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Francisco de Quevedo
Francisco de Quevedo (Foto: Archivo)

CON POCOS, PERO DOCTOS LIBROS JUNTOS

Por José Joaquín Bermúdez Olivares
jueves 04 de febrero de 2021, 11:16h

La reciente publicación de “El Parnaso español” de Francisco de Quevedo, según edición de José Antonio González de Salas de 1648, a los tres años de la muerte del autor, es un acontecimiento de los que reconcilian con este tiempo amargo, y con la labor de la Real Academia Española en su Biblioteca Clásica.

El Parnaso español
El Parnaso español

Estamos ante la colección de poesía de Quevedo dividida en seis musas (de ahí lo de Parnaso), quedando las tres restantes a cargo de Aldrete, sobrino de Quevedo, quien las publicó en 1670. La edición se presenta en dos volúmenes, uno auxiliar con el estudio introductorio y las notas del responsable, Ignacio Arellano, y otro (ciertamente descomunal) con una breve presentación sin firma, las seis musas recogidas (Clío, Polimnia, Melpómene, Erato, Terpsicore y Talía) más los apéndices oportunos.

Con razón se dice que este Parnaso es una de las tres colecciones poéticas más importantes del Siglo de Oro, junto al manuscrito Chacón para Góngora y las Rimas de Tomé de Burguillos para Lope. Su puesta a disposición de un público amplio es, por lo tanto, motivo de alegría para todo lector medianamente curioso, único título que me adorna para permitirme estas apresuradas líneas.

Quevedo (1580-1645) ha quedado retratado en famosa frase de Borges como “una literatura en sí mismo”, y ciertamente al contemplar su poesía abundante y su casi inabarcable prosa ─al parecer hay prevista una edición en diez tomos─, nos abruma no solo su producción sino su enorme diversidad. Puede esta justificar el artificioso método de González de Salas al adjudicar distintos poemas a las diversas musas, asociadas desde la antigüedad clásica con unas u otras temáticas: Clío la heroica, Polimnia la moral, Melpómene el elogio fúnebre, etc… Por supuesto toda clasificación es discutible, como lo son las posibles intervenciones de Salas en los textos manuscritos, añadiendo o censurando, todo lo cual se comenta en el estudio introductorio de Arellano.

Cada generación necesita su propia versión de las obras maestras, y tras los trabajos de José Manuel Blecua en la anterior, nos congratula tener esta, bastante meditada y equilibrada de Ignacio Arellano Ayuso (1956), cuyos trabajos quevedianos datan ya de hace cuatro décadas. Porque un clásico siempre está presente: el mismo día en que tecleo estas palabras se anuncia la presentación (telemática, claro, tristes tiempos) de otra obra de Quevedo, su “En defensa de la felicidad”, publicada por Reino de Cordelia, con la intervención del poeta Alberto Chessa y el maestro Luis Alberto de Cuenca. Ayer mismo se daba cuenta de la aparición de una edición “pirata” de Lope, versión primitiva de “El castigo sin venganza”, y hace pocas semanas don Luis María Anson nos ilustraba sobre la variante polvo será/serán…del celebérrimo soneto Amor constante, más allá de la muerte (poema 283 en esta edición).

No hace falta decir que no he releído los 554 poemas aquí recogidos ni todas las notas presentadas por el editor. Lo que me interesa en esta nota es señalar que, como su título dice, debemos conversar siempre con libros escogidos, al margen de la agobiante marea de novedades que nos aflige (baste seguir este esforzado portal literario para apreciar su volumen). Y baste leer la breve presentación (páginas IX-XII) que habla de la “docta y solícita edición de Ignacio Arellano” para recomendarla. Nos ofrece una interesante elucidación del conceptismo quevediano, escritor al cabo moralista, aunque los que hemos intentado alguna vez pergeñar versos podamos preferir su carácter de autor de “artefactos verbales” como el tremendo (y también citado por Borges): su tumba son de Flandes las campañas/ y su epitafio la sangrienta luna…en elogio funeral a su protector el duque de Osuna, muerto en prisión; prisión que también conocería el propio don Francisco (¡ay España madrastra de sus mejores hijos!) en san Marcos de León, como miembro que era de la Orden de Santiago. Y ahora recuerdo aquel Paisaje con figuras donde el desaparecido actor José María de Prada interpretaba a nuestro personaje. ¿Han cambiado los tiempos? ¿Se ha de sentir siempre lo que se dice, se podrá decir lo que se siente?

Podría yo señalar una errata (en la página 5 la fecha de fallecimiento de don Antonio Juan Luis de la Cerda, VII Duque de Medinaceli es obviamente 1671 y no 1771) o considerar excesiva alguna invectiva, como la lanzada contra Luis Rosales, que suena un poco a aquello de a moro muerto gran lanzada…pero ni soy quien ni al lector le ha de interesar.

A mí me sobra con leer al final del estudio introductorio que Arellano se refiera con agradecimiento a don Antonio Carreira y sus doctas y sensatas observaciones. Si el profesor Carreira (máximo experto vivo, por cierto, en Góngora, ─cuya rivalidad con Quevedo se ha sacado tantas veces de contexto─, seguido muy de cerca en la siguiente generación por su discípula Amelia de Paz) da su visto bueno al trabajo yo lo firmo en barbecho. No es escaso placer el que se obtiene, junto con la conversación con los difuntos que nos dice Quevedo, del diálogo con los vivos, a alguno de los cuales me honro en conocer, como los citados Chessa, de Cuenca, Carreira y de Paz.

Sigamos su ejemplo, leamos a Quevedo, a Góngora, a Lope…, porque, abusando de nuevo de las citas borgeanas, debemos estar más orgullosos de los libros leídos que de los escritos. Y vengan eruditos de nuestro tiempo que, como el propio González de Salas, no despreciable humanista en su día, serán artífices de continuidad en la epopeya (y en la jácara y en la chanza y el sermón y la lírica, cada cual según su musa) del español, eslabones en su historia inmortal…que en la lección y estudios nos mejora.

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