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Mariano José de Larra
Mariano José de Larra

¿Aristotélico o rico?

Por Eduardo Zeind Palafox
miércoles 04 de marzo de 2015, 12:40h

Leía tendido en un antiguo mueble la Biblia, los Proverbios, cuando de pronto mi tecnócrata siervo me dijo: “Señor, nueva carta”. Yo respondí: “Traedla o leedla pronunciando las sílabas del modo que os he enseñado, sin afectación y sin barbarismos”. Mi criado, hombre moderno, creyendo que es costumbre elegante carraspear caninamente antes de proferir oraciones, leyó cosas indignas de ser sabidas por el gran público, por lo que parafrasearé fielmente lo contenido en la mentada epístola dolorida.

Mas antes de perorar depreco al lector atienda una advertencia: que este palique sólo será inteligible para los desempleados y los ignorantes, víctimas todos de la misma ralea. Cuenta mi ex alumna que sus amigos, bestezuelas muy avezadas en sudoríficos trabajos y muy poco en los mentales, le han aconsejado abandonar las aristotélicas lecturas y emprender la búsqueda de un trabajo honorable. Qué sea honorable para un animal es cuestión allende mis intereses y no lo meditaré, pero sí señalaré que hay que desoír a cualquier gandul más inclinado al hacer que al meditar.

Ella se queja, además, de los pocos saberes que la universidad a la que asistió durante cuatro o cinco años le inoculó, conocimientos insuficientes, afirma, para amontonar dinero y también para vivir filosófica, santamente. Tengo dicho que la inopinada carta de infando tema interrumpió mi lectura de los Proverbios (1:8), donde leía yo: “Oye, hijo mío, la instrucción de tu padre, y no desprecies la dirección de tu madre”. ¿Pueden padres aseglarados y madres frívolas dirigir e instruir?

¿Qué es instruir? ¿Qué dirigir? Instruir, según la tradición del idioma, tan desdeñada hoy, es dar instrucciones, que son narraciones y descripciones del mundo; dirigir, a su vez, es orientar, filosofar, como ha dicho Ortega y Gasset. Yo, que sólo soy un curioso lector de todos los papeles volantes y reptantes que encuentro en las calles y bibliotecas viejas, apenas pude dar el siguiente consejo, el cual robé, lo confieso, al viejo Goethe, y fue: “Sigue, hija, los dictados del corazón”. Respuesta tan vaga, idealista, abstracta, posiblemente no logró la “captatio benevolentiae” que todo consejero afana para retornar a las ovejas del Señor al corral, por lo que extiendo mis razones en el presente texto.

Dos vías libertarias puede tomar mi ex alumna, y son: la empirista y la dialéctica. La primera la obligará a estudiar ciencias, que hoy andan embebidas con la economía, aritmética ciencia de sacacuentas, y la segunda a estudiar filosofía y estética, preocupaciones de damas prudentes, sosegadas y sabias. Inexorablemente premia el tiempo al mercachifle, pues es cosa averiguada que todo avaro, explotador y hambriento, al ser anciano junta oro bien cuantificado; pero infinitamente más grato es el premio de los que estudian, que encuentran tesoros en cualquier espacio.

¿Quién conversa con el rico anciano? El adulador, la maritornes sin porvenir, otros avaros, etcétera. ¿Quién dialoga con el sabio? Los pensamientos. Los artistas trabajan con ideas, que según Platón contienen verdades absolutas, y los científicos con conceptos, que son andamios momentáneos poco perdurables. ¿Saben los tabernarios amigos de la susodicha conceptos de la economía keynesiana eficaces para adunar fortuna y oportunismo, es decir, dinero? Mucho lo dudo.

En treinta años, cuando la pérfida generación de líderes de opinión haya muerto y la voz de la verdad vuelva a ser oída, mi alumna lectora de Aristóteles notará que poco o nada vale el dinero en manos de indoctos y destemplados, que embozan la concupiscencia con la gula, la insensatez con la arbitrariedad y la sinrazón con balas. Finalmente, digo a mi dudosa escribiente que más vale oír concertadas voces lejanas, como las de Aristóteles, que aguantar los baladros cercanos de sus amigotes sin esperanza de gloria, que sólo sentirán, que no comprenderán, lo que comunica el Soneto I de nuestro Garcilaso:

mas cuando del camino `stó olvidado,
a tanto mal no sé por dó he venido;
sé que m´acabo, y más he yo sentido
ver acabar comigo mi cuidado”.


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