Olor íntimo y fresco de las lejanías diáfanas.
Nuestra salud adquiere un subido valor. Y Sigüenza deja su reposo y sale por un sendero viejo que le llevará a una meseta de losas y margas de color de cinabrio. Camina de prisa, con un buen contento. Sus ropas y su cayada huelen a otoño. Le parece que desde lo alto ha de ver su felicidad.
Del jorfe de un bancal de oliveras viene un gemir de pájaro. Debe de ser un nido derribado.
Sigüenza lo cogerá, y después de tocar las crías y de mirarlas, lo dejará todo en la rama mejor del árbol.
Pero no es un nido; es un gato recién nacido; le reluce la piel de velludo atigrado; se desespera por mamar, y como todavía está ciego, busca a la madre topándose contra las piedras y cardenchas del margen. Tiene a su lado dos hermanitos ya muertos, y por sus bocas blandas les pasan y les salen las hormigas muy bulliciosas.
Se siente esa lástima que nos hace padecer porque nos incorpora la flojedad y el dolor que estamos presenciando.
¿Cómo se librará Sigüenza?
Desde lejos le miraban unos chicos que volvían de la escuela.
Sigüenza les llama. Bien debían compadecerse de ese animal encontrándole una gata que lo críe o alimentándole ellos, y, si no hubiere otro remedio, ejercitando la enérgica piedad de rematarlo certeramente.
Enseguida, los buenos rapaces cogen las piedras más gordas. Sigüenza les contiene, y ellos le sonríen diciéndole que si esos animalitos están allí es, ni más ni menos, porque los abandonaron para que se murieran. Son hijos de la gata rubia de la Posada Nueva, que parió cinco.
Los chicos se hartan de sentirse vigilados. ¿Se quedará Sigüenza solo con el gato, que se está muriendo de desvalido y que se queja como si ya fuese grande? La tarde de Septiembre toda es de sedas y de rosas.
Y Sigüenza se marcha. Según camina crecen para él los horizontes. Las montañas se acercan tiernas y esmaltadas; el mar lejano tiene una alegría infantil de velas pequeñitas, triangulares.
Resuenan muy duras las pisadas de Sigüenza en la exactitud del silencio, silencio hasta de claridad después del grito caliente del centro del verano.
Allí, arriba, hay que sentarse y mirar. Sigüenza se sienta para mirar con regodeo de labrador que se sienta a comer delante de sus campos. Todo inmediato, en una quietud de recinto familiar. Casi a sus rodillas, entre cipreses y palmeras, hay una heredad que ni se alquila, ni se vende, ni la gozan sus dueños. En el dintel, su nombre: «Palma-Hermosa», pero las gentes la llaman: «Palmosa», como los italianos a Patmos, la isla del Evangelista. Los pueblos que salen a la redonda se le ofrecen a Sigüenza como si pudiera ponérselos al oído y tocarlos en toda su modelación: Callosa de Ensarriá, torrada, gruesa, madura; cada calle, cada cornijal, cada teja...; la cúpula de la parroquia con el filo de lumbre azul de sus aristas; detrás van subiendo los cipreses del Calvario, cada uno con su gesto de penitente. Altea la Nueva, encima de la costa, con un dulce sonrojo en su cal y en la piedra desnuda de su campanario. De los huertos del Algar sale Altea la Vieja empinando su espadaña en un alcor de frutales. Lo más cerca, Polop, moreno y apretado, con su torre como un cántaro de asas chiquitinas y la corona antigua de su cementerio; y después, Nucía, toda blanca, con sus vides de portal, sus escalones de naranjos y limoneros, sus secanos de tierras pálidas de porcelanas.
Las puntas y los cabos de los montes que se internan en la mar parece que la rasguen hoy virginalmente, con un precioso crujido de frescura de la piedra y del agua.
Toda la faz de la tarde arada de caminos, de atajos, de vereditas. ¡Las leguas y los años que se ven allí! Y viene una abuelita labradora, con su costalillo de leña, y la senda delante de sus pies, subiendo, bajando. Con una mirada corre Sigüenza muchas horas de ese sendero; de modo que puede mirar el porvenir de la mujercita hasta que llegue, muy de noche, a su casa.
En una ladera pasta un rebujal de corderos blancos, reducidos, diminutos. Tan lejos, y se distingue en las formas de blancuras la gracia de los recentales y la fuerza de las borregas madres. Ahora se desmiga un terrón bajo la pezuña atirantada por un retozo. Y una res alza su frontal, y su balido toca tibio en la piel de Sigüenza, un balido grueso de hierba rosigada.
Hachazos. ¿Dónde los darán, si resuenan en toda la urna de la tarde? Los golpes tan jugosos guían la mirada por la quietud de los olivares. Hachazos llenos y recónditos que laten dentro de las sienes de Sigüenza.
Pero un tábano le tiembla encima, al lado, lejos, enloquecido, y se le monta en un codo, en una rodilla, en su suela de cáñamo; un tábano peludo, con antiparras negras y en la trompa una gotita de zumo.
Hachazos. ¡Qué lente tan primorosa le pone la tarde a Sigüenza para averiguarlo todo! Porque ya son los ojos, y no los oídos, los que le acercan los golpes del hacha.
Los hachazos desgajan el tronco dulce de la tarde, que suelta el olor de aceite de la carne astillada, olor de lámpara preciosa de meditación.
Y ve Sigüenza la olivera que están derribando dos jornaleros, el árbol que él prefería entre todo el olivar, el más grande y antiguo, que le recordaba una estampa de los olivos de Gethsemaní; y aun más que la estampa, le recordaba a él mismo mirando esa estampa, aquel momento suyo, de su ahínco, de sus ojos, de la sensación de su figura infantil, de su casa y de su ciudad de entonces; toda la ciudad como el huerto sagrado de las cercanías de Jerusalén, donde el Señor rezaba. Y, de tarde, se paraba en una esquina un hombre con una orza vidriada y un mantel muy limpio, y ese hombre dejaba su grito de aldea: «¡Confitaaa!»; el arrope de esta comarca, cuyo dulzor ardiente sentía Sigüenza viendo el árbol de Gethsemaní que están tronchando los jornaleros.
Un poco de mar se ha tostado con un fuego que se cuaja; es un fuego que se aprieta y se hiela, y tiene encima un párpado azul de celaje que se abre. Se abre y sale el pan de la luna llena. Ya sube la luna, aplastada y total; la luna, pero sin relación, sin contacto de claridad con las sierras, con los campos, con las aguas, con nosotros. Campos, senderos, laderas y el mar, solitarios en sí mismos, limitadamente en sí mismos, en sus contornos y colores esenciales. Ni hebra, ni copo de nube, ni episodio, ni anécdota de paisaje que diferencie esta tarde de septiembre de otra remota tarde de septiembre.
Asiste Sigüenza a una pura emoción de eternidad del campo. Como esta tarde pudo ser otra tarde de siglos lejanos. Sigüenza se cree retrocedido en el tiempo, se cree prolongado en esta naturaleza de piedras y de rosas pálidas y moradas, de mar descolorida, de aire inmóvil. Lo mismo, lo mismo esta tarde que una tarde de septiembre de 1800, de 1700, de 1600.
Y vuelve sus ojos a los pueblos tan claros, tan viejos, tan leves y tan exactos en el atardecer: Callosa, Altea, Polop... Sus hacendados, sus leñadores, sus capellanes, las mozas, las abuelas de aquellos siglos, verían lo mismo que ve y como lo ve hoy Sigüenza: estos caminos y cuestas, los campanarios, los cementerios, las cumbres, la calma de los olivares, los barrancos azules...
Se cumple en Sigüenza lo que siempre necesitó al internarse en las contemplaciones y en el estatismo del paisaje y de los pueblos: sentir su raíz emocional, su propia tradición, su antigüedad con la raíz de su tierra: in montes patrios et ad incunabula nostra. Necesidad biológica y estética de haber sido y ser siempre de allí, con un sentimiento étnico y exclusivista de sangre de Israel.
Y todo se acomoda para el goce de Sigüenza. Parece que las torres hayan cabeceado consintiéndolo. Un esquilón se remueve y avisa a las campanas mayores, y poco a poco ruedan todos los molinos de los campanarios. Los campaneos gloriosos de la Octava de la Natividad de la Virgen vuelan juntos por los valles, por las aradas, por las playas y las sierras.
Ya recibe la luna figura astronómica. La luna, tan gorda y colorada, ha ido adelgazándose, y se ha quedado blanca, lisa y sola encima de los montes, redonda y perfecta; su lumbre ya cae y empapa la noche. Luna, mar, follajes, quebradas, senderos, piedrecitas, espacio, constituyen unidamente la noche profunda.
Se levanta Sigüenza y le sale y se mueve su sombra húmeda, de caminante.
...Y otra vez pasa por el bancal de oliveras donde estaba muriéndose el gato recién parido. Ya le siente gemir como una criatura. Todavía. Tarde antigua. Luna grande. Emoción de pureza y eternidad; y ese gato, el gato también; él y Sigüenza solos...
Pero por el camino viene una mujer de luto, y viene diciéndose:
-¡Ay qué agonía, padre San Francisco, ay qué agonía!
Bien puede Sigüenza apartarse con dulzura de aquel problema de la compasión, porque se le depara otro...
Gabriel Miró: Años y leguas. (La tarde). Madrid, Biblioteca Nueva, 1928.
Cf. Lozano Marco, Miguel Ángel: “Años y leguas de Gabriel Miró. Emoción de la naturaleza y creación del paisaje”. En La naturaleza en la literatura española. María Dolores Thion Soriano-Mollá (coordinadora). Vigo, Editorial Academia del Hispanismo, 2011; págs. 273-288.
http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/aos-y-leguas-de-gabriel-miro-emocion-de-la-naturaleza-y-creacion-del-paisaje/html/dcd100ba-2dc6-11e2-b417-000475f5bda5_5.html
Edición digital del CVC:
https://dialnet.unirioja.es/servlet/libro?codigo=653983
Apoyo léxico. (Un ejemplo de la riqueza de vocabulario de Miró). Algarroba. Fruto del algarrobo, que es una vaina azucarada y comestible, de color castaño por fuera y amarillenta por dentro, de semillas muy duras, y que se da como alimento al ganado de labor. Cuerna. Cornamenta. (Los cuernos del carnero son huecos, angulosos, arrugados transversalmente y arrollados en espiral). Panales de Navidad. Metafóricamente, tabletas de turrón (elaborado con almendras tostadas, mezcladas con miel y azúcar). Piel regañada. La que tiene la fruta que al madurar se resga (regañada: entreabierta). Poma. Manzana. Relente. Humedad que en noches serenas se nota en la atmósfera. Alcacil. Alcaucil: alcachofa silvestre. Capitel de acanto. Referencia al capitel corintio. Según la leyenda, Calímaco de Atenas concibió el capitel corintio al ver un acanto florido enroscado en una cesta sobre la tumba de un niño. El capitel tiene, en efecto, la forma de una cestillo de cuyo interior brotan unas hojas de acanto, en tres filas superpuestas. Frisuelo. Judía. Nudo. Parte de la planta de la que brotan las ramas. Panizo. Planta de tallos redondos como de un meto de altura, hojas planas, largas, estrechas y ásperas, y flores agrupadas en espigas grandes y apretadas. Marga. Roca más o menos dura, de color gris, compuesta principalmente de carbonato de calcio y arcilla en proporciones casi iguales (y que se emplea como abono de los terrenos en que escasea la cal o la arcilla). Color de cinabrio. Semejante al del bermellón (color rojo vivo). Con contento. Con satisfacción. Cayada. Cayado: palo o bastón corvo por el extremo superior. Jorfe. Muro de sostenimiento de tierras, ordinariamente de piedra en seco (sin ningún tipo de argamasa). Bancal. Pedazo de tierra rectangular, dispuesto para plantar legumbres, vides, olivos u otros árboles frutales. Olivera. Olivo. Atigrado. Manchado como la piel del tigre. Cardencha. Cardo que crece en lugares incultos, de hojas aserradas y cuyas flores forman cabezas espinosas en forma de anzuelo. Margen. Orilla. Rapaz. Muchacho de corta edad. Ni más ni menos. Justamente, exactamente. Regodeo. Complacencia, satisfacción que resulta de algo. Heredad. Porción de terreno cultivado perteneciente a un mismo dueño, en especial la que es legada tradicionalmente a una familia; hacienda de campo, con todos sus bienes incluidos. Patmos, la isla del Evangelista. Referencia a San Juan, desterrado por el emperador romano Domiciano a esta isla del mar Egeo. En ella escribió el último libro de la Biblia. [“Yo soy el Alfa y la Omega... Lo que ves escríbelo en un rollo.” Apocalipsis 1:8-11]. A la redonda. En torno, alrededor. Torrada. De aspecto dorado. Filo de lumbre azul de las aristas de la cúpula de la parroquia. Adornadas por ladrillo vidriado de color azul. Calvario. Camino señalado con cruces o altares, que se recorre rezando en cada uno de ellos en memoria de los pasos de Jesús hacia el monte Calvario, donde fue crucificado. Apretado. Metafóricamente, apretujado, apiñado. Espadaña. Estructura mural de un edificio que se prolonga verticalmente y acaba en punta, con huecos para colocar las campanas. Alcor. Colina o collado. Secano. Tierra de labor que no tiene riego, y que solo recibe el agua de la lluvia. Virginalmente. Metafóricamente, de manera pura, con limpieza. ¡Las leguas y los años que se ven allí! El título de la obra de Miró al que pertenece el texto es, precisamente, Años y leguas. Costalillo de leña. Haz de leña bien atada que se transporta cargado a la espalda. Rebujal. Número de cabezas que en un rebaño exceden de 50 o de un múltiplo de 50. Recental. Cordero que mama o que no ha pastado todavía. Terrón. Masa pequeña y suelta de tierra compacta. Atirantada. Tirante, estirada. Retozo. Salto alegre. Rosigada. Cortada superficialmente con los dientes. La urna de la tarde. Alusión al carácter cristalino y diáfano de la atmósfera al atardecer. Tábano. Insecto parecido a la mosca, pero de mayor tamaño, cuya hembra produce picaduras dolorosas en las caballerías, de cuya sangre se alimenta. Antiparras. Gafas (en alusión al tipo de ojos del tábano). Gethsemaní. Ubicado a los pies del Monte de los Olivos, en Jerusalén, fue el jardín donde, según el Nuevo Testamento, fue prendido Jesús por los sayones del Sanedrín cuando oraba, hecho que la iglesia católica conmemora todos los años el Jueves Santo, dentro de la Semana de Pasión. Orza vidriada. Vasija de barro alta y sin asas, con un barniz vítreo. ¡Confitara! Grito con que se alude a la confitura (fruta cocida en almíbar). Arrope. Mosto cocido que toma consistencia de jarabe , y en el cual suelen echarse trozos de calabaza u otra frutas. Tronchar. Partir con cierta violencia un vegetal por su tronco, tallo o ramas principales. Celaje. Aspecto que presenta el cielo cuando hay nubes tenues y de varios matices. Hacendado. Que tiene hacienda en bienes raíces (por ejemplo, terrenos). Capellán. Sacerdote encargado del servicio religioso de una iglesia no parroquial (comunidad religiosa, capilla privada, etc.). Estatismo. Inmovilidad, permanencia. In montes patrios et ad incunable nostra. Cita de una de las cartas de Cicerón a su amigo Tito Pomponio Ático (libro segundo, carta XV): Colinas nativas, la cuna de nuestro país. Esquilón. Campana pequeña, colocada en una espadaña sobre el ábside de la iglesia: anuncia el comienzo de los oficios religiosos. Octava de la Natividad de la Virgen. La iglesia católica celebra cada 8 de septiembre la Natividad de María, nueve meses después de la otra gran celebración mariana, la Inmaculada Concepción, el 8 de diciembre. Padre San Francisco. Referencia a San Francisco de Asís, que siempre mantuvo una gran cercanía con los animales.
Sigüenza -Gabriel Miró-, como ejercicio saludable, sale de paseo para sumergirse en la naturaleza -en concreto, de la feraz comarca de La Marina Baja alicantina-, ascendiendo a alturas que le van a permitir evocar el relieve del terreno y la vegetación en su convivencia armónica con pintorescos pueblos encaramados en laderas o cerros: Callosa de Ensarriá y el río Algar, Polop, La Nucia, Altea la Vieja (al sur de la sierra Bernia y próxima al Mediterráneo, origen de la actual Altea)...; porque “le parece que desde lo alto ha de ver su felicidad”; y así “se cumple en Sigüenza lo que siempre necesitó al internarse en las contemplaciones y en el estatismo del paisaje y de los pueblos: sentir su razón emocional, su propia tradición, su antigüedad con la raíz de su tierra”, necesidad que justifica apoyándose en palabras de Cicerón en una de sus cartas a su amigo Ático: “In montes patrios et ad incunable nostra”.
Texto, pues, casi desprovisto de anécdota narrativa -tan solo el episodio del gatito moribundo, que hiere su sensibilidad, tanto como la de una vieja con un haz de leña a sus espaldas-, y construido con valiosos mimbres descriptivos en los que resalta la extraordinaria acumulación de sensaciones, expresadas con un amplio y apropiado léxico -a Miró hay que leerlo con un diccionario a mano-, del que destaca la originalidad de la adjetivación, fuertemente connotativa, y el aliento poético de alguna que otra comparación, además de un lenguaje metafórico de sugestiva capacidad lírica, la cual es inherente a la prosa mironiana.
Ya en las primeras líneas del texto observamos la profunda humanización del paisaje: “El campo y el cielo se desnudan del humo del bochorno” [que es una forma de decir que el calor no aprieta con fuerza]. Septiembre se levanta palpitando de un aire dulce de cosechas [esto es, el corazón de septiembre late embriagado por el aroma de las cosechas que endulzan el aire]”. Y ese “aire dulce” -fina sinestesia- es el resultado de un desplazamiento calificativo, pues el adjetivo alude al hecho de que las cosechas están en plena sazón, en su punto óptimo de madurez. Los árboles colman sus ramas de algarrobas, almendras, higos, pomas de invierno en proceso de formación; y el “año agrario” trae una segunda primavera: los huertos se llenan de alcachofas silvestres (alcaciles), matas de frisuelos y calabazas cuyos zarcillos se enrollan a los panizos, habares en flor, granadas que empiezan a asomar... La adjetivación es bimembre y predominantemente descriptiva: “algarrobas afiladas y retorcidas”, “mejillas redondas y sofocadas” (de las granadas); o bien los sintagmas nominales más complejos llevan los nombres acompañados de adjetivos pospuestos: “higos maduros de piel regañada”. Y abundan las perífrasis verbales con diferentes valores: progresivo (-poco a poco-: “irán trocándose”, “van estilizándose”, “se irá colgando”), incoativo (“principian a engordar”), obligativo (“ha de cristalizarse”). Otros verbos en gerundio ayudan a ralentizar su carga semántica (“Septiembre se levanta palpitando”, “higos maduros de piel regañada, saliéndoseles almíbar”). Y el presente de indicativo funciona como presente actual -para expresar acciones que incluyen el tiempo presente en que se sitúa el escritor-: se desnudan, se levanta, amanecen, rebrotan, crecen, saben escoger, abren, se asoman. Y dos símiles ponen a prueba la capacidad de observación de Miró; el primero, de gran fuerza plástica: las algarrobas son afiladas y retorcidas “como cuernas de carnero”; y el segundo, de raigambre clásica: los alcaciles “van estilizándose como capiteles de acanto”, en referencia al elegante capitel corintio, decorado con hojas de acanto superpuestas.
Y Sigüenza comienza su caminata, que le va a llevar por un sendero viejo a “una meseta de losas y margas de color de cinabrio”, altura desde la que contemplará un paisaje que le sumirá en un profundo gozo, con todos sus sentidos abiertos a su disfrute. Y junto a las sensaciones olfativas -“olor íntimo y fresco de las lejanías diáfanas”, “sus ropas y cu cayada huelen a otoño”- Sigüenza recibe las primeras impresiones auditivas: el gemir aparente de un pájaro que, en realidad, es el quejido de un gato recién nacido, al que le aguarda la muerte, al haber sido abandonado. La humanización de ese gatito -que gime con desvalido quejido-, todavía ciego, y con “la piel de velludo atigrado” traslada al ambiente una nota de dolor del que se contagia Sigüenza. El descarnado realismo con que se presenta a sus dos hermanitos ya muertos -“por sus bocas blandas les pasan y les salen las hormigas muy bulliciosas”- hace más patética la escena que Sigüenza contempla, así como su pensamiento inicial de rematarlo a pedradas, con ayuda de unos chavales que regresan de la escuela, y como expresión máxima de conmiseración. Una interrogación -más bien retórica- acerca de qué hacer en tal situación flota en el aire: “¿Se quedará Sigüenza solo con el gato, que se está muriendo de desvalido y se queja como si ya fuera grande?”. No hay respuesta, sino un brusco contraste: “La tarde de Septiembre toda es de sedas y de rosas. / Y Sigüenza se marcha”. Tiene ante sí, “montañas tiernas y esmaltadas” -nueva pareja de adjetivos que potencian una eficaz sinestesia- y, a lo lejos, el mar, con “una alegría infantil de velas pequeñitas, triangulares”, metonimia esta última de gran originalidad y belleza, en la que se presenta la parte (las velas) por el todo (los veleros que la lejanía empequeñece). Y continúa Miró empleando los verbos en presente actual, con dos excepciones significativas de carácter aspectual en los pasados, contraponiendo el pretérito imperfecto de indicativo, de acción imperfectiva (“Desde lejos le miraban unos chicos que volvían de la escuela”), y el pretérito perfecto simple -de acción perfectiva- (“Son hijos de la gata rubia de la Posada Nueva, que parió cinco”); y una tercera excepción que da entrada al futuro simple, que o bien expresa una intención (“Sigüenza lo cogerá, y después de tocar las crías y de mirarlas, lo dejará todo en la rama mejor del árbol”), o bien expresa la acción presente con tintes de atenuación (“¿Cómo se librará Sigüenza?”. ¿Se quedará Sigüenza solo con el gato?”). Este acertado uso de los tiempos verbales confiere a la parte más narrativa del texto un mayor dinamismo, en marcado contraste con las partes descriptivas dominantes, en las que Sigüenza se interna “en las contemplaciones y en el estatismo del paisaje y de los pueblos”, para experimentar en lo más profundo de su ser la comunión “con la raíz de su tierra”.
Un brevísimo parrafito de apenas 24 palabras nos pone ahora en contacto con el estilo más propio de Miró: lo auditivo (el resonar de sus pisadas rompiendo el silencio), lo visual (la claridad ambiental que invade hasta el silencio), lo sinestésico (el silencio hecho claridad; el grito caliente del verano): “Resuenan muy duras las pisadas de Sigüenza en la exactitud del silencio, silencio hasta de claridad después del grito caliente del centro del verano”; ocho nombres, incluido el suyo propio (pisadas, Sigüenza, exactitud, silencio -repetido-, claridad, grito, centro, verano), dos adjetivos (uno en función predicativa: resuenan; otro como adjunto al nombre: caliente), un solo verbo (resuenan), un adverbio antepuesto a un adjetivo (muy) y otro de carácter temporal (después), y los nexos imprescindibles (de/del, en, hasta); todo un ejemplo de estilo nominal, apto para la descripción de impresiones sensorias.
Y desde lo alto contempla Sigüenza campos, heredades -“Palma-hermosa”, entre palmeras y cipreses-, así como los pueblos del entorno, la imagen de cuyas figuras se le presenta con toda exactitud, y que, como si se tratara de un pintor, “modela” en el lienzo de su prosa, con sus características más relevantes y una adjetivación en la que ha desaparecido todo valor denotativo, para quedar reducida al subjetivismo de su percepción psicológica. Y así, Callosa de Ensarriá es “torrada, gruesa, madura”, y los cipreses que acompañan al Calvario adoptan un “gesto de penitente”; y Altea la Nueva, en la costa, resalta “con un dulce sonrojo -nueva sinestesia- en su cal y en la piedra desnuda de su campanario”; y en un alcor de frutales descuella la espadaña de Altea la Vieja; y Polop -donde Miró pasa temporadas- es “moreno y apretado”; y la Nucía es “toda blanca”, inmersa en vides, naranjos, limoneros, y con sus “secanos de tierras pálidas de porcelana”, imagen esta última fuertemente esteticista. Y cuando la tierra se interna en la mar, “parece que la rasguen hoy virginalmente” (con total pureza), y piedra y agua entonan entonces un “precioso crujido de frescura”, sugestiva imagen sinestésica esta, reforzada por el carácter onomatopéyico del vocablo crujido.
Y ahora, mientras la tarde decae por los caminos, atajos y vereditas por los el tiempo parece que se hubiera detenido, repara Sigüenza en múltiples detalles, más allá de la vegetación: “la abuelita labradora, con su costalillo de leña”, el rebaño de corderos “blancos, reducidos, diminutos”, con el “balido que toca tibio en la piel de Sigüenza”
(en realidad, es el sonido del balido el que llega hasta la piel tibia de Sigüenza, que se estremece), un balido que Sigüenza asemeja al ruido que producen unos dientes que roen la hierba (“un balido grueso de hierba rosigada”); y los “golpes jugosos” de los hachazos, “llenos y recónditos” que quiebran la quietud de los olivares y “laten en las sienes de Sigüenza”; y el “tábano peludo, con antiparras negras” y su vuelo “enloquecido” que le persigue...
Y son precisamente esos hachazos los que “desgajan el tronco dulce de la tarde”, de la que emana “el olor de aceite de carne astillada”, tan propicio para fomentar la meditación -el recogimiento, la introspección-, que es lo que a Sigüenza le sugieren las lámparas de aceite.
Y cuando Sigüenza se percata de que dos jornaleros están tronchando “el olivo más grande y antiguo de todo el olivar” -su preferido desde siempre, porque lo trasladaba al huerto sagrado de Gethsemaní, en Jerusalén, donde el Señor rezaba-, evoca momentos de su infancia. Y junto a los olivos, recuerda su casa y su ciudad “de entonces”; e incluso le viene a la mente aquel vendedor de confituras -al grito de “confitaaa!”-, o la calidad del arrope de la zona, cuyo “dulzor ardiente” -otra sinestesia sorprendente- siente al contemplar esa tala del árbol propio de Gethsemaní, y que no es aventurado suponer que deja en él una huella de orfandad.
Y de nuevo el estilo de Miró, con la gran belleza sensorial de sus imágenes: “Un poco de mar se ha tostado con un fuego que se cuaja; es un fuego que se aprieta y se hiela, y tiene encima un párpado azul de celaje”: una sugestiva combinación metafórica para describir la viveza cromática del crepúsculo vespertino sobre un mar “incendiado”, que deja vislumbrar entre nubes el cielo con diversos matices azules (“un parpado azul de celaje”, imagen de gran plasticidad que sugiere el sol del ocaso abriéndose camino entre retazos de cielo azul). Y de pronto aparece la luna llena, en forma de pan, “aplastada y total”, incapaz de transformar con su claridad un paisaje idéntico a sí mismo con el transcurso de los siglos -campos, senderos, laderas, mar...-; unos parajes que mantienen su colorido característico esa tarde de septiembre como la de cualquier otro septiembre ya lejano. Porque Sigüenza “asiste a una pura emoción de eternidad del campo”: tiene la sensación de haber retrocedido en el tiempo -1800, 1700, 1600, anota para hacer más expresiva su percepción psicológica-, y “se cree prolongado en esta naturaleza de piedras y de rosas pálidas y moradas, de mar descolorida, de aire inmóvil”; una naturaleza algo desvaída con el atardecer, y que el paso del tiempo no ha alterado, lo que justifica la “emoción de eternidad” que le transmite cuando la contempla absorto. Y esa contemplación le lleva a reparar en Callosa, Altea, Polop..., pueblos a los que dedica una cuádruple adjetivación ponderativa: “tan claros, tan viejos, tan leves y tan exactos”, porque su mirada es capaz de percibir en la distancia esa claridad, esa vejez, esa levedad, esa exactitud con que siempre resaltan al atardecer. Y siente que no hay diferencia entre lo que ven en esa tarde sus ojos y lo que verían pasadas generaciones -“las abuelas de aquellos siglos”-; porque no han cambiado caminos, cuestas, campanarios, cementerios, cumbres, olivares en calma, barrancos azules...
Y el texto entra en su clímax emocional: Sigüenza proclama la “necesidad biológica y estética de haber sido y ser siempre de allí”, despertada “al internarse en las contemplaciones y en el estatismo del paisaje y de los pueblos”; sus raíces -genéticas- están tan apegadas a su tierra que se confunden con esta, algo de lo que ya hablaba Cicerón, al que cita en latín como si de un argumento de autoridad se tratara (in montes patrios et ad incunabula nostra”); y remacha su comunión con su tierra en un símil de gran contundencia: “con un sentimiento étnico y exclusivista de sangre de Israel”.
A partir de aquí el texto remansa emociones desbordadas y, en cierta medida, entra en una fase anticlimática. Sigüenza repara en el sonido de las campanas: el pequeño esquilón avisa a las campanas mayores, y pronto “ruedan todos los molinos de los campanarios” -es decir, que voltean las campanas de todos los campanarios-, “en glorioso campaneo” -adjetivo este muy propio de Miró-, anunciando por valles, aradas, playas y sierras, la Octava de la Natividad de la Virgen (porque no hay que olvidar que estamos en septiembre, y que la Natividad de la Virgen se celebra el día 8). Y de las sensaciones auditivas se pasa a las visuales, concentradas en la luna, “cuya lumbre ya cae y empapa la noche”; una luna que al principio era “gorda y colorada”, y que ha devenido en “blanca, lisa”, “perfecta y redonda”, sola sobre los montes, y parte integrante de un paisaje que queda sumido en la noche profunda.
Y Sigüenza retorna, acompañado solo por su propia sombra “húmeda” -por el relente de la noche-; y de nuevo se topa con el gato recién nacido y moribundo, que todavía sigue gimiendo como una criatura -otra vez el gatito es sometido a un proceso de humanización-, y del que parece compadecerse una mujer de luto que por allí pasaba, y que se limita a exclamar:”¡Ay, qué agonía, padre San Francisco, ay qué agonía!”. Y Sigüenza quiere “apartarse con dulzura de aquel problema de la compasión”, al incluir al gato, junto a él mismo, en la “emoción de pureza y eternidad” de esa tarde que una luna grande ilumina...
Y una última observación referida a la sintaxis del texto. Miró emplea un recurso estilístico muy propio del novecentismo: coordinar, como unidades funcionales, parejas de elementos, ya sean nombres, adjetivos, complementos nominales, verbos...; con la finalidad de inyectar en la prosa una sensación de armonía. Abundan en el texto los ejemplos: “sus ropas y su cayada huelen a otoño” (pareja de nombres), “cosecha de algarrobas afiladas y retorcidas” (parejas de adjetivos), “los zarcillos de los frisuelos y de las calabazas” (parejas de complementos nominales), “por sus bocas blandas les pasan y les salen” (parejas de verbos con pronombre átono en posición proclítica), etc., etc. Por lo demás, la sintaxis es bastante sencilla: verbos en presente de indicativo y, con frecuencia, intransitivos; oraciones sin complejos nexos subordinativos y, por lo general, con sus elementos en construcción progresiva; párrafos breves... No así el léxico, a veces inusual, rico en valores connotativos, con una adjetivación que incluye delicadas sinestesias y todo tipo de matices sensoriales -cromáticos, auditivos, olfativos...- y una carga metafórica que dota al texto de ese elevado valor esteticista que es consustancial a la prosa de Miró.
Recomendamos al esforzado lector un paseo por esta geografía alicantina con la obra de Gabriel Miró en la mano. La experiencia puede ser inolvidable. Palabra de alicantino.