Seres humanos rotos, desarraigados, parias, que el viento ha arrastrado a sitios oscuros, sin cortinas y en callejones sin salida. Y no es casualidad que quien mira hable y quien escribe, contemple y quien llore cante. Cada día nos llegan imágenes de refugiados, venidos en pateras, en camiones, saltando corcentinas que hieren, temblando de desnudez y de miedo, cuerpos blancos que son oscuros y hay que visibilizar. Dolor de las sonrisas, inmovilidad de puertas cerradas, escondrijos sin justicia. Fríos, sin moverse, desnudos, hablando a través de las articulaciones. Hay que ver sin ir más lejos, llegan sin anuncios ni parafernalias, haciéndose un ovillo cuando son descubiertos, refugiados de sí mismos, callados, no queriendo molestar, no vaya a ser que los echen a patadas y los tilden de delincuentes. Tienen la mirada triste cuando miran por la ventana. Se alejan en sus recuerdos, se pierden en el fondo del sótano, y no quieren ni respirar para que no los acusen de apropiarse de lo de indebido. Tienen encorsetada la expresión, se ponen serios, no preguntan nada. Se habla, hablamos de refugiados. Refugiados no. No buscan refugio, buscan comprensión, igualdad, libertad, justicia… ni siquiera un paraíso, quieren un lugar para crecer, para soñar, para no sufrir, para no ser menos. Y son muchos. Cada vez más. A pesar de los que se quedan por el camino. Pero hay que intentarlo. Y hay que vivirlo. Y hay que entenderlos. Cuando una guerra comienza, sea cual sea la causa, (y lo peor es que no haya causas), se producen cambios, metamorfosis, se trastoca la forma de vida. Indefectiblemente desaparecen personas, surge el miedo, la precariedad de la subsistencia, el horror, el caos, la muerte. Es como si la poesía dejara de tener sentido. Los pensamientos se amontonan, los temores, se ensombrece el día, las historias personales se convierten en tierra, barro, ruinas, sangre, lágrimas, llanto, epitafios. Hasta que llega un final, que no se sabe cuándo será, hay que realizar un largo camino, prever soluciones, acoger refugiados, aguantar bombas y metralla, la polvareda no dejará ver las estrellas.
Son realidad, es congoja, es caudal de dudas y muertes, es el silencio de la boca seca y que no tiene para comer. Son historias que dan miedo, escabrosas, sin estrellas, cargadas de humanidad donde no la hay, en los campos de batalla, en las zonas arrasadas, en los hospitales y edificios bombardeados. Las personas se convierten en sombras de sí mismos, y se muestra, con desgarro, la falta de equilibrio entre unas sociedades y otras, entre los padecimientos de quien pierde a sus hijos, a su familia, o tiene la necesidad de ir a combatir a lugares donde la parca campa a sus anchas. Hemos perdido la brújula de la comprensión, de los sentimientos, de lo que llamamos humanidad. Estamos enlutados sin sonrisas, peregrinos de mandatarios que no saben lo que es poesía. No nos damos cuenta de que lo que está ocurriendo está sucediendo a nuestro alrededor, en estos casos no hay kilómetros de distancia, por muy largo que se haga el camino, por muy tortuoso que sea el recorrido, el final es buscar la esperanza, palabra que también se gasta. La muerte y la destrucción tienen demasiado fácil este campo de cultivo de odios, supremacía, exterminio. Demasiado largas se hacen las guerras, las invasiones, el odio, la devastación por parte de los seres “inhumanos”. Caminan huyendo hacia la noche y hacia la nada. A veces caen en trampas, en zancadillas, en tiros perdidos que no los buscaban… Duermen en zanjas, sobre colchones de ladrillos derruidos y ratas. No dejan de soñar, aunque ya no les queden más lágrimas. Se apoyan y se traicionan, el hambre es muy mala. Se abrazan para protegerse del frío y no sentirse fuera de casa. Caminan como procesionarias, la cabeza gacha, las rodillas ensangrentadas, y aún tienen ilusión, si no ganas, para recordar una poesía, para cantar una canción en voz baja, para imaginarse en otro tiempo bajo un seguro techo, para apretar el puño y que la esperanza no se vaya. Éxodo, 50 millones, dicen, que han perdido para siempre aquella seguridad de sus casas. Niños, mujeres y hombres de distinta condición, religión, sexo, raza. El mundo se mueve, pero parece que lo hace en la dirección equivocada. En El Camino de Lorena García de las Bayonas, se trazan tres de esos caminos, que se entrecruzan, se separan, confluyen en las vidas de los personajes que nos lo cuentan. Uno comienza en 1870, en Sudáfrica, cuando la época colonial, cuando había también diferentes categorías de esclavos. Los otros son más actuales, el senegalés que quiere venir a Europa porque en África todo está corrompido y no se puede subsistir. Y un occidental, que va en busca de aventura, pero no puede abstraerse a los desmanes que siguen sucediendo en esta mal llamada civilización actual. No los separan ciento cincuenta años, los unen las penurias, las injusticias, el abuso de poder, el mercantilismo comercial, la falta de libertad, la desigualdad entre clases. Mezclando palabra hablada y voz cantada, a veces, no vale la pena decir nada. Las palabras son solo palabras. Sueños. Nadie en su tierra, nadie de verdad, la realidad cruel. Nada cambia y todo es distinto. Nada empieza de nuevo y todo termina. Y una canción en el corazón. Memoria de hechos aciagos. Desgracias y muertes. Mirar al cielo y ver las estrellas, pero también el agua, el fuego, la tierra, el aire. Circundando nuestras vidas. Sufriendo, siempre sufriendo. Ojos sin lágrimas que ya no lloran por el polvo del futuro que nos espera. De vez en cuando una sonrisa. Pero no quiero ser nada. Solo que se me comprenda. Salir de este agujero. De ese campo de refugiados que es más una prisión, un muro infranqueable de sentimientos. Me gustaría verte llegar y darte un abrazo, que no tengas miedo. Que no te quedes mudo, que no se acabe el día con la acechante sombra de la noche convertida en hombres despiadados. Esperar, aunque no suceda nada. La esperanza, los abrazos, no más adioses. Campo de refugiados, caminos sin rastro, haciéndonos ver gritos y silencios, llantos y mordiscos, pobreza, miseria, degradación del ser humano. Las palabras sí deben servir para algo, para denunciar, para quejarse, para protestar, para pedir, para que, por fin, alguien escuche y se les haga caso. Por todo ello, este montaje se convierte en denuncia con una notable interpretación por parte de Teatro a Voces, con Carlos García, Favour David y Laura Rees, donde acaban sobrecogiendo en emoción al público, aunque al principio, pareciera que quieran distanciarse medio cantando y hablando ciertas frases. Sin embargo, el final, requiere ese minuto de silencio convertido en aplauso merecido por estos testimonios sobrecogedores.
FICHA ARTÍSTICAEL CAMINO TEXTO Y DIRECCIÓN: Lorena García de las Bayonas REPARTO: Carlos García, Favour David, Laura Rees Escenografía: Iain Court y Lucía Gironés Vestuario: Lucía Gironés Música: Lorena García de las Bayonas, Carlos García y Mario Viñuela Espacio: Centro del Actor Noticias relacionadas+ 0 comentarios
|
|
|