Orlando, atravesado/a por las palabras de una Virginia Woolf ausente y presente a la vez. Sus palabras y el sentido que les dio en esta obra literaria —, ahora convertida en onírica y teatral— atravesaron las fronteras del tiempo sin llegar a formularse el poder de sus principios. Este viaje a lo largo del tiempo y la belleza por la belleza nos muestra la pálida e inmaculada plática de unos personajes que se hablan, que nos hablan, que bailan o patinan, o se quedan en silencio. Y, sí, todo gira alrededor del tiempo y su importancia, a la exploración de la identidad del individuo y su propio cuerpo. Territorio político, como expresa la directora de esta obra (Marta Pazos). Un periplo que también nos habla del amor a la literatura, una enfermedad que Orlando padecía en las manos de una Virginia Woolf que se diluye en esta gran metáfora sobre la libertad y la muerte, igual que si estuviese sumergida tras el escenario en el caudal de agua que se la llevó. Quizá, no haya una mayor expresión de la libertad que duda hasta de la belleza, que cuando Orlando (Laia Manzanares) toma la palabra, o sobre el escenario llueven libros, o Virginia Woolf (Abril Zamora) nos recita pasajes de la novela vestida de libro. Palabras, unas y otras, que se expanden sobre hojas escritas y hojas en blanco que simbolizan la gran capacidad de expresión que éstas generan y, que en la obra de teatro concebida por Marta Pazos y Gabriel Calderón, desemboca en una ópera visual y estética como símbolo de aquello que puede llegar a significar y hacernos sentir una obra de arte, pues eso es Orlando, una obra de arte con mayúscula que, en sí misma, camina con paso firme por las turbulencias de la vida que nos rodea. Espacios soñados y nunca llegados a expresar que atrapan nuestros anhelos oníricos, por lo que tienen de inesperados y bellos. Sueños bañados por la gran música de Hugo Torres que, en ocasiones, tanto nos recuerda a la que está presente en las estéticas e inigualables películas de Peter Greenaway, de la que también es partícipe el vestuario único, atrevido e inusual, pero inmensamente mágico, de Agustín Petronio, y que, junto a la iluminación de Nuno Meira, hacen de esta obra de teatro un espacio multidimensional y sensitivo que, a su vez, manifiesta su valía a través de sus coreografías, configurando de este modo su naturaleza de espectáculo total.
Orlando, dirigida por Marta Pazos «en una larga carta de amor» y, también, una biografía del mundo a lo largo del tiempo, donde la memoria mete y saca la aguja de la vida para unir, pero, sobre todo, para romper con los límites establecidos, porque como se nos recuerda en la obra: «La belleza y la verdad no se llevan bien». Una afirmación que nos lleva a plantearnos la diferencia entre el tiempo físico y su espacio temporal, y el tiempo del alma y su naturaleza inabarcable. Quizá, porque como también se nos dice: «El dueño de las palabras es quien las escucha». De ese lado receptivo es del que nace el deseo de ser otro, y de expresar sin miedo aquello que nos oprime con el propósito de alcanzar nuestro objetivo. Una meta que no es otra que la identificación con uno mismo y el desarrollo de una felicidad que lleva implícita la lucha por ser quien queremos ser y no quien nos imponen. De ahí, quizá provenga la frase: «El cuerpo como castillo, el cuerpo como jardín, el cuerpo como laberinto, el cuerpo como roble, el cuerpo como teatro», que Marta Pazos expresa acerca de esta obra y su indudable conexión con la naturaleza.
Un comentario aparte merece la maravillosa escenografía de Blanca Añón, en la que las puertas simbolizan como nadie el paso del tiempo y la transformación que éste nos genera. Puertas que se abren y se cierran y se vuelven a abrir y cerrar para dar paso a este sueño donde hasta la libertad duda de la belleza.