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José María Manuel García-Osuna y Rodríguez
José María Manuel García-Osuna y Rodríguez

"La batalla de Las Navas de Tolosa. Un mito histórico" (2ª parte)

Editorial Alderabán. 2023. Cuenca
Por José María Manuel García-Osuna Rodríguez
jueves 26 de octubre de 2023, 15:14h

V.-LA BATALLA DE LAS NAVAS DE TOLOSA, SENSU STRICTO-

«La anécdota del pastor de Las Navas”, crucial para la batalla, había sido recogida con prudencia por los testigos directos Alfonso VIII, el arzobispo de Toledo- o simplemente ignorada, pero creció con el paso del tiempo. No es lo único. Podríamos constatar el mismo fenómeno con las listas de nobles que participaron en la contienda o con la identificación de quienes, en el momento final de la lucha, se adjudicaron la gloria de haber asaltado el palenque almohade, pero no parece necesario: nos basta con repasar en la obra de Gonzalo Argote de Molina la relación de linajes nobiliarios que tomaron en sus escudos de armas la divisa de las cadenas que rodeaban el campamento del emir, la cruz que apareció durante la batalla u otros signos alusivos a la jornada. Y es que, como afirma el citado autor: “(…) fue tan grande el concurso de todos los nobles de los reinos de España, para hallarse en esta batalla, que apenas quedó rico hombre ni hijodalgo en toda Castilla, Aragón y Navarra que pudiese tomar Armas, que no se hallase en ella. Y así se les puede dar con mucha razón crédito a todos los nobles, que por razonables conjeturas se preciaren de haberse hallado en ella sus antecesores. Y así, por tradiciones antiguas de algunos otros linajes consta haberse señalados en esta batalla sus pasados, y haber quedado memoria de ello en sus escudos”. A los efectos que aquí interesan, parece claro que Las Navas, como otros encuentros campales, no solo fue un acontecimiento central para los cronistas, sino también un motor historiográfico que, por sí mismo, generaba nuevas narraciones y ofrecía un verdadero trampolín propagandístico a linajes y lugares» (F. García Fitz; Op. Cit., pág. 49).

Fue llamada por los cristianos asimismo como la batalla de/por Úbeda, y por los sarracenos como Al-Uqab o Al-Iq︢ab o de La Cuesta.

La milicia de la caballería de los cristianos salió de la Mesa del Rey hacia las seis horas de la mañana o al despuntar el día del lunes 16 de julio del año 1212.

Descendiendo por la ladera sur, atravesando más fácilmente el barranco de Quiñones de Miranda, Diego López II de Haro dirige las tropas con tanto denuedo, saña y en tromba que los agarenos huyeron en desbandada ante la violencia del choque, solo los voluntarios intentan aguantar a pie firme la embestida y, por consiguiente, serán barridos totalmente, y la carnicería va a ser espantosa.

Ahora la conflagración es ya con el ejército almohade sensu stricto. Las tropas sarracenas que huyen son las conformadas por los soldados andalusíes que están muy descontentos por el trato recibido de parte del Miramamolìn, esos soldados no habían recibido todavía su soldada y habrían reprobado la ejecución de Ibn Qadis, el defensor de la fortaleza de Calatrava la Vieja.

Ya están ambos contendientes en Las Navas de Tolosa.

«Ordenadas las haces, se le paró Lope Díaz de Faro delante et dixo a don Diego Lopez su padre: pido vos por merced como a padre et señor que pues el rey vos dio la delantera, que en guisa fagades como me non llamen fijo de traydor; et miembre se vos el buen prez que perdistes en la de Alarcos; et por Dios queredlo oy cobrar, cao oy en este dia podredes fazer emienda a Dios, si en algun yerro le caystes. E entonces don Diego bolviose contra él muy sañudo et dixol: llamar vos han fijo de puta, mas non fijo de traydor; ca en tal guisa fare yo con la merced de Dios. Mas yo vere oy en qual guisa aguardaredes a vuestro padre y señor en este logar. E entonces fue a el Lope Diez e besol la mano e dixol: señor padre; vos seredes de mi como nunca fue padre de fijo; et en el nombre de Dios entremos en la batalla quando querrades» (Primera Crónica General, fol. 397; Según A. Huici Miranda; Op. Cit., nota-84, pag. 245).

Entonces, los saeteros kurdos comienzan a hostigar a los cristianos, quienes ya están en el Llano de las Américas; para poder contrarrestar al tropel mahometano que ya les acosa.

La caballería árabe intenta romper la formación en cuña de los cristianos.

Se escuchan los tambores de los almohades con un estruendo ensordecedor y- las mujeres musulmanas gritan histéricamente para animar a sus esposos.

El Toledano escribe:

«“Los nuestros que subieron por logares assaz desaguisados pora combater”. Y que llegaban cansados de la lucha y del calor en tan áspero terreno, vienen a dar de manos con los almohades, que los reciben a pie firme y rechazan fieramente sus acometidas» (A. Huici Miranda; Op. Cit., pág. 124).

Al llegar al denominado como Cerro de los Olivares, la vanguardia se encuentra con la perfecta formación de la milicia de los almohades, que comienza a luchar con tanta valentía que las alas y la primera línea de los cristianos comienza a ceder, ya que la posición de los soldados de la cruz de Cristo es muy desventajosa, luchando cuesta arriba y las tropas de Diego López II de Haro no pueden ascender por la ladera de ese cerro, donde está instalado el palenque del Miramamolín.

Este momento histórico es citado por el prelado Narbonense donde queda claro el lugar de la batalla como el de Las Navas de Tolosa.

«A los venerables y muy amados en Cristo Arnaldo, abad del Cister, y a los demás abades reunidos en Capítulo general, desea salud y sincero amor en el Señor, fray Arnaldo, por la gracia de Dios, arzobispo de Narbona. Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad, porque en nuestros días se ha mostrado magnífico el Señor con su pueblo, concediéndole de sus enemigos una victoria, por la que merece tanto mayores alabanzas, cuanto más poderoso es el enemigo de que ha triunfado. Os anunciamos una nueva de gran alegría, porque el Miramamolín, rey de Marruecos, que, según hemos oído a muchos, había declarado la guerra a todos los que adoran la Cruz, ha sido vencido y puesto en fuga en batalla campal por los adoradores de la Cruz. Por las indulgencias que el papa, vicario de Jesucristo, concedió a todos los que acudiesen a la guerra en socorro de la cristiandad española, concurrieron de todas las partes del mundo fieles cristianos a Toledo, donde por edicto de los Reyes de Castilla y Aragón debían reunirse en la octava de Pentecostés. Halláronse entre los concurrentes el venerable padre Guillermo, arzobispo de Burdeos, y otros prelados, barones y caballeros del Poitou, Andeg, Bretaña, Limoges, Perigord, Saintonges y Burdeos, con algunos ultramontanos de otras partes. Nos, con acompañamiento bastante honroso de caballeros e infantes bien armados de las diócesis de Lyon, Viena y Valentinois, llegamos a Toledo el tres de marzo (leáse junio), después de la octava de Pentecostés, y tratamos con los reyes del bien de la república cristiana y de la venida del rey de Navarra, que entonces estaba enemistado con el rey de Castilla; porque en nuestro viaje nos habíamos detenido en la residencia del rey de Navarra para inducirle a venir en socorro del pueblo cristiano. Cuando ya llevaba el ejército cuatro semanas de estancia en Toledo y fatigado con el tedio de la tardanza ardía en deseo de ir contra los sarracenos, un martes, a los quince días de nuestra llegada a Toledo, levantamos el campo todos los ultramontanos, llevando por guía y compañero de camino al noble Diego López de Haro, de orden del rey de Castilla; el domingo siguiente, fiesta de San Juan, llegamos a un castillo de moros llamado Malagón, y al punto, antes de plantar las tiendas, lo atacaron los ultramontanos. Antes de una hora, según creemos, ganaron todo lo que estaba alrededor de la cabeza del castillo. Luego atacaron sin descanso durante todo el día y la noche, con saetas y piedras, la cabeza del castillo, minando al mismo tiempo los muros con picos. Era una torre cuadrada de piedra y cal, que llevaba en cada lado otra torre unida a ella, cuyos parapetos estaban bien guarnecidos de tablados. Ganáronse por asalto las cuatro torres laterales y se llegó, minando, hasta los cimientos de la torre mayor. Defendíase todavía, como podían, los sarracenos que estaban en la parte alta de la torre y no podían aún los nuestros llegar libremente hasta ellos, porque estaban protegidos por unas bóvedas fortísimas de ladrillo y cal o yeso. Tratóse, pues, de la entrega de la fortaleza: los moros querían entregarse como esclavos, pero no agradó esto a los nuestros y se recibió el castillo a condición de que, dejando la vida salva al alcalde y a sus dos hijos, quedasen los demás a la merced de los extranjeros. Dióse muerte a todos los que se encontraron, excepto unos pocos. Al día siguiente, lunes, llegaron los reyes de Aragón y de Castilla, y el martes descansamos todos junto al castillo conquistado; el miércoles avanzamos dos leguas y llegamos a Calatrava. Era ésta una fortaleza bien defendida con fuertes y gruesas torres, en muchas de las cuales había manganelos. El sábado, día de la conmemoración de San Pablo (30 de junio) atacó todo el ejército la fortaleza, y con la ayuda de Dios, la parte más exterior hacia el río, que era la más débil y por donde atacaban el rey de Aragón, nuestros vieneses y los caballeros de Calatrava, fue ocupada muy en breve aquel mismo día, y en dos torres que había por aquella parte, se enarbolaron nuestros estandartes. Al día siguiente, comenzaron los sarracenos a tratar de la paz, y como la parte ganada era débil y lo que quedaba por tomar y muy fuerte, plugo a los reyes, para evitar dilaciones y la muerte de cristianos, recibir el castillo, a condición de que saliesen las personas libres y vestidas y de los caballos que allí tenían sacasen consigo treinta y cinco. El siguiente martes (3 de julio de 1212) algunos prelados ultramontanos, acompañados de gran muchedumbre de caballeros, retirándose del ejército y se volvieron a sus tierras; créese que serían los que se volviesen con los Obispos más de cincuenta mil. El domingo siguiente (8 de julio) salimos de Calatrava, dejando allí al rey de Aragón, que repartía a sus soldados las vituallas encontradas en el castillo, y llegamos al castillo de Alarcos, junto al cual tuvo lugar tiempo antes la batalla en que, por exigirlo sus pecados, fueron los cristianos vencidos por el rey de Marruecos. Aquel mismo día llegó el rey de Navarra; luego en dos jornadas llegamos al pie del monte llamado Puerto de Muradal, y algunos de los nuestros, subiendo a la cumbre del monte, vieron como a una legua o dos las tiendas de los sarracenos, algunos de los cuales pelearon con los nuestros en la misma cumbre. Díjose entonces en el ejército que estaba en aquellas tiendas el rey de Valencia, tío del Miramamolín, con los sarracenos y caballeros del lado acá del mar, a quienes llaman andaluces, para impedir el paso a los nuestros. Era muy arduo y estrecho el sitio por el que se proponía pasar el ejército; así es que para estorbárnoslo acamparon allí los moros. El Miramamolín en persona llegó al día siguiente, que era viernes, con el resto del ejército y nosotros subimos aquel mismo día a la cumbre del monte, sin pasar más adelante. Los moros abandonaron al punto un castillo que había en el monte. Aquel día atacaron los sarracenos a unos cristianos que se adelantaron un poco de las tiendas, los pusieron en fuga y mataron a algunos; a muchos más hubieran matado, sin por los de Viena y el Poitou, que estaban presentes, y aunque pocos, se opusieron con tal valor a los sarracenos, que los persiguieron más allá del agua de que nos querían privar; así, el ímpetu de los nuestros desbarató a los sarracenos. Al siguiente día, que fue sábado, no pudiendo seguir el camino que nos habíamos propuesto, tanto por la altura y aspereza del sitio, cuanto por los sarracenos que colocados en frente nos impedían el paso, dimos como un rodeo por otra parte, pasando por sitios arduos y abruptos; al llegar al punto en que habíamos de poner nuestras tiendas, nos encontramos con que las haces de los moros estaban ordenadas en frente, y a poco rato saltaron delante de las mismas haces los árabes y flecheros, provocando a los nuestros con sus lanzas y saetas. Los nuestros se ocuparon tan solo de plantar sus tiendas, dejando por aquel día la batalla campal. Al día siguiente, al amanecer, volvieron también los sarracenos con sus haces ordenadas del mismo modo que el día anterior. Los nuestros no aceptaron tampoco aquel día la batalla, solo los flecheros y algunos pocos más discurrieron de un lado para otro; los árabes por su parte torneaban con los nuestros, no al modo de los franceses, sino según su costumbre de tornear con lanzas o cañas. Aquel día el Miramamolín demostró su poder más plenamente que el sábado. Llegaba el tercer día, día de alegría, día que hizo el Señor, día por muchos siglos memorable. De mañana, antes que calentase el sol, la primera haz de moros y los árabes que estaban a un lado, como en otra colina (gente de la que se dice que nunca se acercan, sino que pelean corriendo sin orden fuera de filas), huyeron sin aguardar al enemigo, lo cual se demuestra porque en aquel sitio no se encontró ningún sarraceno muerto. Siguieron los nuestros a los fugitivos, y bajando del otro lado de aquella colina a un valle, encontraron un haz de muchos moros y los exterminaron. Los moros que huyeron, al llegar a la cumbre del monte más alto, se detienen porque estaba allí ordenada una haz fortísima, según ellos creían, y en la que se dice estaba el mismo Miramamolín. Suenan con estrépito los instrumentos de los moros, que los españoles llaman también tambores, detienen el paso los sarracenos, y no solo resisten a los nuestros, sino que los atacan con tal vigor que los serranos, cierta gente del reino de Castilla, vuelven la espalda, lo mismo jinetes que peones, de modo que casi todo el ejército que estaba antes de la última haz, excepto algunos nobles españoles y ultramontanos, parecía huir. Grande fue el temor de muchos de los nuestros, no defraudase el Señor aquel día nuestras esperanzas; pero es de creer que esto sucedió para reprimir la soberbia de los nuestros y para que al ver a nuestros soldados armados no nos atribuyésemos la victoria a nosotros, o a nuestras armas y caballos, que abundaban en nuestro ejército y escaseaban mucho en el de los sarracenos, sino que la atribuyésemos a Nuestro Señor Jesucristo y a la Cruz, que ellos habían escarnecido y que los nuestros llevaban en el pecho para ser, como dice el Apóstol, portadores de su improperio fuera del campamento, improperio con el cual no hay duda que luego vencieron los nuestros. Nosotros al ver a los cristianos en fuga comenzamos recorrer el ejército y a exhortar a los fugitivos a detenerse. Mas aunque los serranos y acaso muchos otros huían, como la última haz estaba firme y los reyes, cada uno con su acompañamiento, atacaban con gran ardor a los sarracenos, detuviéronse algunos por nuestros ruegos, otros hasta volvieron a la pelea, y no solo fueron rechazados los sarracenos, que seguían a los cristianos, sino que además los que estaban en aquel haz tan fuerte fueron vencidos y muertos. Desde aquel momento huyó irreparablemente el ejército de los sarracenos en pos de su rey, el Miramamolín, que ya antes había huido y que además según se dice y se cree, la noche anterior, presintiendo que iba a ser vencido, envió de noche por delante en mulos y camellos las riquezas inestimables que tenía. Los nuestros siguieron a los sarracenos fugitivos por medio de su campamento; al llegar a él encontráronse con la mayor parte de las tiendas echadas por tierra. Fueron en su alcance por cuatro leguas largas, y tantos mataron en la batalla y después de ella, que fueron los muertos sesenta mil y aún más, según se piensa. ¡Y cosa admirable: según creemos, de los nuestros no murieron cincuenta! En tres o cuatro sitios se encontraron tantas lanzas, aunque ya rotas, que todos los que lo vieron se admiraban grandemente. Encontráronse también en tres o cuatro sitios tantas arquillas llenas de saetas y cuadrilllos que, como muchos pretenden, dos mil acémilas no bastarían a llevarlas. Bendito sea por todo Nuestro Señor Jesucristo, que por su misericordia ha concedido en nuestros tiempos, bajo el feliz apostolado del papa Inocencio, la victoria a los católicos cristianos sobre tres clases de hombres petulantes y enemigos de su santa Iglesia: los cismáticos orientales, los herejes occidentales y los sarracenos meridionales. Por tantos bienes y dones como se nos han concedido, demos al que todo lo da con abundancia y sin echarlo en cara, las gracias, que a él le pedimos, si no dignas de él, por lo menos cuantas y cuales podamos. Fue esta batalla el año del Señor 1212, a 16 de julio, lunes, día de Santa Magdalena, en el sitio llamado Navas de Tolosa, porque había allí cerca un castillo de moros que se llama Tolosa y que ahora está en poder de los cristianos por la gracia de Dios; para que entiendan y teman otro tanto, si no se arrepienten, los herejes tolosanos. Al tercer día después de la batalla, el miércoles (18 de julio), dejamos el sitio aquel donde estaban las tiendas de los moros y donde habíamos pernoctado por dos noches y llegamos a cierta agua, que llaman Gualién. ¿Quién podrá explicar cuántos cadáveres, de los muertos hechos por los cristianos en el alcance, encontramos al avanzar hasta cierto castillo llamado Vilches, que había en el camino? Volvió el castillo aquel día a poder del rey de Castilla y había en él algunos sarracenos que huyendo de la batalla se habían refugiado allí. Descansó el ejército junto a la dicha agua de Gualién por dos días; el viernes llegamos a Baeza, que encontramos del todo abandonada por sus moradores, pues la mayoría se había refugiado en la vecina ciudad de Úbeda. La mayor parte del ejército fue a Úbeda aquel mismo día; nosotros, con el resto, llegamos al día siguiente. Al otro día, que era domingo, cuando ya se había armado la mayor parte del ejército para atacar la ciudad, plugo a los Reyes volverse al campamento y diferir el ataque por aquel día. El lunes dióse el asalto, y cuando ya los nuestros después de persistir muchas horas sin gran provecho, casi desesperados, se habían vuelto en su mayoría a las tiendas, de pronto por la parte que atacaba el Rey de Áragón, media torre, que habían minado, cayó, y entrando por aquel portillo los aragoneses, comenzaron los sarracenos a abandonar los muros; entonces, asaltando los cristianos la muralla por diversos puntos, los sarracenos abandonaron dos partes de la ciudad y se refugiaron a toda prisa en la tercera, que era algo más fuerte. Luego se trató de concierto en esta forma: que los sarracenos de Úbeda diesen a los reyes un millón de mazmutinas y que ellos se quedasen en la ciudad con todas sus cosas. Pero como este trato era contrario a la ley de Dios, por venderse a los sarracenos, no solo armas y víveres, cosa prohibida con excomunión por los cánones, sino además la tierra que se iba a adquirir y aun la ya ganada, pues una parte de la ciudad había sido tomada y había esperanzas certísimas de tomar el resto; por ello comenzaron algunos obispos de los que había en el ejército a reclamar contra tal concierto. No es de nuestro caso decir por consejo de qué cristianos se hacía este pacto. Por fin, volviendo en su acuerdo los reyes, se hizo este otro ajuste: que los moros diesen la cantidad de dinero prometida y además dejasen la ciudad para arrasarla, saliendo ellos libres con todas sus cosas. Pero sucedió por disposición divina que no pudieron cumplir los moros sus compromisos y en consecuencia fueron reducidos a esclavitud por los cristianos y los muros de la ciudad fueron derruidos. Bendigamos pues todos al Señor, alabémosle y confesémosle porque ha usado con nosotros de su gran misericordia. Por ello rogamos a vuestra santa discreción que deis gracias a Dios todos juntos e insistáis en la oración hasta que el Señor con plena victoria glorifique a su Hijo Nuestro Señor Jesucristo, con quien vive y reina en unión del Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén» (Carta de Arnaldo Amalarico, arzobispo de Narbona. Mondéjar: Apénd. CIII. Apud A. Huici Miranda; Op. Cit., pág. 216).

En la Crónica Latina de los Reyes de Castilla se abunda más en el hecho:

«Se atacan, se lucha por doquier, cuerpo a cuerpo, con lanzas, espadas y mazas, y no hay lugar para los saeteros. Insisten los cristianos, resisten los moros, se produce el fragor y ruido de armas. Se mantiene la lucha, ni unos ni otros son vencidos, aunque en alguna ocasión unos caigan sobre los enemigos y en otras sean repelidos por ellos. En alguna ocasión se llega a gritar por algunos cristianos heridos que los cristianos habían sucumbido» (Edición L. Charlo Brea, Cádiz, 1984, pag. 33. Apud C. Vara Thorbeck; Op. Cit., pág. 330).

El hecho básico se refiere a que los cristianos peleaban esforzada y trabajosamente cuesta arriba contra los agarenos situados en las cumbres. En este momento las bajas de los cristianos ya eran elevadas. En su retroceso para no ser masacrados, la caballería almohade perseguirá a los politeístas según cuenta el prelado toledano:

«El noble Alfonso, al darse cuenta de ello y al observar que algunos con villana cobardía, no atendían a la conveniencia, dijo delante de todos al arzobispo de Toledo: “¡Arzobispo, yo et vos aquí morremos!”. Aquél respondió: “¡De ningún modo; antes bien, aquí os impondréis a los enemigos!”. A su vez, el rey, sin decaer su ánimo dijo: “¡Uayamos apriessa a acorrer a los primeros que están en gran peligro!”. Entonces Gonzalo Ruiz de Girón y sus hermanos avanzaron hasta éstos; pero el caballero Fernán García, hombre de valor y avezado en la guerra, retuvo al rey, aconsejándole que marchara a prestar socorro, controlando la situación» (Según C. Vara Thorbeck; pag. 331).

De nuevo el Toledano escribe:

«Pero Alfonso VIII, impaciente, no podía sufrir la indecisión de tan críticos momentos, y a poco volvió a decir a D. Rodrigo: “Arzobispo, aquí mueramos, ca tal muerte conuiene a nos et tomarla en tal articulo et tal angostura por la ley de Cristo et mueramos en él”. El arzobispo respondióle animoso y confiado: “Sennor, si a Dios plaze esso, corona nos uiene de victoria (…); pero si de otra guisa pluguiere a Dios todos conmunalmientre somos parados pora morir con uusco et esto ante todos lo testigo yo, pora ante Dios”» (A. Huici Miranda; Op. Cit., pág. 125).

Pero, entonces la soberbia almohade perdió a los islamitas, ya que rompieron su formación para perseguir a los cristianos en fuga.

El rey de Castilla aceptó la advertencia y el ánimo de Jiménez de Rada sofrenó sus intentos de contraataque, hecho que había sido la causa fundamental del desastre en Alarcos, ahora todo sería muy diferente.

En este instante el frente y la zaga almohades quedarán desbaratados, así lo refiere Ibn Abi-Zar en su obra Rawd al-Qirtas, que hemos citado con anterioridad, por la secesión de los caídes de los andalusíes que odiaban a muerte al Miramamolín por haber victimado a Aben Qades y las amenazas estereotipadas que les había dirigido Aben Yamaa.

Alfonso VIII movió a toda su retaguardia en su derredor, y con su pendón real del castillo de Castilla se dirigió contra el palenque de Al-Nasir que se hallaba en el Cerro de Las Viñas.

No obstante, los honderos y saeteros sarracenos al reconocerle lanzaron piedras y flechas contra el susodicho monarca castellano:

«D. Rodrigo escribe que la Cruz del Señor que delante el arzobispo de Toledo auie costumbre de uenir aduziendola aquella hora Domingo Pascual de Almoguera, canonigo de Toledo, entro con ell por ell az de los moros, et paso por todos marauillosamientre, et non tomando y ningún pesar esse don Domingo que la cruç traye, nin ninguna lision, sin los suyos, ca non uenien y con el et assi fue y en su yda sin todo periglo, fata que llego all otro cabo de la batalla; et fue assi como plogo a Dios”. El arzobispo parece indicar que su cruz atravesó milagrosamente por todo el ejército enemigo, pero hay que notar, según se desprende de la narración del mismo D. Rodrigo, que la cruz no se movió de la retaguardia hasta que los cristianos llegaron al pie de la colina, en cuya cumbre estaba el palenque; que cuando se movió fue con el Arzobispo y el rey, de quien dice que uenosse apriessa fasta que llego al corral del moro”, sin milagro alguno, y finalmente que no estuvo en la mente del Arzobispo decir que el canónigo con su cruz atravesó la estacada y el cadenado del palenque para llegarfasta ell otro cabo de la batalla”. Ni el rey en su carta, a pesar de ser extensa y dirigida al papa, ni el arzobispo de Narbona, que refirió los pormenores de la expedición al capítulo general del Cister, ni Lucas de Tuy, ni los Anales Toledanos, ni Alberico, ni autor alguno contemporáneo hacen mención de tal milagro» (Mondejar, CI, Según A. Huici Miranda; Op. Cit., pags 245-246, nota-90).

Domingo Pascual-Pascasio fue un canónigo, dean y chantre de la catedral de Toledo, también será arzobispo de Toledo, pero no será consagrado al haber muerto tres meses después de su elección (1262), portaba la cruz primacial del arzobispo Rodrigo Jiménez de Rada, la cual le protegería y no recibiría ninguna herida en la batalla de Las Navas de Tolosa.

Entonces, los imesebelen que como ya es sabido estaban encadenados en sus puestos defensivos, al no poderse mover con soltura fueron rematados inmisericordemente a lanzadas por las tropas cristianas, los que pudieron escapar fueron acosados con saña por los soldados de Alfonso VIII.

Era preciso, pues, cerrar la tenaza alrededor de los enemigos, y de ello se van a encargar los reyes Pedro II de Aragón y Sancho VII de Navarra, quienes derrotarán a las alas almohades. Tanto Aznar Pardo cómo García Romero y Álvaro Núñez de Lara, este último el alférez mayor de Castilla, se colocarán las pertinentes medallas de ser los protagonistas del asalto al palenque del Miramamolín, pero la tradición popular se lo atribuirá desde el principio del mito histórico de la batalla de Las Navas de Tolosa al gigantesco rey Sancho VII el Fuerte de Navarra, y desde este momento histórico el reino de los bascones navarros llevará en su escudo las cadenas tolosanas.

El Toledano contempla con alborozo la desbandada ismaelita, y se dirige al monarca de Castilla manifestándole que:

«Señor, membraduos todauía de la gracia de Dios que cumplió en uso todas las faltas et yaquanto el denuesto de Toledo et oy uso lo emendo; et membraduos otrossi de uuestros caballeros por cuya ayuda uiniestes a tan gran gloria et tanto prez entre los reyes de Espanna» (Según A. Huici Miranda; Op. Cit., págs. 126-127).

La derrota ya era total y completa. Los caballeros y magnates castellanos, los voluntarios leoneses y portugueses (uno de los más destacados es Fernando Pérez de Varela, “el del Capelo”, por que recibió un fuerte golpe en el capelo o casco de hierro que portaba), y los de las órdenes militares no pudieron dedicarse al pillaje y al saqueo, como hubiese sido su deseo y anhelo, ya que estaban amenazados taxativamente de pena de excomunión por el arzobispo Jiménez de Rada, si tal cosa hacían, “fasta que la batalla fuese librada”.

Pero, los peones y los concejiles sí consiguieron robar las joyas, las ropas y las vajillas de los almohades que se quedaron en el campamento mahometano, y todo ello de gran precio y valor; los infantes y los caballeros del reino de Aragón no estaban bajo la jurisdicción eclesiástica del Toledano, por lo que fueron los más diligentes para el saqueo.

Los sarracenos fueron perseguidos en su huida hasta Vilches, distante unas tres leguas de Las Navas de Tolosa más o menos. Los caballeros cristianos persiguieron con gran odio y ninguna clemencia a los derrotados. Cuando llegó la noche la carnicería era pavorosa, siendo los soldados de Aragón los más diligentes en la realización de la degollina.

Como indica Ibn Abi Zar, los heraldos del soberano de Castilla habrían indicado a voz en grito a priori, que todo aquel soldado cristiano que trajese un solo prisionero musulmán sería ajusticiado junto con él. La clemencia pasaría a mejor vida ese día, y la sangre teñiría de rojo púrpura las tierras de Las Navas de Tolosa. Todos los prelados y los clérigos que estaban ese día en el campo de batalla ya habían dado gracias al Dios de los cristianos entonando el pertinente himno del TE DEUM LAUDAMUS.

Se puede considerar sin posible equivocación que hacia las 21 horas todo estaba ya finiquitado, y los soldados, prelados y soberanos se aposentaron en el campamento abandonado del Miramamolín, “cansados pero assaz alegres”.

El ejército victorioso tuvo bastantes problemas para poderse instalar donde estuvo el palenque carmesí del Miramamolin, a causa de los miles de cadáveres enemigos amontonados que dificultaban el tránsito de los caballos y de los peones:

«CRÓNICA GENERAL, pag. 703: D. Rodrigo, que da este dato, añade forzando la nota hasta lo milagroso, que: maguer que yazien destorpados de todos sus cuerpos et de todos sus miembros et despoiados todos que los despoiaran los pobres, pero por tod esso en todo el campo de la batalla ninguna señal de sangre non pudo seer hallada”» (Apud A. Huici Miranda; Op. Cit., pág. 248, nota-99).

Los cuadrilleros fueron los que se encargaron de inventariar el botín obtenido, el cual se iba a utilizar para indemnizar a los heridos, a los familiares de los fallecidos, y para poder reponer las armas rotas e inservibles, y a los animales heridos o muertos en la lucha.

Los soldados de los concejos recibirían, de dicho botín de guerra, los estipendios pactados y el resto del botín se repartiría entre los soldados regulares.

La Crónica de Veinte Reyes refiere una curiosa anécdota sobre el rey Pedro II de Aragón, quien presentaba lo que hoy podríamos definir como un hematoma (acumulación de sangre como consecuencia de un golpe, de color cianótico amoratado) importante en el pecho, producido por un traumatismo por una lanza, pero no se había producido la esperada herida inciso-contusa ya que la lanzada no había llegado hasta el tejido muscular torácico, patología dolorosa que pudo afectar en forma de contusión a alguna de sus costillas.

No se tienen noticias fidedignas sobre el tiempo de duración de la batalla de Las Navas de Tolosa:

«16 ò 18 horas transcurrieron desde que los cristianos se pusieron en pie dos o tres de la mañana- hasta que, terminado el alcance, se instalaron en el campamento almohade siete a ocho de la noche-. Con la primera luz del día confesarónse y comulgaron todos los soldados cristianos, y aunque la confesión fuese general, no pudo menos de ser larga la ceremonia de la comunión; guisaronsse luego todos e guarnecieronsse de todas sus armas como era mester”. Por esta preparación, habremos de entender que comieron, pues no hubo lugar de hacerlo después en todo el día, y no es posible que soportasen en ayunas las fatigas de tan larga y ruda jornada. Una vez armados, formáronse en orden de batalla, operaciones todas que, aun siendo rápidas, requerían mucho tiempo en un ejército numeroso» (A. Huici Miranda; Op. Cit., pag. 132).

-El Rey Sancho VII de Navarra en la conquista de las cadenas del Miramamolín-

VI.-EL BOTÍN OBTENIDO POR LOS CRISTIANOS-

«Este año los reyes cristianos de Castilla, Navarra y Aragón entraron en batalla contra el Miramamolín, rey de los sarracenos, y por el favor de Dios consiguieron la victoria. Para alegría y alborozo de todos los orientales, el rey de Castilla escribió cartas al papa Inocencio sobre tan gran triunfo concedido por el cielo a los príncipes cristianos. Envióle además honrosos presentes del botín cogido a los sarracenos, como fueron una tienda toda de seda y un estandarte tejido de oro que se colocó en la basílica del Príncipe de los Apóstoles para gloria del nombre de Cristo» (Ricardo de S. Germán, en el tomo III de la Italia Sacra, de Fernando Ughelo, p. 972. Apud A. Huici Miranda; Op. Cit., pag. 226).

La captura de un muy rico y valioso botín fue una de las causas, entre otras varias, que movilizó a ambos ejércitos enemigos a enfrentarse en un campo de batalla de dudoso resultado, y no solo influyeron los factores religiosos y los socio-politicos. No obstante, parece ser que el Miramamolín, en previsión de una posible derrota ya había enviado por delante la noche anterior sus ingentes riquezas en varios mulos y camellos de carga.

En función de lo que antecede, como conocía cuales eran las intenciones codiciosas de los almohades, y para evitar este comportamiento de rapiña de los sarracenos, Alfonso VIII prohibió a sus caballeros el lujo y los adornos ostentosos.

Asimismo, el arzobispo Ruy o Rodrigo Ximénez o Jiménez de Rada apoyó la orden del rey, claramente en el caso de los caballeros de Castilla sobre los que tenía jurisdicción, esto bajo pena de excomunión, prohibiendo taxativamente el pillaje, y de esta forma evitaba que no siguieran persiguiendo a los sarracenos una vez ganada la batalla.

El servicio sanitario en los ejércitos del Medioevo estaba representado por los denominados CIRUJANOS o MAESTROS EN LLAGAS. El cirujano percibía 20 mencales o meticales (moneda antigua de vellón de mediados del siglo XIII), equivalentes a los maravedíes del rey Alfonso X “el Sabio” de León y de Castilla por actuar sobre una fractura abierta; 10 por la su intervención en las heridas transfixiantes o perforantes sobre todo de las extremidades inferiores; y 5 por las heridas simples.

Las indemnizaciones que percibían los heridos eran según la localización y la gravedad de la herida: 6 morabetinos si era en la cabeza; 10 si era en los dientes y en las orejas, y 20 monedas si las lesiones asentaban en las manos, los pies, los ojos o en la nariz.

La muerte o la lesión bélica de las cabalgaduras también era causa de indemnización. La reclamación se hacía ante el Conceyu-Concejo en un plazo de tres días, el caballo herido era recogido y cuidado al máximo de las posibilidades de la época, pero si desgraciadamente fallecía le abonaban al dueño el valor del noble bruto. Se indemnizaba, asimismo, por la pérdida de las armas; cada prisionero era canjeado por otro de la misma categoría social.

El reparto del botín obtenido tras la batalla se pretendía que fuese lo más equitativo posible, percibiendo en primer lugar y más cantidad los adalides, a continuación, iban los caballeros y en último lugar los peones. 1/6 parte era para el conde de la urbe de que se tratase o para el soberano de turno. Como se sabe, los ejércitos cristianos no poseían soldados profesionales en sus milicias, no percibían sueldos fijos y solo participaban en las ganancias.

Los sarracenos sí disponían de tropas profesionales, las cuales recibían del khalifa o del amir un determinado y ya pactado salario; pero, en Las Navas de Tolosa el pago se retrasó y los agarenos no se sintieron incentivados monetariamente, y la consecuencia inevitable y evidente fue una aplastante derrota.

Una vez tomado el campamento del Miramamolín en Santa Elena, Rodrigo Jiménez de Rada apostrofó al rey de Castilla indicándole, según la propia Crónica del Toledano, que:

«Tened presente la gracia de Dios, que suplió vuestras carencias y que hoy borró el deshonor que habéis soportado largo tiempo. Tened también presentes a vuestros caballeros, con cuyo concurso habéis logrado tanta gloria» (Apud C. Vara Thorbeck; Op. Cit., pág. 341).

Se cita que a continuación se cantó un Te Deum laudamus, que resultó tan transido de emoción que todos aquellos varones tan fornidos no pudieron evitar las lágrimas. A pesar de los pesares el botín fue ingente, desde ricos vestidos de seda y de tafetán, hasta ornamentos muy valiosos, metales preciosos y mucho dinero. De nuevo el Toledano nos ilustra con la rapiña del botín: «Difícilmente podría calcular uno finamente qué cantidad de camellos y otros animales además de vituallas fueron hallados allí» (Según C. Vara Thorbeck; Op. Cit., pag. 341).

Desde el lunes por la noche hasta la mañana del miércoles no se consiguieron quemar ni la mitad de los restos inservibles de astas de lanza, arcos y flechas abandonados en el campo de batalla:

«Mandó el rey de Castilla coger las cosas del campo et adozirlas todas a un logar do las pudiesse uer”. El tendría su parte en el botín, y de ella hizo luego grandes dones a sus auxiliares, pero se dejó a cada uno robar y pillar lo que pudo; es falso que dio el rey a don Diego que partiese al campo como él quisiese. E entonces-dice la Crónica de Florian de Ocampo-, D. Diego partiolo en esta manera et dixo. Señor todo el algo que vos et nos et los fijos dalgo auemos de auer en esta batalla del Miramamolín, según que esta en el corral, sea todo del rey de Aragón et del rey de Nauarra et a vos Señor, do yo la honrra de la batalla ca la deuedes auer. Señor las otras gentes si algo ouieron ende que se presten cada uno de lo que gano; ca non sería guisado lo al. E el noble rey don Alfonso gradesçiogelo mucho et touo que partiera bien et confirmo su juicio» (Según A. Huici Miranda; Op. Cit., pag. 249, nota-122).

El hecho se reafirma casi palabra por palabra en la Crónica de Veinte Reyes:

«Cuenta la estoria que la tienda de Miramamolín era de sirgo bermejo rricamente obrada. Esta tienda dio el rrey don Alfonso al rrey de Nauarra. Entonçes mandó a don Diego Lopes, señor de Vizcaya, que partiese el campo commo él quisiese. Don Diego partiólo en esta manera: “Señor, diz, todo el algo que vos e nos los fijosdalgo auemos de auer desta batalla que fue de Miramamolín, segund que está en este corral, sea del rrey de Navarra e del rrey de Aragón, e a vos, señor, do la honrra, que deudes auer. E, señor, las gentes otras si algo ovieron préstense dello cada uno de lo que gano que non seríe guisado lo ál”, el rrey Alfonso gradeçiógelo mucho e touo que lo partiera bien e confirmo su juyzio» (Según C. Vara Thorbeck; Op. Cit., pág. 341 y 342).

El estandarte y la lanza califales fueron enviados por el rey Alfonso VIII al Papa Inocencio III.

El día 18 por la mañana, los reyes llegaron a la convicción de que el hedor de tan ingente número de cadáveres insepultos, y a esta altura de tan caluroso verano, era tan insoportable para el olfato y para el órgano de la vista, que decidieron dirigirse hacia Úbeda y Baeza, poniendo las tiendas de su campamento a orillas del río Guadiel, a dos o tres leguas del campamento de los almohades.

Y las ciudades de Úbeda y de Baeza reconquistadas, concretamente esta última estaba abandonada:

«Pues leyendo el peligro de los suyos, cogieronse et uinieronse pora Hubeda, sinon unos embargados o impedidos (viejos y enfermos) que se nos pudieron tan bien librar como los otros, et metieronse en un templo de los suyos que llaman mezquita, mas los vencedores prendieron fuego a la mezquita y los quemaron a todos» (Según A. Huici Miranda; Op. Cit., pag. 135).

«Décimo séptimo de las kalendas de agosto, año 1212, fueron tomadas las ciudades de Úbeda, Calatrava y Baeza, después de una batalla campal con los sarracenos, en que triunfaron los cristianos» (Cronicón Barcinonense, I; Apud A. Huici Miranda; Op. Cit., pág. 226).

Sea como sea el consejo de los tres reyes en conciliábulo decidió, motu proprio, dirigirse a Úbeda, que era una población con amplias defensas, en ella se habían refugiado los fugitivos de Baeza, y el asalto se decidió realizarlo con escalas y sin poliorcética, el hecho se produciría el lunes 23 de julio. Los agarenos se habían refugiado en Úbeda porque conocían que nunca había sido tomada, y esperaban tener allí su máxima seguridad.

«A principios del año 608, dirigióse Anasir contra el país de los cristianos en son de guerra y fue a sitiar la fortaleza de Salvatierra, que tomó; Alfonso reunió contra él un gran ejército de España, Oriente y Constantinopla; encontráronse los dos ejércitos en el sitio llamado el Uqab; cayó Alfonso sobre los musulmanes, que no estaban prevenidos, y los derrotó; fueron muertos muchos almohades, y el emir Anasir se mantuvo con constancia no vista en ningún rey antes de él, sin lo cual hubieran sido todos exterminados. Fue esta derrota en lunes, a mediados del Safar del año 609; de allí se dirigió Alfonso contra Baeza y encontróla abandonada; encaminóse luego a Úbeda, donde halló muchísimos musulmanes de los fugitivos de la batalla y de la gente de Baeza; sitió a Úbeda trece (tres) días y la tomó por asalto, cautivó y saqueó, y fue esta desgracia más dura para los musulmanes que la misma derrota de Hisn-el-Uqab»(Tomo XXII de la Historia Universal de Ahmed ben Abdeluahab ben Mohamed ben Abdeddaim, conocido por Annouairi. Manuscrito num. 60 de la Academia de la Historia; Según A. Huici Miranda; Op. Cit., pág. 190).

El soberano de Aragón logró minar una de las torres de la muralla de Úbeda, y consiguió penetrar en ella. El primero en llegar a lo alto de la muralla fue un escudero del magnate castellano Lope Fernández de Luna. A continuación, los musulmanes refugiados en el alcázar, aterrorizados por lo que esperaban se les iba a caer encima comenzaron las capitulaciones; la ciudad sería arrasada, aunque en esta ocasión los ismaelitas defensores serían perdonados; los monarcas cristianos consideraban que ya se había derramada demasiada sangre de los hijos del profeta Mahoma. En esta lucha pasaría a mejor vida el Gran Maestre de los Templarios Gómez Ramírez.

Se les solicitaron un millón de maravedíes de oro, para respetar a su ciudad, y de esta forma los reyes consideraron que podrían hacer frente a los enormes gastos devengados en la campaña, la enormidad de esta cantidad conllevó una absoluta imposibilidad para hacer frente al acuerdo por parte de los agarenos, y se pasó a la fase destructiva.

Tal como hemos mencionado con anterioridad, en la epístola enviada por el rey Alfonso VIII de Castilla al Sumo Pontífice Inocencio III, el soberano castellano refiere la completa destrucción de la ciudad, ya que no existían repobladores suficientes cristianos como para mantenerla incólume.

Indica, asimismo, que serían cogidos prisioneros unos 60.000 sarracenos, unos fueron pasados a mejor vida y otros entregados como cautivos para el servicio de los magnates, oficiales y caballeros cristianos, y también para la reparación de los monasterios de la frontera.

VII.-LOS MUERTOS MÁS IMPORTANTES-

«Alfonso rey de Castilla, Pedro de Aragón y Sancho de Navarra, con muchedumbre de nobles congregados de diversas partes del mundo, pelearon con el Miramamolín, rey de Marruecosy mataron de su ejército más de 100.000 sarracenos» (Cronicón de San Victor de Marsella. Flórez, XXVIII, 345. Según A. Huici Miranda; Op. Cit., pag. 226).

En los textos del Qartás y el Maqari, nada proclives al imperio almohade, se indica que de los 600.000 soldados de Anasir solo se salvaron 600, incluso en el Qartás se dice que el imperio de los almohades en el norte de África quedó tan sumamente despoblado que los benimerines se apoderaron del Marruecos meridional sin el más mínimo problema y la más mínima resistencia. Los historiadores musulmanes califican a la milicia cristiana como una plaga de langostas o como las arenas de una playa.

El rey Alfonso VIII de Castilla y el arzobispo Rodrigo Jiménez de Rada de Toledo escriben qué del ingente ejército del Miramamolín, conformado por 185.000 caballeros e innumerables peones, fallecieron unos 200.000, mientras que solo pasaron a mejor vida unos 25 soldados de la cruz. Así se indica en la misiva enviada al Papa Inocencio III, en este caso frente a 100.000 muertos sarracenos solo morirían 30 cristianos.

La infanta castellana Berenguela, luego reina de León, escribe a su hermana Blanca, luego reina de Francia, que el número de muertos de entre las filas cristianas es de 200. El Narbonense relata la muerte de 100.000 agarenos frente a 50 de los cristianos.

«El mismo año de la expedición de los infantes, el rey de los sarracenos, que se decía Miramamolín, entró por las fronteras de los españoles cristianos con infinito ejército de paganos, habló con gran soberbia contra los adoradores de Cristo y les presentó batalla; los cristianos lucharon contra él, lo vencieron y mataron a casi todos los suyos. Tomaron parte en esta guerra muchos buenos y fuertes varones de Francia a petición del rey Alfonso, a quien se llamaba el Rey chico; también asistió a la batalla el rey de Aragón, guerrero esforzadísimo, que envió a Roma, en señal de la victoria, la lanza y el estandarte del mismo Miramamolín, los cuales aún se conservan en lugar preeminente. Salieron de Toledo y tomaron primero la tierra de Malagón; vinieron luego a Calatrava, castillo fortísimo, y también lo tomaron, devolviéndolo luego a los hermanos de la Orden de Calatrava. Ganaron esta fortaleza los franceses por modo milagroso, porque entró en ella el primero un sacerdote con el cuerpo del Señor y recibió en el alba de que iba revestido más de sesenta saetas sin que ninguna le hiriese. Interrumpido el combate con la noche, vinieron los principales de la comunidad musulmana ocultamente al Rey chico pidiéndole que, a escondidas de los franceses, les dejase salir aquella noche en camisa, con las vidas salvas, y ellos le entregaban el castillo con todos sus pertrechos de armas, provisiones y tesoros. El rey se lo concedió y (los) puso en su campamento. Al verlo al día siguiente los franceses, el arzobispo de Burdeos y el obispo de Nantes, indignados, se volvieron a su patria; algunos de ellos pasaron por Santiago de Compostela. Quedóse por algún tiempo el arzobispo de Narbona con Teobaldo de Belzon y sus compañeros. Los tres reyes de Castilla, Aragón y Navarra con el príncipe de Portugal llegaron a Alarcos y lo tomaron con otros tres castillos, Catacoma, Benevento y Piedrabuena; de allí pasaron a Salvatierra, que no conquistaron, y luego a Castro Ferral. Al pie del monte, un campesino enviado por Dios, según decía, se presentó a ellos vestido y calzado con cuero crudo de ciervo, en ocasión en que desesperaban de poder pasar el monte, y los condujo maravillosamente, el sábado 19 de julio, siendo así que el monte aquel tenía dos leguas de subida y una y media de bajada. Los sarracenos que, por miedo a los franceses, no se habían atrevido hasta entonces a luchar, después de su retirada, presentaron enseguida la batalla a los tres reyes; pero éstos no quisieron aceptarla el domingo. El lunes tuvo allí lugar la gran batalla; la primera haz de los nuestros fue deshecha, y como en la segunda descaeciesen los Templarios y los caballeros de Calatrava, ante la inminencia del peligro, se sacó y desplegó el estandarte de Nuestra Señora de Rocamador, que les había sido transmitido milagrosamente y que todavía estaba guardado. Al verlo, todos hincáronse de rodillas, y al punto se declaró la victoria por la gracia de Dios y de Santa María de Rocamador… Cuando el rey de Marruecos comenzó a huir, huyeron también los demás: había allí 186.000 caballeros musulmanes, 925.000 jinetes e innumerables peones. Murieron de ellos 100.000; de los cristianos habían ya sucumbido muchos, pero después que se sacó el estandarte de la Virgen apenas murieron treinta hombres. En dos días no quemaron los nuestros, en todo lo que necesitaron, más que lanzas y saetas, y apenas pudieron quemar la mitad. De allí pasaron a las dos ciudades de Baeza y Úbeda, que eran de las mayores, después de Córdoba y Sevilla; las tomaron y arrasaron, porque no tenían gente para poblarlas; allí murieron 60.000 sarracenos. Mientras esto ocurría, el rey de León, a quien llaman rey de Galicia, devastaba las tierras del rey de Castilla» (Crónica de Alberico, abad de Tres Fuentes; Apud A. Huici Miranda; Op. Cit., pág. 224).

En los Anales Compostelanos ya citados se dice que fallecieron “más de 1000 caballeros musulmanes y unos pocos cristianos”.

Pasaron a mejor vida, sub altare Dei, los Grandes Maestres del Temple Gómez Ramírez, y de la Orden de Santiago, Pero Arias; el homónimo de Calatrava Ruy Díaz quedaría muy malherido y, por lo tanto, se vería obligado a renunciar a su cargo. Los acompañarían en su título de difuntos prestigiosos, asimismo: el comendador mayor de León, santiaguista, García González de Candamio; el obispo Juan Maté de Burgos (1211-1212); y el alférez de Calatrava Gómez Garceiz de Agoncillo.

Como ya he indicado las bajas de los sarracenos fueron mucho más numerosas que las de los cristianos.

Unos trece años antes de Navas de Tolosa, el particularísimo Papa Inocencio III se dirige al Miramamolín del momento, el vencedor indiscutible en Alarcos, y padre del derrotado en Las Navas de Tolosa, para solicitarle la liberación de los cristianos cautivos, dejando bien claro cuál es la religión verdadera, y cómo la divinidad de Cristo es innegociable.

«Al ilustre Miramamolín, rey de Marruecos, y a sus súbditos (les deseamos) llegar al conocimiento de la verdad y permanecer saludablemente en ella. Entre las obras de misericordia que Jesucristo Nuestro Señor recomendó a sus fieles en el evangelio, no ocupa el último lugar la redención de cautivos. Por lo cual debemos acordar el favor apostólico a las personas que de ella se ocupan. Algunos hombres, de cuyo número son los portadores de los presentes, divinamente inflamados, han encontrado hace poco regla y orden por cuyos estatutos deben emplear en la redención de cautivos la tercera parte de las rentas que ahora tienen o puedan tener en adelante; y para que puedan mejor cumplir su propósito, como muchas veces es más fácil salir de la cárcel de la cautividad por canje que por redención, se les ha permitido que rediman entre los cristianos cautivos paganos, para conmutarlos con cristianos, que se hayan de poner en libertad. Por lo demás, como las obras de que tratamos convienen a los cristianos y a los paganos, hemos juzgado intimároslo por letras apostólicas. Aquél que es vía, verdad y vida os inspire para que, conocida la verdad, que es Cristo, os apresuréis a venir a ella cuanto antes. Dado en Letrán, 8 de marzo; de nuestro pontificado, el año segundo» (Letrán, 8 de marzo de 1199. Inocencio III al Sultán y a la nación de Marruecos. Pothast, 619; Apud A. Huici Miranda; Op. Cit., pág. 130).

VIII.-LAS CAUSAS DE LA DERROTA ALMOHADE-

El Vaticano tardó en olvidar y vencer su rencor contra el reino de Navarra por haber revocado la herencia y el testamento del rey Alfonso I el Batallador de León, de Aragón y de Pamplona, por el que el reino pamplonés iba a ser administrado y gobernado por el Gran Maestre Alfonso de Portugal de la Orden de los Hospitalarios; hasta tal punto fue la venganza de la Santa Sede, que nunca reconocería a Sancho VI “el Sabio” como monarca, y sí a su hijo después de bastante tiempo, hacia el año 1196.

«Celestino, obispo, siervo de los siervos de Dios, al querido hijo, el noble Duque de Navarra, salud y la bendición apostólica. Habiéndonos visitado duramente la mano del Señor para castigo de nuestros crímenes y habiendo permitido que la violencia de los paganos ocupe las fronteras de los cristianos, tanto en Oriente como en Occidente, si examinamos las causas de tan gran persecución y nos tenemos por dignos de éstas y aun de mayores penas, debemos con la reforma de nuestra conducta implorar la misericordia del Señor, y restablecida con mayor amplitud la paz entre los hijos de la Iglesia, pertrecharnos de oraciones y de armas, según el oficio de cada uno, contra los enemigos del nombre cristiano. Ni debe retraernos de esta intención y propósito ninguna codicia o ambición terrena, pues no cabe duda que los sarracenos ahora impugnan al que ha dado el ser a todos y tiene en su mano el poder de todos. Puesto que Él es el autor de todos los bienes y que por Él vivimos en este mundo y esperamos reinar en el cielo, debemos renunciar a todo por Él, y tomando la señal de la cruz imitarlo, conforme a la verdad evangélica. Mas ha llegado a oídos de nuestro apostolado que Tu Nobleza ha contraído amistad con los enemigos de la fe católica o, mejor dicho, del mismo Jesucristo Nuestro Señor, habiendo de percibir anualmente de ellos cierta cantidad de dinero, si en esta necesidad de ahora niegas tu consejo y auxilio, a los reyes cristianos; antes, por el contrario, si examinases diligentemente su intención y meditases profundamente que ansían beber la sangre de todos los cristianos, no deberías ponerte de acuerdo con ellos, sino más bien atacarlos con todo empeño a ellos y a sus fautores. Por lo cual, como ofendes a Dios con esta conducta y pareces provocar vivamente su indignación contra ti y contra los hijos de la Iglesia, rogamos a Tu Nobleza, te advertimos y exhortamos en el Señor y por letras apostólicas te mandamos que, renunciando a la unión con los paganos, celebres un pacto de paz verdadera y perpetua con los reyes cristianos, te dispongas con viril entereza a vencer a los enemigos de la Iglesia, perseguidores de la fe y ministros de la maldad, y no temas exponer tu persona al trabajo por la defensa de la Iglesia, ni te amedrentes ante los paganos, porque poderoso es el Señor para perderlos y borrarlos de la tierra; para lo cual has de saber que hemos mandado a nuestros queridos hijos en Cristo, los reyes de España, y especialmente a los de Castilla y Aragón, que si, haciendo con ellos un tratado de paz con mutuos juramentos y puestos en secuestro para mayor firmeza algunos castillos tuyos y de los dichos Reyes, mueves tus armas contra los sarracenos y trabajas en impugnarlos, si sus tierras fueren ocupadas por vuestro valor, que, según el dictamen de nuestro querido hijo Gregorio, cardenal diácono de Santo Angelo, legado apostólico y sobrino nuestro, y de tres obispos y otros tantos nobles elegidos por el cardenal y los citados reyes, a una contigo, las dividan de modo que merezcan tenerte en sus necesidades por auxiliar, que no dejen de concederte libre entrada y salida para ti y a los tuyos para atacar a los sarracenos e ir a las tierras que en esta división te toquen, ni se opongan por ningún caso a todo honesto provecho tuyo y de los tuyos. Y si acaso los dichos reyes se atreviesen a atacarte a ti o a tus herederos, o a defraudarte en la distribución de las tierras y demás, contra lo que decimos arriba, sepan que quedas en libertad tú y tus herederos de defender como podías vuestras tierras y personas contra sus agravios. Y a fin de que todo esto se cumpla mejor, hemos dado órdenes al dicho Cardenal para que, mientras se detenga en España, lo haga observar bajo las censuras eclesiásticas y que, después de su regreso, los venerables hermanos… el arzobispo de Tarragona y los obispos de Tarazona y Calahorra lo hagan cumplir bajo las mismas penas. Dado en Letrán, IV de las kalendas de abril; de nuestro pontificado, el año quinto» (Bula de San Juan de Letrán, 29 de marzo de 1196. Papa Celestino III a D. Sancho VII el Fuerte. Apud A. Huici Miranda; Op. Cit., págs. 226-227).

Los cronistas sarracenos no dejaron de lado, en ninguna circunstancia, que las responsabilidades de la derrota pertenecían al comportamiento de su gente. Tanto para el geógrafo e historiador Ibn Idhari o Idari al-Marrakusi o el-Marrecoxí (siglo XIV), como para Almacari y Annouairi, y otros tantos historiadores medievalistas musulmanes incluyendo al Selaoui (este una especie de recopilador de los demás), la responsabilidad de la derrota en Las Navas de Tolosa es enteramente del irresponsable e inmaduro, a la par que crudelísimo, califa almohade Muhammad Al-Nasir “el Miramamolín”, por las más variopintas causas que se puedan concebir. Resumimos:

1ª) Ya que no había pagado a sus tropas las soldadas prometidas, las mismas, por despecho, no habían colaborado con sus mandos. Por lo tanto, es la avaricia del Miramamolín la causa que desencadena todo el proceso. Según El Marráquexi.

2ª) Las milicias andalusíes desertaron tras el primer envite del ejército cristiano, ya que toleraban muy mal la prepotencia y el autoritarismo de Anasir. Esta apreciación, según El Qartás.

3ª) Las tribus bereberes del Magreb estaban muy descontentas del comportamiento almohade hacia ellas y no estaban dispuestas a olvidarlo tan prontamente.

4ª) Los propios almohades recelaban del propio Miramamolín a causa de su acostumbrada crueldad hacia ellos. En la apreciación del Anónimo de Copenhague.

5ª) Las lamentables tácticas de los mahometanos, que esperaron al enemigo cristiano, en formaciones cerradas bastante anquilosadas y carentes de maniobrabilidad. Precisamente por ello, y a pesar de estar en las alturas no pudieron impedir la ascensión de los cristianos por la ladera del Cerro de los Olivares.

6ª) Los ataques, inesperados y por sorpresa, de la milicia cristiana, que cogió bastante desprevenidos a los ismaelitas.

7ª) La inesperada, pero correcta, defección del gran rey Alfonso IX de León, que abandonó su tratado con Anasir, a pesar de que hasta ese momento era su aliado. Según Aben-Jaldún.

8ª) Los cristianos supieron administrar sus reservas eficaz y correctamente, mezclando soldados más o menos profesionales con las milicias concejiles. Todos ellos concienciados de que se jugaban el todo por el todo.

9ª) El Miramamolín: Era Anasir muy pagado de su propio parecer y muy independiente en la administración de los negocios. Según El Selaoui.

10ª) En esta batalla se encuentra el comienzo del declive imparable del Imperio de los Almohades. Cuando se derrumbe, en el año 1228, lo será con estrépito. Así ocurrirá tras la proclamación de Ibn Hud [Abu Abdalah Muhámmad ibn Yúsuf ibn Hud Al-Yudhami. Zaragoza, fines del siglo XII-Almería, 1238. Emir de todo Al-Andalus entre 1228 y 1238] en Murcia como emir de todos los musulmanes hispanos, y así nacerán los reinos de las terceras taifas.

11ª) La utilización de la todopoderosa caballería pesada de los cristianos, pero no se debe olvidar que la misma fue una invención genial del monarca más eximio del siglo X en Europa, como lo fue el Magnus Basileus Ramiro II “el Grande” o “el Invicto” de León.

12ª) Las malas cosechas, y los escasos ingresos no permitían mantener aquella maquinaria imperial almohade, que pretendía abarcarlo todo, y para ello era preciso y más que necesario mantener una enorme milicia de mercenarios y tropas regulares, todo ello ya con un erario público más que debilitado por las innumerables campañas realizadas por el Miramamolín y, con anterioridad, por su propio padre.

13ª) La rebelión del emir Abd Allah, “El Baezano”, llevada a cabo por este régulo almohade entre los estertores del año 1224 y los albores del año 1225. Quien, con anterioridad, había sido el visir almohade de Sevilla y posteriormente en Córdoba, ejecutado por los almohades en 1226.

14ª) También esto, que acontece más tarde. Tras la ascensión, sin ambages, muy controvertida y violentando claramente el testamento de su padre Alfonso IX de León, del rey Fernando III “el Santo” de León y de Castilla al trono imperial leonés en el año 1230, los cristianos estarán ya preparados para incrementar velozmente las conquistas del territorio andalusí, llegando a la reconquista de Sevilla-Isbilya, entre agosto de 1247 y el 23 de noviembre de 1248, defendida esa ciudad por el caíd Axataf.

IX.-LAS CONSECUENCIAS DE LA VICTORIA DE LOS CRISTIANOS-

Tras la victoria de las tropas cristianas en Las Navas de Tolosa, las relaciones entre los diversos reinos cristianos de las Españas mejoraron ostensiblemente. El rey Alfonso VIII de Castilla acepta devolver los castillos y las fortalezas múltiples, de las que se había apoderado torticeramente, en detrimento de los derechos inalienables de su primo el rey de León.

Asimismo, restituirá algunos otros castillos a Sancho VII de Navarra. Esta gran conflagración bélica permitiría las ulteriores reconquistas andalusíes del rey Fernando III el Santo de León y de Castilla. Estas son las consecuencias políticas de la victoria en Las Navas de Tolosa.

A continuación, indicaré algunos relatos, provenientes de las diversas crónicas, sobre dicha batalla, verbigracia:

El rey de Castilla escribió una carta al Sumo Pontífice de los cristianos-católicos, Inocencio III, sobre su gran victoria contra el Islam en Navas de Tolosa.

En el mes de septiembre del año 1212, en el Capítulo General del Cister, se dio lectura a la carta del prelado cisterciense Arnaldo Amalarico de Narbona, también ya incluida en este manuscrito, sobre la victoria en la batalla que hoy me ocupa y me preocupa. También tuvo una gran difusión la Crónica del abad Alberico de Tres Fuentes, ya presentada en esta obra, y en la que se realiza un relato bastante fidedigno de los hechos.

Otras crónicas son las de San Marcial de Limoges (S. III-273); la de Sicardo de Cremona (1213); la de Santa Colona de Burdeos (1187-1216); la de la catedral de Winchester, estas dos últimas muy parcas en detalles y narración; la del italiano Ricardo de San Germán, también aquí citada, la de Mateo Palmieri; e inclusive en los Hechos de los Chipriotas del cronista y monarca armenio Haitún I (1213-1226-1270). Asimismo, se ocuparían de Navas de Tolosa el rey Felipe II “Augusto” de Francia, y el eximio historiador leonés Lucas de Tui “el Tudense”.

Aunque las narraciones más castellanistas y volcadas hacia el hecho bélico panegirista, y que he utilizado cuando el texto lo requería, serían la del prelado toledano Rodrigo Jiménez de Rada, la del prelado Arnaldo Amalarico de Narbona, la Primera Crónica General del rey Alfonso X “el Sabio” de León y de Castilla, la Crónica Latina de los Reyes de Castilla, los Anales Toledanos Primeros, el Cronicón Conimbricense, y el Cronicón Barcinonense.

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Portada y contraportada del libro 'Las Navas de Tolosa. Un mito histórico.
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