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Emil Cioran: "Soledad y destino"

Hermida eds, Madrid, 2019

viernes 24 de mayo de 2019, 14:27h
Soledad y destino
Soledad y destino

La palabra, al final, es quien, lógicamente, ha de venir a definir al escritor. Se diría incluso que es su ‘representación’ en la literatura, su propio interior, y, en tal sentido, la obra del autor es-será su legado para la cultura; incluso su definición ontológica. Recuérdese el ser-lenguaje-tiempo como referente hermenéutico.

Cuando ésta, la palabra, se transforma en referente de conciencia, en medio de transmisión del pensamiento, en un filósofo como Cioran –tan consciente de la idea de muerte con carácter genérico; lo que no debe interpretarse como pesimismo, como decepción, sino, antes bien, como construcción con sacrificio- el discurso puede llegar a alcanzar un grado de desnudo radical que resuena a anatema. Y solo es un análisis frío, alejado de hueras esperanzas vanas: “Quien medita sobre la muerte no puede ser sino un resignado; quien medita sobre la vida, un escéptico” Y, a continuación, redacta una especie de paradigma reflexivo a tomar en consideración, más todavía cuando ahora, alejados de la primera redacción de este discurso, el futuro deviene, cuando menos, duda: “Naturalmente, no podemos alejarnos indefinidamente de la irracionalidad de la vida: existe un límite.

La cultura no decae por superar ese límite, sino porque las posibilidades de la cultura como tal son más reducidas de que cree el optimismo inconsciente del hombre. Es indudable que en el futuro aparecerán nuevas culturas; la cuestión es si surgirán grandes culturas” Y añade, al poco, esa parte oscura de todo el que quiera aplicarse con lucidez a la realidad: “Si la productividad irracional en la vida está aún lejos de concluir, el hombre, en el que la vida ha tomado conciencia de sí, se agotará probablemente mucho antes de lo que sospechamos, si es que no desaparece. La decadencia del hombre puede ser una vuelta a la irracionalidad de la vida de la que se ha desprendido” ¿Y acaso no aparece como sombra inequívoca el pretender desprenderse de la realidad real en favor de una engañosa–perniciosa realidad virtual en que ese nuevo gran hermano vigilante informático nos quiere hacer vivir?

El libro, compuesto de una serie de trabajos, reflexiones compuestas en una etapa más joven y beligerante ideológicamente del autor, ésta escrito con una gran fuerza, como siempre valiéndose de palabras precisas; un gesto de advertencia a favor del pensamiento riguroso y hondo, consciente, que resulta oportuno, a veces casi revestido de un cierto tono de desafío. Mas, vale la pena (estamos en el interregno entre las dos grandes guerras) siempre, desde luego, reparar en ello.

En otro apartado de este libro caledidoscópico, a veces de intenso acento ético-moral encontramos, también, una observación amplia respecto de la visión de la muerte en relación con el arte; leemos: “Hay en el arte nórdico una sensibilidad mucho más acentuada que en el del sur. Mientras que en este último la visión torturante de las realidades esenciales es atenuada por un planteamiento estético del mundo, en la del norte la fecunda problemática de la vida es asumida hasta en sus últimos elementos” El caso es que, hacia el final de su vida, creo que podría sostenerse que su tendencia era, con carácter personal, una cierta aproximación hacia el sur. Quizás en ese rango cabría ubicar su, en ocasiones, vinculación al sentido del humor: rasgo personal que, él mismo lo sostenía, nunca quiso desvincular de su propia personalidad.

En fin, el libro constituye desde luego ese redoble de conciencia de un hombre implicado en las raíces de una filosofía de la realidad temporal vital: siempre didáctico, siempre advirtiente. Y allá cada cual en la libre exposición de su actitud ante la vida efímera: “Hay una categoría de hombres que no tienen el coraje de vivir, que no osan confesar sus sufrimientos ni combatir sus deficiencias con ímprobo dramatismo y que por un pudor metafísico evitan los grandes problemas y rehúyen las últimas consecuencias” Tal vez esos delegan, de alguna manera, en ese perenne efecto cultural imbuido: el peso del pensar trascendente, religioso, herencia de una cultura acuñada bajo la dura premonición de la advertencia, del miedo.

Ahora bien, ¿delegar el vivir, la conciencia del vivir, la realidad hacia la nada del vivir?

Alea iacta est.

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