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Guerra en Ucrania
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Guerra en Ucrania

La metaficción en tiempos oscuros

Por Maximiliano J. Benítez
domingo 27 de marzo de 2022, 18:00h

Llevo unos meses trabajando en el borrador de una novela corta. La historia es simple, lineal y clásica en su desarrollo: dos amigos de la infancia se reencuentran, luego de treinta años, y ponen sobre la mesa hasta qué punto siguen o no siendo aquellos hermanos inseparables que un buen día la casualidad (o el destino, según uno de ellos) había caprichosamente reunido. A partir de ahí comienza un diálogo nutrido de antagonismos que acaba por desmadrarse hasta el final de la historia.

La vida breve
La vida breve

Yo tenía unos cuantos apuntes (boyas, suelo llamarlos) por los que va desarrollándose y discurriendo la trama. Pero la historia, la charla que vertebra gran parte de la novela, lejos de ser tediosa, iba a ir in crescendo hasta un suceso que marcaba el tránsito entre el nudo y el desenlace. Lo tenía todo bien medido, las cruces en el mapa muy definidas, algo que incluso me sorprendió, porque suelo darles mucha cuerda a los personajes.

Pero comenzó la guerra, lo de Ucrania; los flashes informativos, las imágenes del éxodo, los bombardeos y las vidas arrancadas de cuajo inútil e injustamente, los cuerpos desparramados con las maletas cerradas para siempre, el llanto de las mujeres recogiendo la penuria en las manos temblorosas cubriendo el desconsuelo. Los horrores de la guerra (y soy muy consciente de que nada empieza o acaba en Ucrania, que hay conflictos y calamidades en los cuatro puntos cardinales del hemisferio) me tienen en vilo desde entonces; incluso, a veces, me regodeo en ellos, me fuerzo a padecerlos para olvidar y aligerar el absurdo y gris peso que me impongo a lo que me toca vivir. Y por supuesto que me siento un cretino por una frivolidad de esta categoría. Porque todo lo que escapa a la muerte se tiñe de frivolidad cuando se vive a miles de kilómetros de distancia.

Así, pues, la charla de los viejos amigos de la infancia que, según los apuntes, iba a dilatarse en el espacio de treinta o cuarenta páginas, acabó por retorcerse y desencadenar los primeros renglones del desenlace. Las imágenes del conflicto se cristalizaron en la mirada impía de dos extraños que, años ha, habían sido gemelos astrales.

Pensé entonces en Onetti, en esa obra cumbre de la metaficción que fue La vida breve, que bien podría ser el perfecto decálogo del buen novelista, la brújula última de un autor extraviado por las contingencias. Recordé la retroalimentación cimentada en las tribulaciones del protagonista de la novela en el texto que escribía por encargo, en cómo el autor padece hasta el punto de que su historia se nutre y degrada y al mismo tiempo crece en esas vacilaciones. Tenía un puñado de apuntes sueltos, dispares pero anclados al “asunto” de la novela, esbozos de los que no planeaba deshacerme, pero acabé por entender que, llegados a un punto, hay que liberar a los personajes del cerco en el que habitan, dejarlos fluir de la misma manera que permitimos germinar sentimientos y miedos que a menudo nos aquejan o hacen vacilar. Es la única forma (me dije también) que esa gran mentira que supone una obra de ficción sea una verdad genuina, honesta. Porque la guerra, llamada a sesgar por su propia naturaleza, también nos enseña, con hierática crueldad, que se puede herir mortalmente con balas de pólvora húmeda, en ese microcosmos que nos habita y destruye y desvanece, in eternis.

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