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Santiago Sylvester
Santiago Sylvester

Santiago Sylvester: “Un estilo no se busca: se lo encuentra, y en general, no es deliberado”

El poeta argentino responde ‘En cuestión: un cuestionario’ de Rolando Revagliatti

Por Rolando Revagliatti
martes 14 de julio de 2020, 18:22h
Santiago Sylvester nació el 16 de junio de 1942 en Salta, capital de la provincia homónima, la Argentina, y reside en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Es Abogado, por la Universidad Nacional de Buenos Aires, desde 1970, título convalidado académicamente por la Universidad Complutense de Madrid en 1979.
  • Santiago Sylvester

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  • Santiago Sylvester con Rafael Alberti

    Santiago Sylvester con Rafael Alberti

Sobre la forma poética
Sobre la forma poética

Entre otras distinciones, recibió el Premio Jaime Gil de Biedma, en España, en 1993, el Gran Premio Internacional Jorge Luis Borges, en 1999, y el Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires, en 2008. Es Miembro de número de la Academia Argentina de Letras (2014) y Miembro correspondiente de la Real Academia Española (2015). Ensayos de su autoría incluyen los volúmenes “La tierra natal – Lo íntimo”, de Juana Manuela Gorriti (1998) y “En tierras de Magú Pelá”, de Federico Gauffin (2009). Es el antólogo, entre otras obras, de “El gozante. Antología de Manuel J. Castilla”, “Poesía del Noroeste Argentino. Siglo XX”, “Anuarios del tiempo” (Antología de Néstor Groppa), “Juan Carlos Dávalos, una obra en su lugar” y “Los que se fueron (25 poetas argentinos contemporáneos)”. Participó en los siguientes libros colectivos: “Tres décadas de poesía argentina (1976-2006)”, “El verso libre”, “Giannuzzi”, “Dificultades de la poesía”, “Viel Temperley”, “Otro río que pasa” y “Lugones, diez poemas comentados”. Es el autor del libro de cuentos “La prima carnal” y de los ensayísticos “Oficio de lector”, “La identidad como problema. Sobre la cultura del Norte” y “Sobre la forma poética”. Algunos de sus poemarios publicados entre 1963 y 2020: “En estos días”, “El aire y su camino”, “Esa frágil corona”, “Palabra intencional”, “La realidad provisoria”, “Libro de viaje”, “Perro de laboratorio”, “Entreacto”, “Escenarios”, “Café Bretaña”, “Antología poética” (Fondo Nacional de las Artes, 1996), “Número impar”, “El punto más lejano”, “Calles”, “El reloj biológico”, “La palabra”, “Los casos particulares”, “El que vuelve a ver”, “La conversación”, “Llaman a la puerta” y “Ciudad”.

¿Cuál fue tu primer acto de “creación”, a qué edad, de qué se trataba?

SS: Que la cosa iba literariamente en serio, lo supe más o menos a mis 17 años. Hasta entonces, todo había sido un poco de juego y otro poco de pose. Creo que a aquella convicción me llevó algún poema que ya no recuerdo y que prefiero no recordar, aunque suene a ingratitud. Lo cierto es que en esa época supe dos cosas: que tenía un destino en la poesía y que tenía que hacer todo lo posible para que eso fuera cierto.

¿Cómo te llevás con la lluvia y cómo con las tormentas? ¿Cómo con la sangre, con la velocidad, con las contrariedades?

SS: Con los fenómenos de la naturaleza me llevo muy bien, salvo con el viento. El viento me desasosiega, los otros no. Me encantan las tormentas de verano de Salta, que aparecen bastante en mis poemas. Por otra parte, viendo llover se puede tomar un trago, o al lado de un río crecido; en el viento, no.
En cuanto a la sangre, me remite a un problema sanitario, así que es mejor dejarla donde está: en las venas. En realidad, no me gusta ni como metáfora.
Sobre la velocidad, si es la de un automóvil, depende de las prisas. Y si es figurada, me gusta poco: siempre digo que me parece bien que la gente sea rápida, pero no que se le vea la velocidad.
Y las contrariedades, por definición son eso: prefiero que no lleguen. Y si llegan no me ofenden tampoco: la vida está llena de contrariedades y hay que negociar.
“En este rincón” el romántico concepto de la “inspiración”; y “en este otro rincón”, por ejemplo, William Faulkner y su “He oído hablar de ella, pero nunca la he visto.” ¿Tus consideraciones?...
SS: Hubo algún romanticismo que consideraba al poeta como intermediario entre la musa y el papel en blanco. Y esto es claramente una exageración. Ahora que han desaparecido las musas, hay otro abuso, el de creer que lo que haga el poeta será poesía, con lo que se confunde poesía con auto expresión. En estos excesos está la idea de inspiración, que sería un regalo que el poeta recibe por ser quien es. Esta concepción, tanto del poeta como de la inspiración, no es la que frecuento.
Lo que sí hay son imponderables, momentos de más lucidez, en los que se nos ocurren cosas o soluciones que en otro momento no llegan. Estos momentos existen, y posiblemente los tenga todo el mundo, cada uno en su materia. Lo que sucede también es que hay quienes utilizan mejor esos imponderables, porque están más capacitados, o más atentos, o porque saben más, o tal vez porque llegan a donde tienen que llegar. Y esos son los buenos poetas. Un poeta trabaja para serlo y lo consigue.
¿De qué artistas te atraen más sus avatares que la obra?
SS: En general, de ninguno. De un artista me interesa sobre todo su arte, no sus avatares. Y si alguna vez curioseo, como todos, en esos avatares, es porque están respaldados por los resultados artísticos. O los complementan.
¿Lemas, chascarrillos, refranes, proverbios que más veces te hayas escuchado divulgar?
SS: No soy muy de refranes, tal vez porque siempre me han parecido un poco sabiduría de viejos, aun siendo un lector asiduo de Don Quijote: un libro pródigo en refranes. En cuanto a armar frases, es consecuencia de la relación con las palabras. El otro día me salió una frase en una carta, que te la hago llegar: “Había un tiempo en que para escribir poesía había que saber escribir poesía”.
¿Qué obras artísticas te han —cabal, inequívocamente— estremecido? ¿Y ante cuáles has quedado, seguís quedando, en estado de perplejidad?
SS: De lo primero, es decir estremecimientos, ya hay poco. Esto me sucedió en mi juventud: por ejemplo, con César Vallejo, con Pablo Neruda o García Lorca.
En cuanto al asombro o la perplejidad, me ocurre bastante, a pesar de los kilómetros de lectura que tengo necesariamente a mis años: con T. S. Eliot, Carlos Drummond de Andrade, Borges, y muchos más.
El Quijote, Francisco de Quevedo o San Juan de la Cruz son perplejidades perpetuas.
¿Tendrás por allí alguna situación irrisoria de la que hayas sido más o menos protagonista y que nos quieras contar?
SS: El ridículo, si se trata de eso, es algo que todos queremos evitar, sobre todo cuando es involuntario. No veo entonces la gracia de recordarlo. Por otra parte, el peor ridículo es el que uno desconoce de sí mismo; y de eso habría que preguntarle a otro, tratando de que no sea un enemigo.
¿Qué te promueve la noción de “posteridad”?
SS: Me remite a la muerte, así que prefiero dejarla por ahora donde está.
“¿La rutina te aplasta?” ¿Qué rutinas te aplastan?
SS: Utilizo la rutina, y la aprovecho. A veces, hasta la necesito, incluso para romperla. Y es una paradoja, porque no he llevado una vida rutinaria, así que en realidad de lo que hablo es de obsesiones y de viejas manías, como estar siempre leyendo o tener a mano una libreta de notas.
¿Para vos, “Un estilo perfecto es una limitación perfecta”, como sostuvo el escritor y periodista español Corpus Barga? Y siguió: “…un estilo es una manera y un amaneramiento”.
SS: Me gusta más lo de Stevenson, cuando dijo que el estilo consiste en que todas las palabras de una página miren en la misma dirección. En realidad, un estilo no se busca: se lo encuentra, y en general, no es deliberado. Es la recurrencia de ciertos giros, de palabras, de manías, y es finalmente lo que hace que exista, por ejemplo, lo kafkiano, lo borgeano o lo cervantino (o mejor, lo quijotesco). Un estilo fuerte y reconocible es propio de un gran escritor. Corpus Barga confunde estilo con manierismo.
Pensar es matizar
¿Qué sucesos te producen mayor indignación? ¿Cuáles te despiertan algún grado de violencia? ¿Y cuáles te hartan instantáneamente?
SS: Indignación me producen muchas cosas: la violencia, la injusticia, las dictaduras, las desmesuras del poder, tanto en lo público como en lo privado. Pero quisiera mencionar algo de mucha actualidad, que no llega a la indignación lo que me produce, pero sí a un enojo mezclado con decepción: hablo de una vieja conocida nuestra, “la grieta”.
En Argentina no tienen prestigio los matices; incluso no es bien visto el que matiza. Esta limitación es empobrecedora, y produce algo peor: nos deja a merced de “los profesionales de la grieta”. Por supuesto, me refiero a la grieta política, que está poblada de mala fe, y que necesita de las dos orillas. Pero esto se repite en todas partes: literatura, futbol, etc.
Para mí, pensar es matizar, mientras que la idea maniquea de blanco o negro es la comodidad de las consignas, que eluden el pensamiento por cuenta propia, y que me tienen harto. En la vida en democracia tendría que ser obligatorio pensar y por lo tanto matizar, porque es lo que permite llegar a consensos, y sólo con consensos se desarrolla una sociedad. Pero estamos empeñados en no hacerlo, para beneficio de los que viven de la grieta, que están en todos los oficios, y que abundan en política, periodismo, entre los intelectuales y los opinólogos. Con el añadido de que en la grieta todos terminan pareciéndose a lo mismo que critican. No tengo un sentido angélico o ingenuo de la política ni de la vida, ya no tengo edad para eso, ni, por supuesto, propongo que seamos equidistantes: hablo de que prefiero los argumentos a las consignas y a los tópicos, el debate al discurso único; y esto no suele suceder en nuestro país.
¿Qué postal (o postales) de tu niñez o de tu adolescencia compartirías con nosotros?
SS: Mi niñez feliz transcurrió en Salta, en una casa con patios. Menciono los patios porque es algo que ha desaparecido de la arquitectura actual. Gran parte de mi felicidad estuvo en esos patios con canteros y macetas, con el olor del agua y de la tierra cuando los regaban por la tarde. Y el toldo y las parras aplacando el solazo de las siestas del verano.
De mi adolescencia recuerdo que fue tan complicada como la de cualquier otro, contando con la protección relativa en la que transcurrió la mía. Salta era por entonces, aunque no lo sabíamos, una ciudad chica, penetrada por el campo. Los carros y los coches a caballo circulaban por el centro de la ciudad, y también llegaban las vendedoras de quesillos y tamales, a caballo y con las árganas cargadas. Y ya ves, de eso no ha quedado ni la palabra árgana.
¿En los universos de qué artistas te agradaría perderte (o encontrarte)? O bien, ¿a qué artistas hubieras elegido o elegirías para que te incluyeran en cuáles de sus obras como personaje o de algún otro modo?
SS: La verdad es que no lo sé. Pero para elegir, preferiría algo muy distinto a lo que conozco como, por ejemplo, haber peleado en la Guerra de Troya y haber acompañado a Ulises en su viaje. No estaría mal ser personaje de Homero, pero preferiría que los dioses no me cayeran en cuenta: eso era peligroso.
El silencio, la gravitación de los gestos, la oscuridad, las sorpresas, la desolación, el fervor, la intemperancia: ¿cómo te resultan? ¿Cómo recompondrías lo antes mencionado con algún criterio, orientación o sentido?
SS: De esa enumeración, lo que necesito de verdad es el silencio. No sólo cuando escribo, que finalmente puedo hacerlo en un café, sino simplemente para estar; el ruido me irrita, como me irritan un poco hasta las palabras demasiado sonoras. Con el resto de las cosas pongo un “depende”: la oscuridad no me molesta de noche, pero sí de día; las sorpresas no me molestan si son buenas; el fervor si no es excesivo, lo mismo que la gestualidad. Intemperancia y desasosiego no me gustan nada y creo que no tienen el afecto de nadie.
¿A qué artistas en cuya obra prime el sarcasmo, la mordacidad, el ingenio, la acrimonia, la sorna, la causticidad… destacarías?
SS: Entre los que no han sido amigos míos, a Quevedo, a Miguel de Cervantes en el Quijote. Entre los que han sido mis amigos, podría ser Joaquín Giannuzzi. Les aparece de pronto un punto irónico, que a veces puede llegar al sarcasmo, y que me parece propicio para el viejo latinazgo: “ridendo castigat mores” (“riendo, enmendar las costumbres”).
En otro tono, deliberadamente humorístico, recuerdo las dos ‘Antologías apócrifas’ de Conrado Nalé Roxlo, que son un prodigio de “saber hacer”: impecables imitaciones de estilos, con un humor insuperable.
¿Qué apreciaciones no apreciás? ¿Qué imprecisiones preferís?...
SS: No aprecio, en poesía, lo confesional, el poeta que cuenta dónde y cuánto le duele; el abuso trivial de la primera persona del singular. En cuanto a las imprecisiones, me gustan cuando significan algo.
¿Viste que uno en ciertos casos quiere a personas que no valora o valora poco, y que en otros casos valora a personas que no quiere? ¿Esto te perturba, te entristece? ¿Cómo “lo resolvés”?
SS: Tuve que resolverlo cuando hice alguna antología de la poesía del Norte: y lo he resuelto siendo honesto. Me resultó muy comprometido por ser yo del Norte: tuve que incluir a un par de poetas que no me quieren, ni yo los quiero; y a la vez tuve que dejar fuera a algunos amigos. Ahí no valían ni el amiguismo ni el enemiguismo, sino que tenía que opinar sin cargas emocionales. Es un problema serio, pero de problemas se nutre todo, así que corresponde encararlos lo mejor posible. Sé que me pude equivocar, no soy infalible, pero he usado mi criterio, que es el único que tengo.
¿El mundo fue, es y será una porquería, como aproximadamente así lo afirmara Enrique Santos Discépolo en su tango “Cambalache”?
SS: No lo creo. Ese tango es buenísimo, pero no creo en su filosofía. Puede sonar a paradoja, pero no lo es tanto. En general, no creo en una cierta filosofía callejera que propaga el tango, que la identifico como “el prestigio del fracaso”. Por ejemplo, “primero hay que saber sufrir, después amar, después partir y al fin andar sin pensamiento”: me parece una secuencia atroz. Ese “andar sin pensamiento” lo identifico con el infierno: algo a resolver, pero no a imitar ni a proponer como un proyecto, como lo hace el tango. Y sin embargo “Naranjo en flor” es un tango que me gusta. Son los escalones que separan a la estética de la vida: no son la misma cosa.
Por la fidelidad y entrega a una causa o proyecto, ¿qué personas (de todos los tiempos y de todos los ámbitos) te asombran?
SS: Hay tres momentos de la humanidad que me parecen ejemplares, a pesar de sus contradicciones: el siglo de Pericles, el Renacimiento y la Ilustración. En esos períodos hubo gente como Sófocles, Leonardo o Voltaire, entre muchos otros, que hicieron que la vida, y sobre todo las expectativas, sean mejores que como las recibieron. Doy esos nombres en representación de muchos.
¿Qué te hace “reír a mandíbula batiente”?
SS: Algunas bromas al estilo de Chaplin. Pero en realidad mi risa, que existe y mucho, no es muy batiente.
¿Cómo afrontás lo que sea que te produzca suponerte o advertirte, en algunos aspectos o metas, lejos de lo que para vos constituya un ideal?
SS: Esa pregunta describe bastante la vida. Tener un ideal es común; y sentir que no se lo alcanza, también. Como poeta, para hablar de lo visible, uno tiene la esperanza de ser de lo mejor, y la realidad no nos dice siempre lo que queremos. No estoy exponiendo una falsa modestia, que suele ser más falsa que modesta, sino considerando lo que creo de mí y de lo que he podido ser.
El amor, la contemplación, el dinero, la religión, la política… ¿Cómo te has ido relacionando con esos tópicos?
SS: Soy y al parecer he sido, por temperamento y convicción, bastante realista. Por eso mismo, he tenido momentos a favor y momentos con el viento en contra. Brevemente, en amor me fue bastante bien; en contemplación también, aunque sin exagerar; en dinero ni me ha faltado ni me ha sobrado, con lo que estoy hablando de mi buena suerte; en religión comencé siendo un católico muy creyente y fui derivando hasta mi actual descreimiento; y en cuanto a la política, tengo una relación de opinante sin partido. Es curioso, esto me pasa en Argentina, porque en mis largos años en Madrid me sentí muy cómodo e identificado con el PSOE y trabajé como abogado en la UGT, el sindicato del partido socialista. Al volver a Argentina, no pude encontrar un partido como el PSOE, así que soy un socialista sin partido. Tal vez no sea cómodo, pero es consecuencia de lo que expuse un poco antes: de mi intención de pensar por cuenta propia y de no dejar a otro mi responsabilidad de analizar.
La poesía catártica oculta un abuso del yo. Es puro narcisismo
¿A qué obras artísticas —espectáculos coreográficos, films, esculturas, música, pinturas, literatura, propuestas teatrales o arquitectónicas, etc.— calificarías de “insufribles”?
SS: Muchas cosas son insufribles, en todos esos terrenos. Por ejemplo, la poesía catártica, además de que oculta un abuso del yo, termina en puro narcisismo. Pero tampoco me ensaño, con no usarla me conformo.
¿Qué calle, qué recorrido de calles, qué pequeña zona transitada en tu infancia o en tu adolescencia recordás con mayor nostalgia o cariño, y por qué?...
SS: Son muchas las calles a las que me gustaría volver, situadas en varias ciudades, y a las que quizás alguna vez vuelva. Pero hay unas a las que ya no será posible: las calles de una Salta que existió y que ha desaparecido. Aclaro que no es nostalgia, con su etimología peligrosa de regreso doloroso, sino más bien simple remembranza. De cuando el tamaño de la ciudad la hacía transitable a pie, y en poco más de media hora estábamos en el río; de cuando terminaba la ciudad y empezaba el campo, sin esa zona terrible que ha crecido en todas las ciudades, de viviendas precarias y carentes de todo. Y, en fin, de cuando tenía toda la vida por delante, que es seguramente la clave de cualquier remembranza. También digo, a cambio de eso, que Salta ha crecido bastante bien, me gusta caminar por la ciudad actual, llena de energía y variada, a tono con la época.
¿Cómo reordenarías esta serie?: “La visión, el bosque, la ceremonia, las miniaturas, la ciudad, la danza, el sacrificio, el sufrimiento, la lengua, el pensamiento, la autenticidad, la muerte, el azar, el desajuste”. Digamos que un reordenamiento, o dos. Y hasta podrías intentar, por ejemplo, una microficción.
SS: Lo que haría, y es lo que hago con mucha frecuencia, no es una microficción que nunca he practicado, al menos conscientemente, sino acudir con todas esas palabras a un diccionario etimológico. Ahí sí que se esconde una cantidad enorme de relatos apasionantes, que acompañaron a la humanidad en nada menos que en su construcción social.
“Donde mueren las palabras” es el título de un filme de 1946, dirigido por Hugo Fregonese y protagonizado por Enrique Muiño. ¿Dónde mueren las palabras?...
SS: De las palabras puede decirse todo, hasta que mueren. Y entre otras cosas, hay que decirlo con palabras. La paradoja es que para saber que una palabra ha muerto hay que usarla, si no, no hay manera de saberlo. La palabra péñola ¿la damos por muerta? Mientras siga en el Quijote seguirá mandando alguna señal.
El hecho de que no la usemos no es más que un hecho, no una ceremonia fúnebre. En todo caso, lo que sí es cierto, es que hay cosas que, para decirlas, no se encuentran palabras. Hay otros lenguajes, sin palabras, que son tan válidos como las palabras; y a veces más. Pero un cementerio de palabras, que seguramente existe en cualquier idioma, es siempre provisorio, hay que saber que todas mantienen por las dudas un ojo abierto.
¿Podés disfrutar de obras de artistas con los que te adviertas en las antípodas ideológicas? ¿Pudiste en alguna época y ya no?
SS: He podido y puedo. Siempre he separado ideología de resultado artístico. Nos pasó famosamente con Borges, con quien estar en desacuerdo era inevitable. Durante un tiempo no querían leerlo ni algunos sectores de la izquierda, ni la derecha nacionalista, ni el peronismo en general, y cuando lo leían era para demolerlo. Con el tiempo se pusieron las cosas en su sitio, para beneficio de todos.
Ahora pasa algo parecido con Mario Vargas Llosa, sectores de la izquierda no quieren leerlo por sus declaraciones políticas. Yo reconozco que me fastidia, por ejemplo, su deslumbramiento por las multinacionales, ¿pero no voy a leer por eso “Conversación en La Catedral”, o “La orgía perpetuasobre “Madame Bovary” de Flaubert, o “La fiesta del chivo”, una novela extraordinaria que es una denuncia brutal contra las dictaduras latinoamericanas?
Y desde la otra orilla, puede pasar con Neruda: tiene poemas de alabanza a Stalin o al “ángel de Comité Central”; ¿y en consecuencia no habría que leerlo?
¿O no vamos a leer “Viaje al fin de la noche” porque Céline era nazi?
Sobre esto, se podría hacer una larga lista, empezando por Virgilio, que pertenecía al grupo más próximo de Augusto, y que escribió el primer libro de encargo para mayor gloria del emperador y del Imperio Romano. ¿Habría que no leer por eso “La Eneida”?
Uno puede decidir, con todo derecho, no leer a un escritor; pero me parece una equivocación que la causa sea ideológica. Son autolimitaciones con las que no estoy de acuerdo, y que son consecuencia, no de una ideología, sino de su distorsión. Si una ideología nos limita la inteligencia, quiere decir que estamos usando mal las dos cosas: la ideología y la inteligencia.
¿Cómo te cae, cómo procesás la decepción (o lo que corresponda) que te infiere la persona que te promete algo que a vos te interesa —y hasta podría ser que no lo hubieras solicitado—, y luego no sólo no cumple, sino que jamás alude a la promesa?
SS: La verdad es que, sin ponerme en sarcástico, ya me he acostumbrado. Esa es una conducta que es imposible no conocer si se ha vivido mucho. Hay una excusa frecuente, que unas veces es tácita y otras enunciada de muchas maneras, que podría sintetizarse así: “Disculpame, necesité hacerlo”. Es el principio de necesidad aplicado a alguna fallada.
No concerniendo al área de lo artístico, ¿a quiénes admirás?
SS: A muchos. Galileo, Darwin. Montaigne, Mandela, Alberdi, Sarmiento, gente que ha tenido la tozudez y la capacidad para enfrentarse, por las mejores razones, con los sólidos muros del prejuicio y la ignorancia.
¿Tus pasiones te pertenecen o sos de tus pasiones? Pasiones y entusiasmos. ¿Dirías que has ido consiguiendo, en general, distinguirlos y entregarte a ellos acorde a la gravitación?
SS: No sé por qué, el uso de la “pasión” (que suele ir entre signos de admiración, se vean o no), ha derivado en cierta justificación de la teatralidad de uno mismo, y me resulta un poco molesto. Las pasiones existen, por supuesto, pero hablar de ellas me suena a bolero. Sin las pasiones faltaría un condimento importante; es imprescindible que existan, pero me parece bien combinarlas con algunos valores antiguos, como la discreción, cierto pudor para mostrarse, disimular al narcisista que todos llevamos puesto. Creo y mucho en el entusiasmo, que me fomento; y descreo de la gestualidad, que me molesta bastante: suelen servir para la auto exaltación.
¿Qué artistas estimás que han sido alabados desmesuradamente?
SS: Muchos, y sin embargo no me molesta la sobrevaloración de un artista sino lo contrario: el olvido; sobre todo si es programático y rencoroso, como pasa muchas veces.
¿Acordarías, o algo así, con que es, efectivamente, “El amor, asimétrico por naturaleza”, tal como leemos en el poema “Cielito lindo” de Luisa Futoransky?
SS: Por suerte, no. Existe el simétrico, y me tocó conocerlo.
¿El amanecer, la franca mañana, el mediodía, la hora de la siesta, el crepúsculo vespertino, la noche plena o la madrugada?
SS: Mejor la tarde que la mañana. Por la mañana suelo estar ficticiamente lúcido; por la tarde mejoro. Y como dijo Hemingway (siempre un poco fanfarrón, pero esta vez decía una verdad), la noche es otra cosa.
¿Qué dos o tres o cuatro “reuniones cumbres” integradas por artistas de todos los tiempos y de todas las artes nos propondrías?
SS: Si es de todos los tiempos, que por lo menos no falten Homero, Platón, Kafka, Borges, Flaubert, y varios más. El problema que veo es que yo no estaría ahí ni sirviendo las copas, así que no podría ni hacer la crónica.
Y es posible que una reunión como esa termine en fracaso. Hay un precedente que viene al caso. Un matrimonio de ingleses reunió a comer en un hotel de París a Pablo Picasso, Ígor Stravinski, Marcel Proust y James Joyce. Proust llegaba del teatro y comentó que había estado oyendo a Beethoven; Stravinski le contestó que no soportaba a Beethoven; y cuando Proust aclaró que se trataba de los cuartetos, Stravinski respondió que eso era lo que más odiaba de Beethoven. Joyce se dedicó al pernod y no dijo ni una palabra, y Picasso comió rápido y se fue. Y así fue esa cena inolvidable para los que la propiciaron, pagaron y luego contaron. Egos demasiado grandes para una sola cena.
Seas o no ajedrecista: ¿qué partida estás jugando ahora?...
SS: Acabo de leer en una carta de Raymond Chandler, que el ajedrez era para él el más grande desperdicio de inteligencia después de la publicidad. Creo que exagera, pero la verdad es que soy muy poco ajedrecista. Hablo sobre todo de lo simbólico: soy muy poco estratega, así que no sé cuál es mi partida actual, salvo salir vivo y más o menos bien de la pandemia.
*
Cuestionario respondido a través del correo electrónico: en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Santiago Sylvester y Rolando Revagliatti, julio 2020.

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