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María Viedma en la Plaza de Santa Ana
María Viedma en la Plaza de Santa Ana

Cien años de Luces de Bohemia

Los ojos son unos ilusionados embusteros (R. Del Valle-Inclán)

miércoles 01 de abril de 2020, 20:01h
Mi amigo Máximo Estrella es un “enfermo de literatura” y un obseso de Valle-Inclán. También es un andaluz hiperbólico, y como tal, asegura que llegará el día no lejano en que leerá un único libro durante el resto de su vida, y que será Luces de Bohemia, drama escrito por Ramón del Valle Inclán en honor de Alejandro Sawa, un poeta de odas y madrigales que murió en la miseria.
María Viedma en el Callejón del Gato
María Viedma en el Callejón del Gato

Mi amigo, que es un cráneo previlegiado (sic) y tiene el honor de no ser académico, está de vuelta de casi todo y posee la esperpéntica idea de que esta obra -de la que en unos meses se cumplirá el centenario de su publicación por entregas en la revista España- no solo espejea nuestra piel de toro de hace un siglo, sino también la de ahora. ¿La de ahora?, ¡no puede ser! ¡Como lo oyes, Marquesa! -responde contundente, mientras compartimos una copa de Rute en la taberna de Pica Lagartos y aprovecha para pedirme un billete de lotería, que por supuesto, no le regalo.

— Fíjate si refleja la actualidad de nuestro país -me dice- que sus páginas cuentan que en España el trabajo y la inteligencia siempre se han visto menospreciados (evoco entonces el parco currículum de tanto ministro pasado y presente); que para medrar hay que ser agradador de todos los Segismundos (curiosa coincidencia con el clientelismo dentro y fuera de los partidos); que el periodismo y la política son el mismo círculo en diferentes espacios (pienso en los voceros mediáticos de cada tendencia); que aquí los puritanos de conducta son los demagogos de la extrema izquierda (asiento ojiplática); habla de miseria moral, de cainismo, de atraso, de corrupción y hasta de ¡fondo de reptiles!

— ¡No me digas!

— Sí te digo. ¿Me convidas a otro anisete?

Máximo Estrella perdió en la última crisis su empleo de periodista y como ya supera la cincuentena, pertenece al grupo de españoles que, a pesar de su preparación, difícilmente volverá a trabajar. Pasa estrecheces y sufre ese eufemismo que hoy es la pobreza energética. A veces temo que se me muera de frío o que se intoxique con el tufo de un brasero. —Marquesa, ¿sabes cuál es el problema de nuestro país? Dímelo tú, Max, le suplico.

— Que es una deformación grotesca de la civilización europea, responde con lucidez, a pesar de los aguardientes que lleva encima.

— Eres genial. Me quito el craneo ante ti. Max, hermano mío, ¡si menor en años, mayor en prez!

A Max hay que hablarle en broma porque darle la razón -aunque la tenga- es invitarle a ahondar en el sentido trágico de la vida española, que según él, solo puede darse con una estética deformada. Será por eso (y por su situación personal) que su discurso está embebido de ironía (a menudo rayana en el sarcasmo), desengaño e imaginación. La suya es una conversación desmelenada que entremezcla atinadamente personajes literarios e históricos con políticos y personalidades actuales, y que corona con personajetes de la ciudad, sórdidos, unos y vulnerables, otros. A todos los caricaturiza y los riega por igual con una colorida sangría de metáforas, cultismos, latinazgos, vulgarismos y argot de golfemia (que no de bohemia, por mucho que mi Max se empeñe). ¡Max, hablas en cínico y en golfo!, le digo.

— Calla, Marquesa.

— Me llamo María -le replico- estoy harta de que me llames así.

— Yo te bautizo Marquesa. Soy poeta y tengo derecho al alfabeto.

Lo cierto es que a Max hay que pararle de vez en cuando los pies para evitar que se ponga faltón e impedir que ande de taberna en taberna (¿qué ruta consagramos?, pregunta con guasa) y se lo acaben llevando los guardias. Le he sacado alguna vez del calabozo y he tenido que conducirlo a casa completamente “ciego” -como dicen en Málaga- y sin abrigo en pleno invierno. Sé que un día me tocará hacerlo hasta el camposanto (palabra que por su aura prefiere a cementerio); que su familia -su mujer y su hija- no podrán pagar el sepelio y que esto se enfadará conmigo como si yo tuviera culpa de la mala estrella de su progenitor. También temo por ellas porque las quiero mucho: la pelirrubia y triste Collet, antaño me dio clases de gramática francesa y Claudinita es una muchacha dulce y muy madura para sus años, que ha crecido desde la crisis viendo caer a su padre en una espiral descendente de fragilidad social. Les he dicho una y mil veces que tengan cuidado, que los braseros, si no están bien prendidos, son peligrosos…pero no me escuchan, no me creen; supongo que es lo que tiene vivir con un “enfermo de literatura”: que todo suena hiperbólico…y esperpéntico.

María Viedma García
Escritora

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