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Jacqueline Harpman: una memoria en busca de testigos

Por Evaristo Aguado
jueves 11 de febrero de 2021, 17:00h
Yo nunca supe de los hombres
Yo nunca supe de los hombres
Jacqueline Harpman fue una novelista y psicoanalista belga de origen judío. Aunque apenas han pasado diez años de su muerte, y pese a haber sido reconocida con premios de envergadura como el Médicis (1996), su memoria ya amenaza con extinguirse: para el mundo hispanohablante es prácticamente desconocida. La publicación de Yo que nunca supe de los hombres en la colección Alianza Literaturas, con traducción de Alicia Martorell, viene a llenar este vacío.

Moi qui n’ai pas connu les hommes fue publicada originalmente por Stock en 1995. En la escritura de esta novela resuena el hermetismo de Clarice Lispector, la crudeza de Agota Kristof y la profundidad psicológica de Kafka. Narra el destino de cuarenta mujeres encerradas durante años en una jaula bajo tierra, custodiadas por unos silenciosos hombres uniformados. La única comunicación entre ellos y las presas es un látigo que blanden cuando su conducta se desvía: si no comen cuando tienen que comer, si no duermen cuando es hora de dormir o si intentan el suicidio, faltando a su aparente obligación de vivir carentes de esperanza y de morir, de manera natural, sin volver a ver la luz del sol.

Sabemos de ellas a través de la más joven del grupo, la única que no conserva ningún recuerdo de la vida previa al aislamiento. «Mi memoria empieza con la ira», revela, mientras reflexiona sobre cómo es crecer privada de todas las experiencias que nos hacen humanos. Un día, sin embargo, una alarma interrumpe a los guardias en el momento en que abren la puerta de la jaula e inmediatamente desaparecen. Las mujeres consiguen salir al exterior. Entonces comienza una errancia en busca de sentido por una tierra baldía, en un planeta sin pasado ni futuro que ni siquiera parece ser el suyo.

Nadie gana en esta novela. No hay enemigos, ni siquiera los hombres, sobre los que la protagonista se interroga con ternura, erotismo y curiosidad antropológica. Tampoco sabemos nada de la catástrofe que las ha llevado hasta allí. Sí hay amistad y amor entre las mujeres, y un sentido de supervivencia que las hace reinventar lo más antiguo y esencial de la humanidad en torno a un fuego, a un canto, la construcción de un hogar o el duelo por alguien a quien se ha amado.

Jacqueline Harpman nació en Etterbeek, un municipio de Bruselas, en 1929. Su padre era judío y, por esa razón, cuando la Segunda Guerra Mundial extendió sobre Europa la amenaza nazi, su familia decidió emigrar a Casablanca, Marruecos.

En esta ciudad y, especialmente, en la biblioteca municipal, Jacqueline Harpman se encontraría con sus dos grandes pasiones: la literatura francesa y el psicoanálisis. «A los catorce años descubrí a Freud» —cuenta—, «y tuve la completa convicción de que me convertiría en novelista y psicoanalista».

Y así fue, por ese orden. En 1945, terminada la guerra, la familia volvió a Bélgica. Harpman completó sus estudios de secundaria y, después, inició Medicina en la Universidad Libre de Bruselas. Pero al poco tiempo, en 1950, una tuberculosis grave la obliga a internarse veintiún meses en un sanatorio. De aquel escenario doliente brotaría su escritura. El primer texto que escribió durante su ingreso, Les Jeux dangereux (Los juegos peligrosos) quedó inédito. Los siguientes, gracias a la confianza del editor René Julliard, verían la luz en París, como posteriormente toda su obra.

Brève Arcadie (1959), L’Apparition des esprits (1960) y Les Bons Sauvages (1966), tuvieron un gran recibimiento de la crítica. Por el primero le otorgarían el premio Rossel, uno de los más prestigiosos de Bélgica. Pero la muerte de Julliard en 1962 y el desdén del nuevo director editorial por su obra hacen que Harpman interrumpa por completo la escritura. En su lugar, se vuelca en su segunda pasión: el psicoanálisis. Habrá que esperar más de 20 años para su regreso a la novela.

Mientras tanto, retoma sus estudios: en 1967 decide dirigirse, ahora sí, directa a la Psicología. Se licencia en la ULB y, unos años después, se incorpora a la Sociedad Belga de Psicoanálisis. En 1980, Harpman es una psicoanalista que dedica a la terapia psicoanalítica todo su tiempo y actividad.

Y entonces, en 1987, con 58 años, un «destello repentino» desencadena su vuelta a la literatura: cuenta que, estando de vacaciones con amigos, un quinteto de Schumann que comienza a sonar en la radio la distrae de su conversación y le proporciona súbitamente la idea para una novela. La Mémoire trouble será publicada por Gallimard (y después por Stock y Grasset) ese mismo año, e inaugurará un torrente de fertilidad literaria que dará nada menos que veintiséis títulos y un Premio Médicis (1996), y que terminó solo con su muerte en 2012, a la edad de 82 años.

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