El primero, un año del que no recuerdo el número, pero recuerdo el frío, salí de la pensión de estudiantes, me puse un impermeable verdoso por el moho, con gotas de agua deslizándose por esa humedad imperante en Valdivia, temblé de frío, de frío o de miedo a que no hubiera nadie en el punto de partida de la manifestación en ese, mi primer primero de mayo.
Crucé el río Calle Calle en un bote a remos llevado por Caronte. Al otro lado, en la orilla de la realidad me esperaba una escalera, una subida que serpenteaba alrededor del hotel más lujoso de la ciudad. Doblé a la derecha, pasé frente a un restaurante donde en los días en que llegaba un giro de mis padres me regalaba con un crudo, roja carne cocida por el jugo de un limón, crujiente cebolla picada, y el todo coronado por un ramito de perejil que saltaba de un puesto del mercado central para añadir sabor a mi vida.
Llegué a la plaza principal, pasé frente a las ruinas de una catedral derribada por un satánico terremoto, el más grande conocido en la historia de la humanidad, me alejé de las ruinas de mis creencias y me dirigí, Picarte abajo, por la gran, pero vacía avenida.
Silbé la Internacional, mal que mal era un primero de mayo, día de los trabajadores, yo magro estudiante que no le había trabajado un día a nadie.
Abajo, frente al liceo de niñas, y siempre las niñas hacían parte de mis sueños, adoradas desde la distancia, rechazado desde la cercanía, un lienzo se extendía bloqueando la avenida: “Vivan los trabajadores”, se leía.
Saqué un papel arrugado y mojado de los bolsillos de mi impermeable y lo extendí frente al lienzo, en él se leía: los estudiantes junto a los trabajadores.
Éramos 300, 300 que marchábamos rumbo a la Intendencia, 299 entre ellos marchaban desde la plaza del roto chileno, uno, yo, que se sumó frente al Liceo de Niñas minutos antes de que la policía cargara sobre nosotros.
Fueron mis primeros golpes en la vida, dolorosos pero sonrientes, eran golpes en la lucha.
El segundo Primero de Mayo que vino a mi memoria, fue en París, a la puerta de mi departamento golpearon los compañeros, ya era compañero, para ofrecerme un ramito de “muguets”, la flor que se ofrecía el Primero de Mayo en Francia.
Me preparaba a salir con mi cartel, ya no de estudiante, de exiliado, donde se leía: “Solidarité avec le Chili”.
Por segunda vez golpearon a la puerta de mi departamento, era Priscilla, vestida de blanco con unos blancos zapatitos de petate y una sonrisa de joven combatiente.
No, con una hermosa y misteriosa sonrisa.
Esta vez el punto de reunión era la Place de la République, para de ahí marchar hacia la Bastilla. Mi cartel se perdió en la multitud, ¡tantos derechos se reclamaban!
Tantos que no entendí el significado de la sonrisa, el mensaje de los zapatitos de petate, el vestido blanco. Priscilla no venía a marchar, venía a quedarse.
Hoy, vaya a saber uno cuántos Primeros de Mayo más tarde, recuerdo los dos primeros de mayo que marcaron mi vida, el de la lucha y el del amor, y el 2025 con Priscilla, tomados de la mano, salimos a marchar.
¡Feliz primero de mayo!
a los sin casa
a los indocumentados
a los explotados
a los estudiantes
a los trabajadores
a aquellos que marchan por primera vez
a aquellos que marchan los zapatos gastados
a aquellos que creen en la democracia
en un mundo mejor
¡Feliz primero de mayo!
*Gustavo Gac-Artigas. Poeta, novelista, dramaturgo y hombre de teatro chileno. Miembro del PEN Chile, PEN América y correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE).