit., p. 200): “¿Hasta cuándo nos veremos privados del culto de Afrodita? ¿No ves qué peripecias sorprendentes nos ocurren: naufragio, piratas, sacrificios y muerte?” Pero Leucipa se revela imperturbable: “No nos está permitido llegar a ese punto.” Es un diálogo que podría establecerse entre cualesquiera de las cuatro parejas. No falta el personaje que trata de interponer el demonio de los celos en la armonía de la pareja; por ejemplo, en Quéreas y Calírroe (pp. 38 y ss.), el tirano de los acragantinos se configura como un Yago avant la lettre, pero Quéreas no es Otelo. Abundan las escenas de besos apasionados y caricias desmañadas o exploratorias, pero que no llegan a su previsible desenlace. Y las muchachas pueden sufrir secuestros, esclavitudes o cautiverios, pero conservan su virginidad al término de sus incontables infortunios. El ideal del amor que plasma la novela griega se sustenta en la castidad a ultranza, promesas de fidelidad, matrimonio y un colofón inexcusablemente dichoso merced a la laboriosa continencia de que han dado sobradas muestras los contrayentes; todo ello parece hallar condigna correspondencia con las virtudes que exalta y promueve una secta embrionaria de la época: el cristianismo. Pero, paradójicamente, nada de ello obsta para que el erotismo, ya que no la cópula, erija su imperio en todas y cada una de las novelas.

En Dafnis y Cloe, Longo transmite con ponderable precisión las conmovedoras torpezas del amor naciente y primero de la adolescencia en tanto que la novela también es, entre otras cosas, la educación sentimental de Dafnis y Cloe. No obstante ello, o por lo mismo, la iniciación sexual de Dafnis (pp. 68-69) se lleva a cabo de la mano experta de Licenion, una mujer mayor que él, esposa de un vecino labrador de tierra propia (Cromis); es una de las cumbres de la novela, ya que está narrada por Longo con relevante maestría: sin recaer en la moralina, por un lado, ni recurrir al exceso explícito, por otro. Asimismo, Clitofonte conoce la intimidad del sexo con una muchacha efesia de nombre Mélite (ob. cit., pp. 235 y ss.) En Aquiles Tacio se constata una abierta manifestación del erotismo, y merece subrayarse que es Mélite, la mujer, quien lleva la voz cantante y exige la satisfacción de sus deseos. En la misma novela (p. 143), el encadenamiento de significantes boca-voz-alma-beso rezuma una sensualidad del mejor cuño, pues el beso “nace del más hermoso órgano del cuerpo, ya que la boca es el órgano de la voz y la voz reflejo del alma. Al producirse el contacto de las bocas y hacer descender la placentera sensación, izan las almas hasta el beso.” Pero jamás la cópula se concreta entre los enamorados antes de que ambos contraigan las nupcias que legitiman el largamente ansiado conocimiento carnal. Y aun cuando sus sucesivos infortunios conduzcan a Calírroe a unirse en matrimonio con Dionisio, acaudalado hombre de Jonia, ésta se las amaña para permanecer intocada. En este pasaje de la novela, es digno de destacar la inquietud, la turbación, la angustia permanente de Dionisio, afecciones de ánimo que responden a un sentimiento hondamente arraigado en el espíritu griego: se ha casado con Calírroe, ha materializado su sueño, es feliz en demasía; está, pues, parado sobre la delgada línea que separa la preservación de la prudencia y la irrupción de la hybris. A lo que se añade, para mayor agitación, la reiterada y tácita advertencia de los poemas homéricos relativa a una curiosa característica de los dioses olímpicos: envidian la felicidad de los mortales. Pues, como diría Garcilaso en su “Égloga I”: “no hay bien que’n mal no se convierta y mude.”

En medio de tantas penalidades y como para que, en efecto, desemboquen en un final venturoso, el hado, los sueños y la Fortuna fungen como dioses tutelares de los amantes. Los augurios se les presentan a los enamorados bajo la forma de sueños, el sueño es un vehículo de esclarecimiento siempre y cuando se lo interprete de acertado modo; Calírroe, Antía, Habrócomes sueñan y tienen sueños proféticos cuyos contenido latentes o manifiestos los impelen a la acción o moderan sus impulsos. Un sueño de Clitofonte (ob. cit., p. 116) remite derechamente a la teoría del hermafroditismo original expuesta por Platón en Banquete. Y hasta la contemplación de un cuadro puede leerse como la oscura notificación de un presagio, tal como sucede en Leucipa y Clitofonte (p. 224): “Los intérpretes de los sueños nos dicen que examinemos los motivos de los cuadros que encontremos en el momento de salir para un quehacer y que deduzcamos el futuro resultado de éste por comparación con el argumento que aquéllos nos expongan.”

Y el hado, la Fortuna es la potencia que preserva a los amantes aun en las circunstancias más infaustas, puesto que, como se lee en Quéreas y Calírroe (p. 75), “la Fortuna, que es la única contra la que nada puede la inteligencia del hombre, pues es una diosa que ama la lucha y nada que proceda de ella es inesperado.” Todo, pues, puede esperarse, y lo más inesperado sucede con entera naturalidad. Dafnis y Cloe, por ejemplo, han sido dos niños abandonados (en este aspecto, integran la extensa nómina que agrupa a Edipo, Rómulo y Remo o Moisés, entre otros; un tópico privilegiado de la mitología) que, al cabo, son reconocidos por sus padres merced a los gnorísmata (prendas u objetos que posibilitan el reconocimiento futuro y que, por tanto, derivan en una agnición que contribuye al desenlace dichoso). Después de ello, no puede asombrar en exceso que Antía (ob. cit., p. 272) le solicite al médico Eudoxo un brebaje que le facilite el suicidio; el médico accede, pero le proporciona una pócima que no es mortal, sino sólo un soporífero (cómo no recordar en este punto la tragedia que protagonizan Romeo y Julieta). O que Clitofonte, para su desconsuelo, esté destinado a contraer matrimonio con su hermanastra Calígona (ob., cit., p. 115), habida cuenta de que el casamiento entre hermanastros (siempre y cuando fueran de parte de padre) era permitido por la legislación griega. O que la presencia de profanadores de tumbas sea tan reiterada que acabe por parecer un rasgo costumbrista de la trama. O que en las Efesíacas (pp. 290-291), el pescador Egialeo le comente a Habrócomes que vive en compañía del cuerpo embalsamado de su difunta esposa “y me acuesto con ella y con ella como.”

La modernidad de los clásicos

A despecho de las incontrovertibles innovaciones formales y de contenido de las vanguardias de los últimos doscientos años, nada rezuma tanta contemporaneidad como un clásico. Si el aserto parece una hipérbole, basta leer con cierto detenimiento estas novelas griegas escritas entre los siglos I y IV de nuestra era.

Las primeras líneas de Quéreas y Calírroe (“Yo, Caritón de Afrodisias, secretario del orador Atenágoras, voy a contar una historia de amor que tuvo lugar en Sicilia”) pueden resultar, cuanto menos, curiosas para el lector moderno: el narrador se manifiesta, se nombra y se revela sin el menor prurito en el mismo comienzo del relato, en oposición al dictum flaubertiano emitido tantos siglos más tarde (en el marco de su correspondencia con Louise Colet): el narrador, como Dios, debe desaparecer detrás de su creación. Acaso Caritón –se puede pensar- haya intuido, si bien de modo exasperado, antes que nadie que una narración en primera persona estimula, más que ninguna otra, a que el lector suspenda momentáneamente su bien cultivada incredulidad. Entre las décadas del sesenta y el setenta del pasado siglo, la nouvelle critique puso en circulación el concepto de “intertextualidad”, entre otros, del que se ha abusado ad nauseam y confundido con el pedestre y vulgar plagio. En el siglo I, Caritón lo pone en práctica: hay veintiséis oportunidades en que el texto de Caritón interactúa con los poemas homéricos, sin contar las veces en que se alude al Florilegio de Menandro, u otros textos que no han llegado hasta nosotros sino en la forma de fragmentos papiráceos. En el largo párrafo con que comienza el Libro Quinto de Quéreas y Calírroe, Caritón echa mano de uno de los recursos más socorridos en los modernos relatos de aventuras: la condensación, el recuento; el tal recurso será usufructuado a placer en los relatos policiales por mediación de un personaje para el que Henry James acuñó el término de ficelle (personaje conector) y cuyo ejemplo más acabado es el doctor Watson.

El “Preámbulo” que da comienzo a Dafnis y Cloe, se abre con una écfrasis (literalmente: “descripción”; descripción detallada y precisa de un objeto artístico y, por extensión, de personas, objetos o experiencias) en la que resuena el verso de Horacio en su Ars poetica o Epístola a los Pisones: “ut pictura poesis” (“como la pintura así es la poesía” o “la poesía como la pintura”). También la narración de Dafnis y Cloe es en primera persona y las dos últimas líneas del ya mencionado exordio parecen compendiar un programa novelístico: “Pero a nosotros que el dios nos permita, con el alma sana, poner por escrito las pasiones ajenas.”

Leucipa y Clitofonte, también narrada en primera persona, da comienzo con una extensa écfrasis en la que vuelve a resonar el verso horaciano: la narración reconoce como punto de partida la exhaustiva descripción de un lienzo cuyo motivo es el rapto de Europa. Aquiles Tacio pasa del estilo indirecto al directo sin la más mínima intermediación, como si experimentara por su cuenta y riesgo con las mudas del punto de vista narrativo.

Los excursos y las interpolaciones son innumerables en el curso de las cuatro novelas, y sería harto tedioso –y definitivamente estéril- enumerarlos uno por uno.

Siempre es recomendable la lectura de los clásicos, aunque más no sea y entre otros motivos, para evitar deslumbramientos posteriores.

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