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Elizabeth Smart, "En Grand Central Station me senté y lloré": Una exacerbada anatomía del amor

miércoles 22 de febrero de 2017, 08:12h
En Gran Central Station me senté y lloré
En Gran Central Station me senté y lloré

El amor tiene múltiples representaciones, y se muestra ante nosotros de diferentes maneras, pero el amor que nos describe Elizabeth Smart en "En Grand Central Station me senté y lloré" es un amor líquido: «Todo lo inunda el agua del amor: de todo lo que ve el ojo, no hay nada que el agua del amor no cubra».

Todo fluye en este relato cual río del amor, porque para ella, ese sentimiento posee la cualidad de la licuosidad capaz por sí misma de derribar barreras, adueñarse de todos los territorios sin explorar, o inundar cualquier resquicio de nuestras entrañas hasta llegar a la sangre. Amor cristalino lleno de pureza, pero también amor rojo teñido de sangre. Sangre cargada de la pasión capaz de generar una nueva vida…, sangre de menstruación que significa la pérdida del fruto natural del amor.., y sangre limpia que se derrama a borbotones fuera de las venas para dejarnos sin nada. En Gran Central Station… representa la suntuosidad del amor, pero también, el viaje de libertad y dolor que Elizabeth Smart inicia cuando se enamora del poeta George Barker sin conocerle. Su exploración del otro es la posibilidad de proyectar la literatura dentro de la propia vida. Y ella lo hizo cargada de la sinrazón del que cree en sí mismo y en su destino. «El amor es fuerte como la muerte», y ese axioma que reclama en numerosas ocasiones a lo largo de esta novela escrita en prosa poética, es el que la llevó a hacerlo sola y a solas frente al mundo y las convenciones sociales de una época que todavía no estaba preparada para asumir tales retos en la búsqueda de la propia identidad que, además, tienen su representación material más allá de los recuerdos, pues la escritora canadiense los convirtió en novela. A día de hoy, En Gran Central Station… está considerada como un clásico de la literatura, y uno de los hitos dentro de lo que se ha dado en llamar como literatura feminista, pues se encuentra en ese doloroso Olimpo junto a títulos como: Jane Eyre de Charlotte Brontë, Ancho Mar de los Sargazos de Jean Rhys, Al despertar de Kate Chopin, o Una habitación propia de Virginia Woolf. Y quizá haya pasado a la historia de la literatura como un clásico, porque en esa batalla contra el mundo y contra sí misma, Elizabeth Smart asumió el mayor de los riesgos: difuminarse en el devenir de sus días aún a riesgo de perder su faceta creativa, lo que sin embargo no la desanimó para hacer frente a su reto de enarbolar el amor incondicional hacia la persona amada: «El veneno se ha infiltrado en mi sangre. Estoy de pie en el borde del acantilado, pero el fututo ya está hecho». O la condena que lleva implícita su ilícito deseo: «No hay nada que hacer sino agacharse y recibir la cólera de Dios». «La trampa se ha cerrado y yo estoy en la trampa». Porque nada fue igual cuando mucho tiempo después intentó retomar su faceta como poeta y escritora.

Sea como fuere, hay veces que nos llega un sonido desde el infinito que nos persigue y nos obliga a ir en su busca. Un sonido que es como el eco de las olas cuando nos acercamos una caracola al oído, o como una melodía de jazz que desconocemos pero nos atrae, o por qué no, también puede ser el runrún de la poesía, de un poema o de la mano del poeta que lo escribió. Eso, o algo muy parecido, le ocurrió a Elizabeth Smart, el día que en su vida se cruzó un libro de poemas de George Barker en una librería de Londres, pues igual que el hierro candente que es capaz de herirnos más allá de la piel, ella sucumbió ante la obra y la figura del hombre que soñó igual que la más tenebrosas de las pesadillas. En esa íntima oscuridad que no entiende de medidas ella transformó un encuentro fortuito en una tormentosa y suicida historia de amor que nada ni nadie supo impedir o tan siquiera predecir sus consecuencias. Unas consecuencias que más allá de una exacerbada anatomía del amor, ha dejado para la posteridad una novela escrita como si fuera un largo poema en el que no cabe otra cosa que no sean los versos cargados de metáforas que simbolizan un deseo, un despertar, un sueño…, pero también una desdicha, una pesadilla, o por qué no, una última esperanza.

Laura Freixas, en la edición de la Editorial Lumen, nos ilumina acerca de la autora y su época en un magnífico prólogo titulado, La resurrección de la letra muerta, y también, sobre el fuerte componente de estilo que atesora, pues en esta novela autobiográfica se concitan —a través de la prosa poética con la que fue escrita—, una buena parte de las tendencias literarias de la época en la que fue publicada (1945), ya que la autora juega de una forma magistral con la escritura automática, la meta literatura, el collage o la perfomance de unas imágenes que se superponen y yuxtaponen a lo largo de las diez partes en las que se divide. Todo cabe En Grand Central Station…, como todo cabe en el amor, pues armoniza y derriba las murallas de un universo íntimo que sólo entiende del egoísmo hacia la persona amada, para de ese modo, reclamar la libertad sin fronteras que representan: la reivindicando sin mesura de la presencia del otro, pero también de su tacto, de su imagen, de su pensamiento…, como si todo formar parte de una exacerbada anatomía del amor.

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