Y bien que entendió Sancho, su escudero, cuál era (y aún había de ser) la mejor voluntad de su señor, pues así le habló, muy compungido, en viéndole desfallecer el ánimo un día: “¡Ay!, no se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate ni otras manos le acaben que las de la melancolía”.
Por cierto ha de tomarse, bien sea, que de nuevo han de volver las crónicas en su decir que, en venturosa ocasión después de ir dejando provecho de aventuras en su ensimismado caminar, luego de larga y agotadora jornada: ‘llegaron a Barcelona, y a su playa, la víspera de san Juan en su noche’, y allí quedose don Quijote esperando el día, y no tardó mucho cuando por los balcones del Oriente apareció la faz de la blanca aurora, alegrando las yerbas y las flores’ (poética que, en su practicidad, tal vez Sancho tradujo para su ánimo y para sí en uno de sus acuñados refranes: ‘Hasta la muerte todo es vida’).
Siendo así, en efecto, en llegando a Barcelona, pronto estuvieron en la playa, a las orillas de la grande mar.
Allí Sancho supo más allá de sí, y, frustrado todavía de la malhadada gobernación de la Isla Barataria, decidió –y convenció a su señor- que la verdadera narración que había de hacerles grandes en la Historia había de tener lugar en América, ‘paisaje rico para el cuerpo y el alma’.
Ahora sólo queda el que los días nos den ese escritor que refleje el sentido y el valor de la aventura en papel. En tal nostalgia, no obstante, tómese en consideración que circula por ahí (en algunas crónicas anónimas) que estando a la vista de Lima, la capital del Perú, un campesino observó un día, a lo lejos, hacia la llanura, una figura escuálida a caballo al que un borrico obediente le seguí en el camino portando un orondo cuerpo. Ambas figuras dando el parecer de ir tan tranquilas como ilusionadas, a saber hacia qué ilusiones nuevas.
Habrán de ser contrastadas las Crónicas, si bien es cierto que él, Sancho, había puesto ya su semilla para las palabras de las supuestas nuevas aventuras con su deseo o ensueño.
Addenda
Para el final en la muerte del grave Caballero (si es que tal muerte real hubiere habido, pues la Imaginación no la guarda) bien podría ser que, ahora sí, sea elegido para él el epitafio que -ay!, Sancho Carrasco había de ser-, redactó para su lápida y que así reza y rezará para la Historia:
Yace aquí el Hidalgo fuerte
que a tanto extremo llegó
de valiente, que se advierte
que la muerte no triunfó
de su vida con su muerte