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La vanidad que se marchita, la flor que germina o El estanque del ánima: El último Eco de Narciso

sábado 21 de junio de 2025, 12:11h
La vanidad que se marchita, la flor que germina o El estanque del ánima: El último Eco de Narciso

“Me observé en el reflejo del agua sonámbula; mis ojos esmeraldas reflejaban mi alma taciturna y, sin más, caí en las profundidades del...”

Los espejos del ánima, los reflejos tácitos, el verse a sí mismo en el diáfano líquido: clichés muy usados a lo largo de los perecederos años de las letras; cliché que nace con mi historia, con mi leyenda.

Y es que alguna vez fui hombre de carne y hueso, con nombre propio y vicios mundanos. Nunca me explicaron cómo, pero mi padre fue un río, mientras que mi madre, una ninfa. Así que mi desgracia proviene, como en la mayoría de los hombres, desde mi nacimiento.

Fui la reencarnación de Adonis: el más hermoso de esta península, deseado por el ardor juvenil de muchas féminas; pero ingrato: nunca pertenecí a nadie.

No narraré toda mi vida —muchos ya la conocen—, pero tristemente, no la han comprendido. Varios escucharon el silencio de las palabras de Ovidio cuando la ninfa castigada por la abyecta Hera se enamoró de mí. Y al no poder conseguir mi afecto, se desvaneció en el bosque, en las montañas, en el olvido, quedando solo su voz.

Eco. La conocen por el derredor.

Y desde un laberinto compartido con minotauros, reflexiono algunas cosas humanas, muy humanas.

Primeramente, ¡Qué sobrevalorado es el amor de pareja, el amor romántico!

¡Sí! Cuando hablamos de amor, lo primero que pensamos es en el amor hacia las mujeres, olvidándonos de otros amores “más reales”, como el de los padres, los hermanos o los hijos.

¿Confundimos el deseo sexual con el amor de pareja?
¿Este tipo de amor es una construcción de la mundana sociedad?
¿O simplemente el romance es un juego de la naturaleza para conseguir nuestro objetivo biológico: la procreación?

Probablemente, esa fue la razón por la cual nunca me entregué a ninguna fémina, incluyendo a la mismísima ninfa, a la mismísima Eco.

Desciendo entonces de esta barca para naufragar por otros océanos de pensamiento. Y antes de ahogarme en el perenne sueño —los que conocen mi mito, sabrán a qué me refiero—, llegaron a mí más cuestionamientos:

¿Por qué nos hemos olvidado del amor a la sabiduría?
¿Por qué las Academias hoy ya no la enseñan y, en vez de ello, te instruyen a no pensar?
¿Por qué reflexiono esto? Porque ella —la filosofía— nos mostraba, con musas y hadas, lo más sublime del alma. Reflexionaba y nos guiaba a no cometer los errores, por ejemplo, que en vida mortalmente cometí.
Nos tomaba de la mano al caminar, en ese infinito bosque de bifurcaciones, por el sendero más largo, pero el más noble y provechoso. Mano que, insisto, no aproveché.

Pero si ustedes sí toman su mano, les proferirá, además, con dulce voz —probablemente de Urania, la musa de los cielos—, que los yerros de los demás sirven para algo: aprender de ellos.

En este caso, deben aprender de los míos.

Les susurrará que no deben seguir mis mediocres pensamientos, que no deben alabarme; es decir, que no deben besar lo superficial ni ensalzar el cuerpo perfecto, pero falso. Que deben alejarse de los Hecatónquiros de la belleza plástica y avecinarse más al amor propio, el real, aquel que muere en un idilio por los más hermosos de los libros.

Deberán acercarse al amor por la razón, lejos de la metafísica de la falsa magia de los horóscopos o del ritual de “manifestar” y aproximarse cada vez más a Nicómaco, la ética y su padre.

Hoy, mis hermanos; áureos siglos después de que haya nacido el primer Narciso de la historia —en aquel estanque funesto para mi persona—,
se ahoga la virtud real, como me pasó en su momento, en sus propios reflejos;

por el orgullo,
por lo frívolo,
por la vanidad,
por lo superficial,
toda,
toda una sociedad.

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