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Fernando Martínez Laínez
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Fernando Martínez Laínez (Foto: Javier Velasco Oliaga)

ESPÍAS DE NOVELA

(Texto leído en la inauguración del Congreso de Literatura de Espionaje el 16 de noviembre de 2021)
Por Fernando Martínez Laínez
sábado 27 de noviembre de 2021, 22:00h

Podríamos empezar haciéndonos la pregunta de ¿quién y por qué se leen novelas de espías?, y la respuesta parece evidente: La gente lee ficción de espionaje porque a millones de personas les apasionan los temas relacionados con los secretos y el mundo de los espías.

Lo cierto es que el personaje del espía ha fascinado a los novelistas y cineastas desde antiguo. Una fascinación que algunos atribuyen a que soluciona problemas fundamentales del entramado novelesco: un sujeto literario atrayente y la relación entre trama e intriga, que vienen dadas “per se” con el personaje.

El espía es un extraño, una personalidad que reúne en sí mismo los ingredientes de las mejores novelas de suspense: la falsa identidad, el engaño, la conspiración, el poder oculto y el riesgo que la acción del espía comporta.

Para lograr una buena novela de espías el tratamiento literario es esencial. Solo las historias de espías bien contadas consiguen pasar a la categoría de literatura. Lo importante no es el encasillamiento sino el contenido. No importa demasiado la catalogación sino la calidad, y en eso, como en todo, habrá obras buenas, malas y regulares. La literatura de espías es un género, de acuerdo, y podríamos añadir: a mucha honra, porque en realidad no existe literatura sin género.

Quizá lo más importante cuando hablamos de novela de espías sea remarcar la diferencia neta que existe entre la novela negra y la de espionaje. La literatura de espías siempre refleja la cara oculta de los intereses internacionales, políticos y económicos de los Estados. Es novela eminentemente política, una variante de la literatura de signo criminal aplicada a la Razón de Estado, teniendo en cuenta que el crimen y la política de Estado van a veces de la mano.

Lo que entendemos por literatura de espías, algunos la remontan a los tiempos antiguos. Aparece en la Biblia, en el libro de Josué, en la historia de Sansón y Dalila, y en la de Judith y Holofernes. Aparece en la leyenda del Caballo de Troya, en Heródoto y en las campañas de Julio César, y se consolida con la aparición de los primeros servicios secretos modernos: la Monarquía Hispana, Inglaterra, Venecia y Rusia en tiempos de Iván el Terrible, el creador de la primera policía secreta política.

Poco a poco, el espionaje fue creciendo en los siglos XVII y XVIII y en el siglo XIX adquirió importancia hasta convertirse en una técnica subalterna del poder, y en ocasiones en la base del poder mismo.

En el siglo XX, además del espionaje militar, político y económico, se consolidó el espionaje industrial y tecnológico, y este último, a través de la informática, está determinando una nueva realidad: la realidad virtual, en la que el mundo ha quedado atrapado y contaminado por la falsa información que nos rodea permanentemente, y en la cual el espionaje se mueve como pez en el agua. Un fenómeno que suscita interrogantes sin resolver y revive la paradoja de considerar si los servicios secretos son el verdadero poder fáctico de la política, el guardián de los secretos de los gobiernos. Y en tal caso, quién vigilará a los vigilantes, a los manejadores de los espías que controlan la información que decide el destino de los países.

Se suele atribuir al norteamericano James Fenimore Cooper la primera novela de espías moderna, publicada en 1821, con un título que no deja lugar a dudas: El espía; pero el siglo XIX fue muy parco en novelas de espionaje. No es hasta 1901 cuando el británico Rudyard Kipling pública Kim, la historia de un complot ruso contra los intereses británicos en el norte de la India, el ámbito geográfico de lo que desde entonces se conoce como el Gran Juego geoestratégico en el corazón de Asia, la encrucijada continental donde tantas veces se han cruzado los destinos del mundo.

Además de algún episodio suelto de Sherlock Holmes que trata el espionaje, el polaco britanizado Joseph Conrad se erige como uno de los iniciadores del género con su obra El agente secreto. Casi al mismo tiempo Erskine Childers pública en 1903 El enigma de las arenas, una trama que descubre un plan alemán para invadir Inglaterra, dando arraigo en las novelas de espías a la fobia anti alemana que perduró durante largo tiempo en el tratamiento literario de muchas obras de corte semejante.

Finalizada la Primera Guerra Mundial se editan miles de testimonios escritos sobre la contienda que dejan poca literatura de espías de calidad, y casi toda ella englobada en lo que llamaríamos “literatura popular”, con un claro matiz partidista de buenos buenísimos y malos malísimos que hoy resulta demasiado convencional poco convincente. Destacan en esta etapa autores como John Buchan, con Los 39 escalones, novela llevada al cine por Alfred Hitchcock, y sobre todo Somerset Maugham, que trabajo en la realidad como agente secreto inglés en Suiza y Rusia durante el tiempo de la Gran Guerra y la Revolución Bolchevique , y publicó Ashenden, una de las cumbres del relato corto de espías.

Dos escritores famosos que tratan de los turbios asuntos políticos y de agentes secretos del período de Stalin y la Internacional Comunista ( la Komintern) son el francés André Malraux y el húngaro nacionalizado británico Arthur Koestler.

Malraux tiene dos novelas clásicas sobre agentes de la Internacional Comunista : Los conquistadores y La condición humana. En cuanto a Koestler, trabajó clandestinamente para la Komintern en el Partido Comunista alemán y, descubierto como espía, fue condenado a muerte en España por el bando de Franco. Koessler salvó la vida de milagro, canjeado por un rehén, y es autor de unas memorias muy interesantes para entender lo que fue el espionaje en Europa, cuando ya se presagiaba la Segunda Guerra Mundial.

A grandes rasgos, después de esta contienda, aparecen novelas de espionaje que en muchos casos sirvieron de argumento cinematográfico. Mencionemos por ejemplo La noche de los generales, del alemán Hans Kirst, Ha llegado el águila, de Jack Higgins, o La isla de las tormentas, de Ken Follet. La lista en este sentido es muy larga.

Los norteamericanos, pese a su papel decisivo en la contienda mundial, y aunque son los mayores consumidores de novelas de espionaje, tienen pocas obras de calidad sobre el tema, aunque cuentan con novelas tan excepcionales como El fantasma de Harlot, de Norman Mailer ; y lo mismo ocurre con los soviéticos, que solo han dejado para el lector hispano, antes del derrumbe de Telón de Acero, algunos nombres como Julián Semiónov, creador de una serie sobre el agente secreto Stirlitz, y el escritor y coronel Vladimir Bogomólov, con una novela titulada En agosto del 44.

En la época de entreguerras adquirió gran difusión la novela de espionaje popular y de entretenimiento, puramente comercial, que en la mayoría de los países adquirió un tono marcadamente chovinista. La reacción a esta tendencia vendría de autores como el ya citado Somerset Maugham; Eric Ambler, con la novela La máscara de Dimitrios, o Graham Green, con novelas que reflejan el escepticismo y la ruina moral de unos espías que no son ni heroicos ni audaces, sino personas corrientes envueltas en situaciones que les superan, con dilemas y planteamientos alejados de la literatura de simple entretenimiento.

Títulos como El tercer hombre, El americano impasible, Nuestro hombre en La Habana o- más tardíamente- El factor humano, son novelas de espionaje de gran calidad, muy críticas con el sistema político-social imperante, y con el propio engranaje de los servicios secretos. Están en una línea muy opuesta a otros autores como Ian Fleming (que sirvió durante la guerra en la inteligencia naval) y sus millones de lectores, con historias llevadas al cine convertidas en mito colectivo y fenómeno extraliterario encarnado en el personaje James Bond. Una fantasía sin apenas conexión con el espionaje real, apoyada por un aparato publicitario y mediático de alcance mundial que termina derivando en planteamientos extravagantes, alejados de cualquier atisbo realista bajo la fórmula de las tres eses: sexo, sadismo y esnobismo.

La reacción a esta escuela de violencia descabellada, con imitadores de bajo nivel, se produce hacia 1960 con dos autores fundamentales: Len Deighton y sobre todo David Cornwell, más conocido por el seudónimo de John le Carré.

Len Deighton pasó por diversos empleos de poca monta hasta alcanzar de golpe la notoriedad con la novela El archivo de Ipcress, popularizada en el cine con el personaje Harry Palmer, una especie de anarquista observador y solitario. Es un relato bien construido, a base de monólogos elípticos y sarcásticos que alcanzó gran éxito, y al que siguieron otras novelas como Funeral en Berlín, Juegos de guerra y la trilogía El juego de Berlín, El set de México y El partido de Londres, donde los conceptos y valores de la Guerra Fría aparecen desdibujados en un juego de sombras y antihéroes perdedores.

Llegamos por fin, en este brevísimo recorrido de la narrativa de espionaje, al maestro de la novela de espías y patrón que da nombre al Club organizador de este Congreso. Hablamos, claro está, de John le Carré, erigido en guía y modelo de la novela de espías contemporánea.

A Le Carré le sobrevino la fama de golpe con la novela El espía que llegó del frío, cuyo protagonista- Alec Leamas- es un individuo decepcionado que se hace matar cuando cruza el muro de Berlín.

Hay una frase de Le Carré en esta novela que revela fielmente la visión desengañada y ácida del espionaje en el tiempo de la Guerra Fría: “¿Qué cree usted qué son los espías? (se pregunta el protagonista de la novela): ¿sacerdotes, santos, mártires? en realidad forman una sórdida profesión de tontos vanidosos, de traidores... gentes que juegan a los policías y ladrones para amenizar en algo su vida miserable”.

John le Carré trabajó para la inteligencia británica hasta que triunfó como escritor. y su actividad secreta quedó al descubierto con las revelaciones del famoso agente doble Kim Philby, cuando este dio por terminado su disfraz y se pasó públicamente al bando de Moscú.

La lista de las obras de Le Carré, con títulos tan imperecederos como El topo, La gente de Smiley, La casa Rusia o El honorable colegial, aportan un panorama necesario para el entendimiento del submundo del espionaje, en el que se manejan altas dosis de burocracia, cinismo y amoralidad política. Un ambiente de señuelos y simulaciones que Le Carré conoce de primera mano, aunque ha repetido muchas veces que básicamente él se considera escritor y que su actividad en el espionaje fue accidental. “El mundo del espionaje- declaró en una entrevista- es para mí solo la extensión del mundo en que vivo. Por eso lo he poblado con mis propios personajes. Pues en definitiva soy un novelista. Yo produzco obras de imaginación. Relató historias."

El más famoso de los personajes de Le Carré es George Smiley. Un hombre próximo a los 60 años dedicado al contraespionaje, bajo, regordete, apacible y miope, que ha estudiado en Oxford y a quien su mujer engaña con frecuencia sin que él parezca darse por aludido.

En resumidas cuentas, la moderna literatura de espías (que no debe ser confundida ni con el thriller ni con la novela negra) tiene hoy acreditada su identidad como género con una larga tradición. Nació en el siglo XIX con escritores de primera fila, y alcanzó su etapa más brillante el tiempo de la guerra fría tras la Segunda Guerra Mundial.

El espionaje, como instrumento de poder, ha sabido amoldarse a todos los cambios históricos y es una herramienta necesaria en el juegos político, militar y económico de los gobiernos y los Estados.

En el ámbito de la ficción, el espía sigue siendo un personaje cuya relevancia permanece inalterable. Los espías de novela ejercen, además, una especie de atracción que alcanza a todos los públicos, no solo en el terreno literario sino en el periodismo, el cine o la televisión, porque suscita un mundo de secretos, engaños e intrigas de amplia aceptación popular, y permite atisbar verdades casi siempre ocultas en las versiones oficiales.

Los secretos constituyen siempre un material de interés humano de primera clase. Todo el mundo se muere por conocerlos, aunque sean de ficción, y – además- la realidad y la ficción van muchas veces entremezcladas, como en la vida misma, y en algunos casos es imposible distinguirlas.

En el caso de España, a pesar de haber dispuesto de un servicio de inteligencia de primer orden en los siglos XVI y XVII, acorde con la época de su apogeo histórico, la novelística dedicada al mundo de los espías, no ha tenido hasta ahora demasiado recorrido, pero se han publicado ya bastantes obras que entran de lleno en el género, con escritores destacados, aunque algunos de ellos no reivindiquen el género como tal.

Lo que algunos autores han denominado la “escuela española del espionaje” es un concepto abierto a la creación de una narrativa de personajes y situaciones vinculados a España, y en líneas generales se trata de un territorio literario todavía poco explorado.

Figuras del espionaje hispano como el gallego Diego Sarmiento de Acuña, Conde de Gondomar, o el vasco Juan Idiaquez, jefe de espionaje de Felipe II, son nombres prácticamente desconocidos para muchos lectores españoles. Y lo mismo cabe decir de las actividades secretas de escritores como Cervantes o Francisco de Quevedo, cuyas vidas aventureras tendrían que haberse popularizado en novelas, películas y series de calidad desde una visión hispana, lo que por desgracia no sucede.

Quizá el autor que más ha incidido en estos temas desde una perspectiva popular es Manuel Fernández y González, cuyas novelas decimonónicas, hoy casi olvidadas, vienen a ser equivalentes a las de Alejandro Dumas en Francia, con títulos como El cocinero del Rey o El pastelero de Madrigal, que tratan argumentos relacionados con los servicios secretos y asuntos de Estado en épocas históricas de la España de los Austrias.

El primero en introducir la guerra secreta en la contienda civil española de 1936 fue Graham Greene, en la novela El agente confidencial, que trata de la misión de un profesor español encargado de conseguir en Inglaterra carbón para la causa republicana. Pero sobre otra guerra civil, la carlista de 1833, tenemos la magnífica saga histórica de Pío Baroja con el personaje del conspirador y espía Eugenio de Aviraneta. Se trata de un conjunto de novelas que ofrecen uno de los testimonios literarios más importantes de la primera mitad del siglo XIX español.

En conclusión, aunque haya excepciones notables, la novela de espías española se ha movido con el lastre editorial de tener que imitar modelos literarios ajenos (sobre todo procedentes del mundo anglosajón) antes que intentar reflejar con argumentos y personajes propios el pasado histórico o la realidad actual que directamente nos concierne, como sí ocurre con otros géneros novelísticos.

El caso es que tenemos temas literarios de sobra, pero faltan oportunidades y medios para desarrollar un género como la novela de espías, que debería aportar muchas de las claves político-estratégicas del caótico mundo actual, con decisiones secretas tomadas desde las alturas gobernantes, a las que el gran público casi siempre permanece ajeno, que deciden la suerte de millones de personas.

Por todo ello vemos en este primer Congreso de Andorra que ahora empieza una gran oportunidad de relanzar la narrativa de espías española, fomentando así la cultura de inteligencia como una pieza básica del conocimiento que permita acercar los problemas geopolíticos de nuestro tiempo al gran público, al ciudadano de a pie, al lector corriente deseoso de conocer el entramado oculto que protege las verdaderas razones del poder.

Por último, quisiera terminar estas palabras agradeciendo a todos los presentes su participación en este Congreso andorrano. Espero que este encuentro, en cuyo futuro confiamos, se mantenga a partir de ahora como un punto de referencia permanente de la literatura de espías en España y Andorra.

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