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"Anábasis", de Jenofonte (traducción de Ramón Bach Pellicer)

Ed. Gredos. 2023
Por José María Manuel García-Osuna Rodríguez
viernes 26 de enero de 2024, 17:16h
Anábasis
Anábasis
Una nueva obra de la Historia de la Antigüedad, magistralmente traducida y, como en toda su producción historiográfica, sin mácula.

«La Anábasis es una de las primeras obras de Jenofonte. Pero es difícil precisar la fecha de su redacción. Probablemente fue en Escilunte, en sus últimos años, más de veinte después de la expedición que narra, donde Jenofonte rememoró la gran aventura de su juventud. Publicó, inicialmente, la obra bajo el pseudónimo de Temistógenes de Siracusa. (A este se la adjudica él mismo, al citar un pasaje en Helénicas III, I, 20). Ya Plutarco, en De gloria Atheniensium 345e, observó que este era un pseudónimo de Jenofonte. Acaso el motivo de publicar la obra así fuera favorecer su difusión en Atenas, donde el decreto de su exilio aún estaba en vigor y donde eran bien conocidas sus simpatías por Esparta. La obra está dividida en siete libros, pero es probable que esta división (así como los resúmenes iniciales de cada uno de estos) sea de época posterior. Jenofonte, que habla de sí mismo en tercera persona, se asigna un destacado papel en la retirada de la tropa mercenaria que combatió con Ciro el Joven contra Artajerjes II, su hermano y rey legítimo de Persia. Tras la batalla de Cunaxa (descrita en I, 8-10), los griegos, que habían perdido a su pretendiente al trono y que luego perdieron también a sus generales, emprendieron la larga retirada, a través del país de los carducos y Armenia hasta Trapezunte, en la costa del mar Negro, y desde allí fueron a reunirse al ejército espartano que operaba, a las órdenes de Tibrón, en Asia Menor. El título de la obra, la Subida de Ciro (Anábasis Kýrou), es decir, la ascensión desde la costa hacia el interior de Persia, conviene con propiedad tan solo a los seis primeros capítulos del libro I. El resto se ocupa en la descripción de la larga marcha, de casi cuatro mil kilómetros, a través de países hostiles y de abrupta geografía, de los Diez Mil griegos, conducidos por el espartano Quirísofo y el propio Jenofonte, que destaca en primer plano su intervención personal».

Jenofonte escribe de maravilla y narra, como casi el 100% de los narradores helénicos, con un estilo que se puede considerar paradigmáticamente perfecto. Gracias a todos estos cronistas e historiadores griegos, sobre todo y con más ecuanimidad y estilo que los romanos; ambos grupos de historiadores nos han permitido llegar a tener una consciencia casi absoluta, de cómo se comportaban, y cuáles eran las vivencias sociopolíticas de los pueblos de la Antigüedad. La esencia, ese soplo divino, late en todos los escritos del historiador y militar que fue Jenofonte.

Esta obra narra, sensu stricto, como Jenofonte, en la realidad un mercenario, alistado junto a otros diez mil griegos profundamente preparados, con ese componente belicoso que tenían, preparados como estaban por luchar constantemente entre ellos, polis contra polis, y en este caso para apoyar al príncipe Ciro “el Joven” en su lucha fratricida contra su hermano mayor Artajerjes II; tras la paradójica victoria de los mercenarios griegos, aunque en realidad Ciro “el Joven” no consiguió el efecto deseado de que su rebelión tuviese resultado positivo para sus intereses de llegar al trono; Artajerjes II sí lo consiguió, por lo tanto a los griegos les restaba un largo y complicado regreso a sus diferentes poleis. La conflagración tuvo lugar el 3 de septiembre del año 401 a.C., Jenofonte se encontró, quizás sin pretenderlo, a la cabeza de esa retirada. Sería su amigo, el rey Agesilao II de Esparta, quien le concedería el dominio sobre la ciudad de Escilunte, cerca de la polis de Olimpia, donde vivió como un auténtico terrateniente durante varios años. Jenofonte consideraría siempre al rey de los espartanos como un ejemplo insuperable de todas las virtudes cívicas y militares.

Tras la batalla de Leuctra, del 6 de julio del año 371 a.C., en la que se enfrentaron los ejércitos de Tebas, mandados por su hegemon Epaminondas y su Batallón Sagrado, y Esparta, en la que los lacedemonios fueron derrotados, Jenofonte se vio obligado abandonar su predio y exiliarse. Llegaría, ahora, a su nueva residencia en la capital del Istmo de Corinto, donde fallecería después del año 355 a.C. “Los atenienses, reconciliados con los espartanos ante la amenaza de la supremacía tebana, cancelaron la sentencia de destierro (hacia el 368), y tal vez en esta última etapa de su vida Jenofonte volvió a residir en Atenas”. Será en esta época de su incuestionable madurez, cuando bien en Corinto o en Atenas, escribe, de forma pormenorizada, sus reflexiones y sus recuerdos, de los días que pasó luchando en las tierras de los persas, sin olvidar las conversaciones filosóficas que sostuvo con el gran Sócrates de Alopece.

Acaso el hombre de acción retirado se consuela así, rememorando el pasado y buscando en la teoría un refugio más estable. Hay nostalgia en la evocación de las charlas con Sócrates, un maestro en virtud y en patriotismo, que atrajo al joven Jenofonte sin lograr hacer de él un filósofo. Inscrita en las peripecias de un país turbulento en la primera mitad del siglo IV a. C., en tiempos ‘de incertidumbre y confusión’, como él mismo dice en el párrafo final de las Helénicas, cobra la existencia de Jenofonte un perfil significativo, y su biografía refleja bien la inestabilidad de los tiempos, que su ánimo le ayuda a vencer”.

Jenofonte era de familia acomodada, y habría nacido en uno de los barrios destacados de la capital del Ática, hacia el año 430 a.C. Atenas está pasando por problemas importantes, las guerras contra Esparta o del Peloponeso, la muerte de su hegemón Pericles, todo aderezado con la peste que se llevó por delante hasta al propio gobernante citado. Será en su juventud, más o menos en la treintena de su vida, cuando decida enrolarse con otros tantos en la expedición que le llevará hasta sostener las pretensiones de Ciro “el Joven” al trono de los persas, frente al heredero y primogénito Artajerjes II. Sócrates no estuvo de acuerdo y desaconsejó que los griegos se inmiscuyeran en los problemas de los enemigos irredentos de la libertad y de la democracia.

Lo hacía por conseguir honores y la amistad del pretendiente, no solo por la soldada. Se embarcaba en tan arriesgada aventura también por huir de un agobiante ambiente político, el de Atenas en 401, cuando en la ciudad se restauraba la democracia ”. Su exilio durará más de treinta años, y en esta situación será donde se vaya formando y, sobre todo, pueda realizar un análisis crítico de los hechos de su tiempo; lo mismo le había ocurrido a Tucídides. Pero, Atenas es la riqueza cultural del momento, polis donde estaban Sófocles y Eurípides con sus tragedias; y era la urbe de Critias, de Terámenes, de Trasibulo, de Alcibíades, de Platón y de Isócrates, entre otros nombres de raigambre ejemplificadora. Estamos, por consiguiente, ante otra obra genial de la Historia de la Antigüedad, más que deseable. «Qui cum sapientibus graditur erit amicus stultorum efficientur similis».

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