El Kronen fue más que un libro. Fue una grieta en la literatura española, una bomba narrativa que estalló en los 90 y nos dejó mirando los escombros de una infancia llena de postillas en las rodillas y resaca de Casera sabor naranja. Sus páginas hablaban de noches eternas en Madrid, de excesos sin remordimientos y de una ausencia de rumbo que resonaba en los que, como yo, empezábamos a asomarnos a la edad adulta con una mezcla de fascinación, vértigo y nihilismo.Éramos los hijos de los hijos de la ira, que diría Ben Clark, la primera generación que se aburría, la última que fumaba dentro de los pasillos del instituto. Jerseys anchos, guitarras desafinadas y besos con sabor a maicito. Los noventa para mi fueron Historias del Kronen y Lo peor de todo y mi diario escrito con bolígrafo Parker en una libreta Clairefontain. Poco más. Poco menos.
Mañas escribió con urgencia una obra que estuvo a punto de ser destruída varias veces. Una obra con los defectos de la adolescencia de un chico normal pero con el acento propio de una España que despertaba del sueño de la Transición con la resaca de una década de movida. Sin pretenderlo, creó una novela generacional, un espejo donde muchos se vieron reflejados y otros se escandalizaron. Yo, sin ser ni Carlos ni ninguno de los otros personajes que pululaban por el Kronen, entendí el vacío que latía en esas páginas y supe que la literatura podía no solo contar historias, sino capturar atmósferas. Esas quinientas pelas de gasolina. Ese pijo insolente que se parecía a alguno de mis amigos cuando todavía no diferenciábamos de clase social o estatus familiar. Ese bar que solo existe para mi en negro sobre blanco, al que nunca he ido pero del que nunca he salido, que me llevó a Mensaka, Ciudad Rayada y Mundo Burbuja, cuando los libros de adolescencia gamberra apaciguaban a los peces de plata que surcaban el techo de mi habitación.
Ayer, más de treinta años después, tuve la suerte de conocer a Mañas en persona. No encontré en él la actitud cínica que algunos querían ver en sus historias. Al contrario, ayer conocí a alguien cercano, afable, casi ajeno al personaje que muchos habían querido construir en torno a sus libros de los noventa. Escucharle me confirmó que la gran literatura no nace del cinismo, sino de la lucidez, del sentarse a escribir y no del postureo. De Mañas tengo siete libros en mi estantería. He comprado “Una historia del Kronen” en ebook, pero me hacía especial ilusión que me firmase aquel ejemplar amarillo que ha ido conmigo durante treinta años, que ha vivido mudanzas, que está arrugado, manchado y releído. Mañas, con una sonrisa, firmó en horizontal justo encima de una de sus primeras heridas. Me hubiera gustado mostrarle mi total admiración por haber escrito una obra tan inspiradora que, con sus luces y sombras a mí me marcó. Mi amigo Diego Medrano diría que es una novela de instituto. Jesús G. Maestro podría decir que no es literatura, pero el Kronen ha sido referente y sigue siéndolo en cuanto al nihilismo de esta alma que le debe a aquel libro amarillo la certeza de que la literatura también puede ser un puñetazo en la cara.
Y Mañas, que me enseñó Literatura para asnos, ayer me dio una nueva lección presentando su Una historia del Kronen (Aguilar): a veces, los autores, pueden ser mejores personas que sus personajes; a veces la literatura traspasa las páginas de un libro y pasan a ser parte de quienes lo leen. Para siempre. En parte, estas letras, se las debo a Mañas. Se las debo al Kronen.
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