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"Bizancio. El apogeo", de John Julius Norwich

Ático de los Libros. 2024
viernes 08 de agosto de 2025, 21:08h
Bizancio. El apogeo
Bizancio. El apogeo
La conspicua editorial, citada a priori, nos está presentando una obra extraordinaria, que es relativa a toda la Historia del Imperio Romano de Oriente o Bizancio, el historiador sería el profesor, especialista en dicho imperio, John Julius Norwich (1929-2018). Recibiría el nombramiento de comendador de la Real Orden de la Reina Victoria, y pertenecería al Comité Ejecutivo del National Trust.

Este libro, y el resto de la extraordinaria integral, pretende realizar un estudio pormenorizado, y de lo más completo posible, sobre lo que se denominó como Imperio Romano de Oriente, nacido de la decisión fuera de serie del emperador Constantino I “el Grande” de crear una nueva capital, ahora a orillas del Bósforo, y a la que bautizaría como Constantinopla. En esta obra se estudia a Bizancio en el período de tres siglos, con una proliferación de los cronistas no solo en número, sino también en cualidad, cuando se acercan inclusive al género biográfico realizando retratos vívidos y descripciones de los personajes de la Historia narrada, y no faltando las esclarecedoras anécdotas.

Todavía hay periodos aislados, como el caso emblemático del comienzo del siglo XI, para los que las fuentes con las que contamos son tan insuficientes que llega a ser exasperante; pero, de ahora en adelante, tales periodos serán más la excepción que la regla. Respecto al resto de los periodos, gracias a escritores como Liutprando de Cremona, san Teófanes y sus continuadores, Jorge Cedreno, Juan Escilitzes y, sobre todo, el odioso pero siempre fascinante Miguel Pselo, podemos disfrutar de un cuadro incomparablemente más colorido de la vida en el palacio imperial de Bizancio en la Alta Edad Media que los que estamos en condiciones de reconstruir para cualquier otra corte europea del mismo periodo”.

En este periodo histórico se producirá en Occidente un hecho de relumbrón, y no es ni más ni menos que la coronación del franco Carlomagno, en Aachen/Aquisgrán, como Emperador del Sacro Imperio Romano y Germánico, la aquiescencia del obispo de Roma, Sumo Pontífice del catolicismo es total y absoluta, ya que es él quien preconiza este hecho. Bizancio está muy lejos, hablan griego y son de religión ortodoxa, por lo tanto, ajenos. Estamos, por lo tanto, en el año 800 d. C., y el gran papa León III “el Magno” se va a encargar de ceñir la corona imperial en la cabeza de aquel hombre de colosal estatura física, y Carlomagno se postrará ante el que calza las sandalias del pescador Simón Pedro. Tras ser electo como el Papa número 96º de los católicos, el 26 de diciembre del año 795, enviará, de inmediato, una epístola de confirmación con las llaves de la tumba de San Pedro, y de esta forma tan prístina lo reconocería como protector de la Santa Sede, sería Carlomagno quien le ayudaría para acabar con el complot urdido contra él mismo, tras refugiarse en Paderborn. Sea como fuese, León III coronaría, el día de Navidad del año 800, a Carlomagno como emperador.

El Imperio Romano de Oriente habría sido fundado en el año 330 d.C., en la ciudad de Nueva Roma, pero conocida ya en ese momento histórico como Constantinopla. Su evolución sería una lucha continuada contra los godos: ostrogodos sobre todo y visigodos, los hunos, los vándalos más que belicosos, y los ávaros, y, en su parte oriental o asiática, contra los persas sasánidas y, por fin, contra un enemigo formidable e irredento como sería y es el Islam. Bizancio perdería esta última y tremebunda batalla, de la que ya no se recuperaría jamás, desapareciendo, incluso, de la faz de la historia. Los agarenos o ismaelitas le arrebatarían, en diferentes embates, desde la Palestina del Hijo de Dios, Jesucristo, hasta la Siria de Damasco, y todo el norte de África y Egipto. Los emperadores bizantinos, en algunos casos, ayudarían todo lo que pudiesen, sin desearlo, a esta hecatombe definitiva.

A las pérdidas del pasado se sumaban las preocupaciones que suscitaba el presente: el califa Harún al-Rashid ejercía cada vez mayor presión en la frontera de Anatolia; más cerca de la capital, en los Balcanes, los búlgaros constituían un peligro constante, y el propio Imperio continuaba desgarrado por una violenta controversia que, tras tres cuartos de siglo, seguía sin hallar solución: ¿era o no pecado venerar los iconos e imágenes sagradas de Jesucristo, la Santísima Virgen y los santos?”.

Pero, lo que era una cuestión de discusión retórica, culta y teológica, pasaría, gravemente, a primer plano, cuando en el año 726 d.C., el estrafalario emperador León III Isáurico ordenó, sin ambages, la destrucción del gigantesco icono dorado de Jesucristo, que se encontraba situado en la entrada principal del palacio imperial de la propia Constantinopla. Su hijo Constantino V, sería mucho más fanático y agresivo con respecto a este inexplicable comportamiento, más propio del integrismo fanático musulmán, que de un cristiano que se preciare. No obstante, tras la muerte de este monarca iconoclasta, los iconódulos o adoradores o veneradores de las imágenes serían los vencedores, apoyados por la emperatriz Irene.

Aunque débil e incompetente, León IV era por temperamento tan iconoclasta como su padre; pero Irene lo dominaba por completo. Tras su muerte a los treinta y un años, ella se convirtió en regente en nombre del hijo de ambos, Constantino VI, que entonces era apenas un niño de diez años. Para cuando él alcanzó la madurez e intentó asumir la autoridad que legítimamente le correspondía, la madre no vaciló en ordenar que se le cegara. El tormento se llevó a cabo de una manera tan bárbara que Constantino murió poco después, algo que sin duda ella sabía que ocurriría. Irene se convirtió así en la primera mujer en reinar, no tan solo como regente, sino por derecho propio, sobre el Imperio bizantino”.

Esta mujer que era una ferviente iconódula consiguió restaurar, sin el más mínimo problema, el culto a las imágenes, y para hacerlo de una forma mucho más oficial, sería aprobado el hecho en el segundo concilio de Nicea, ya en el año 787. Ese magnicidio sería la causa de la situación ruinosa evolutiva de Bizancio, ya que el Imperio de Oriente había creado sus fundamentos que conllevaban la unión entre el Imperio y el cristianismo, el garante absoluto de todo ello era el emperador, y ahora se comprobaba de forma paradójica e inexplicable, como ese hecho de existir un único emperador en la Tierra, y que existía un único Dios en el cielo, no era cierto, y por lo tanto, el asesinato del soberano era asimismo una blasfemia. En esta tesitura histórica, los bizantinos contemplaron con una mezcla de incredulidad y de horror, y que existía un nuevo emperador en la Roma de Occidente, y que este era nada menos que un bárbaro germano, pero coronado por el Papa Leon III.

«La cúspide del poder bizantino, de Carlomagno a Manzikert. La coronación de Carlomagno como emperador de Roma en Occidente supuso un desafío para la autoridad de Bizancio, pero el imperio demostró una sorprendente capacidad para reponerse de los reveses y salir victorioso y más fuerte que nunca. En BIZANCIO. EL APOGEO, nos sumergiremos en la época de esplendor de Bizancio entre los siglos IX y XI. Durante este periodo, el Imperio bizantino se consolidó como baluarte europeo frente a las incursiones árabes y turcas, y desempeñó un papel crucial en la cristianización de los pueblos eslavos y en la configuración de Europa. De la mano de John Julius Norwich, maestro de la historia narrativa, asistiremos al renacimiento cultural y político de la dinastía macedonia, seremos testigos del regreso de la polémica de la iconoclasia y nos adentraremos en intrigas palaciegas y retorcidas tramas de asesinatos políticos. Conoceremos también reinados tan fascinantes como el del usurpador Romano y el del erudito Porfirogéneta, presenciaremos el doloroso cisma entre las Iglesias católica y ortodoxa y nos meteremos en el fragor de la trascendental batalla de Manzikert. BIZANCIO. EL APOGEO es una obra clave que nos adentra en el esplendor del Imperio romano de Oriente, el Estado más importante de la cristiandad medieval».

En efecto, estamos ante una obra extraordinaria, en la que desfilan ante nuestros ojos todo lo cruel, monumental y pasionalmente teológico, sazonado todo ello con asesinatos, matanzas, el libertinaje de la familia imperial y las complejas intrigas cortesanas, del Imperio de Bizancio. La batalla de Manzikert tuvo lugar el 26 de agosto de 1071, y en ella las tropas del basileus de Bizancio, Romano IV Diógenes, serían aplastadas, y ello conllevaría el comienzo de la turquización definitiva de Bizancio. «Roman ueteres peregrinum regem aspernabantur».

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