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Gastón Segura

19/04/2021@08:00:00
Ya tienen ustedes en los escaparates de las librerías la nueva biografía de Javier Krahe: Ni feo, ni católico, ni sentimental; la anterior, la de Ángel Vivas, es inencontrable y, además, se quedó detenida allá por el 1991, cuando se publicó. Esta llega hasta el final (por desgracia), aunque, para compensar, Federico de Haro la ha escrito con una ilusión contagiosa, ante la que no fuimos inmunes cuantos aportamos nuestro testimonio, tanto que aguardábamos ansiosos por verla editada desde hace al menos un par de años cuando se anunciaba como inminente.

Es difícil leer la obra literaria de una celebridad histórica sin que se imponga ya no solo la simpatía o la antipatía que nos provoque, sino también esa viciosa pedantería de buscar entre las afirmaciones y los renuncios de sus personajes ficticios las más nítidas justificaciones de sus acciones reales.

En mayo se cumplirá una década. No obstante, aquellos sucesos se me antojan hoy mucho más remotos y apenas sí conservo de ellos una vaga imagen, como suele sucedernos con todas esas malogradas ilusiones que dejamos que las enmohezca el tamo del olvido. Por supuesto, esta premeditada desidia se debe a mi disgusto por el mostrenco proceder de ese partido político, que se apropió de todas las esperanzas surgidas durante aquellas luminosas jornadas y de sus reclamaciones —ecuánimes o disparatadas—, hasta reducirlas a un mero pretexto para medro de sus capitostes. Sin embargo, hace diez años, asistí —y supongo que también muchos de ustedes— a un suceso muy diferente: una inesperada y hermosa protesta, que alentada por grandes aspiraciones, acampó en mitad de la Puerta del Sol para perplejidad general, bajo una sencilla y cáustica consigna: “¡indignaos!”

Cuando dentro de dos o tres años se disipe esta infección, nuestro mundo será otro. No es ningún descubrimiento, pues le bastaría a cualquiera de ustedes con recordar que, durante aquellas guerras que se prolongaban unos cuantos lustros o en mitad del azote de aquellas otras legendarias pestes, surgieron costumbres que las sobrevivieron, bien por su depurada utilidad o bien porque no había otro remedio, tras el trastrueque de mundo que había dejado el colosal estrago.

Para celebrar la dispensa —al menos en Rusia y en Gran Bretaña— de la ansiada vacuna, les traigo una jocosa noticia que despertó de inmediato mi curiosidad: los cuatro leones —a saber: tres leonas y un macho— del zoológico de Barcelona se han infectado de la covid. No me negarán que la noticia no encierra su guasa; y no solo porque esta manada sea una flagrante representación del perseguidísimo machismo, sino porque las fieras, en esos jardines de exhibición, suelen permanecer bajo un “confinamiento” vitalicio. Entonces, ¿cómo ha sido posible el contagio? La gacetilla solo añadía que dos empleados del parque habían aquejado ya la enfermedad, insinuando, pero sin especificarla, que estos mantenían algún tipo de intimidad con los feroces felinos.

Definitivamente

parece confirmarse que este invierno

que viene, será duro.

Adelantaron

las lluvias, y el Gobierno,

reunido en consejo de ministros,

no se sabe si estudia a estas horas

el subsidio de paro

o el derecho al despido,

o si sencillamente, aislado en un océano,

se limita a esperar que la tormenta pase…

Huyendo del vergonzoso guirigay político que se ha levantado por adueñarse de Madrid, en mitad de esta infección donde boquea el país entero, reparé en una singular gacetilla que informaba de que el gobierno británico estudia, tras el aluvión de inmigrantes que han arribado a sus costas durante estos últimos meses, hacinarlos en la remotísima isla de Ascensión.

No sé si recordaran que hace un año, en esta misma revista, publicaba un artículo titulado “El elixir oriental”, donde me burlaba —aunque no sin cierta amargura— de la penetración, so pretexto del yoga y otras prácticas más o menos tonificantes, de las creencias orientales en nuestra sociedad, fenómeno que ya sucedió en la Roma del s. I y II d. C., para lo que les mencionaba como acreditados ejemplos de lo acontecido entonces El asno de oro de Apuleyo y El asno de Luciano de Samósata, novelas humorísticas de aquel tiempo y a tal punto gemelas en el argumento que ni tan siquiera sus autores se molestaron en variarle el nombre al protagonista, el pobre Lucio, que se descubrió convertido en borrico por sortilegio de una hechicera de Isis.

Mi amigo Alfons Cervera acaba de publicar Algo personal; una colección de cincuenta artículos sobre otros tantos títulos literarios que considera memorables. Lejos —como explica en el prólogo— de tener la menor pretensión académica y, por supuesto, de haber aplicado criterios filológicos para componer la selección, Alfons ha escogido este medio centenar de obras, sencillamente por la huella íntima que le dejaron sus lecturas a lo largo de la vida; es más, esta arbitrariedad atañe también a su número, pues podía haberse limitado a treinta o a atreverse a llegar hasta setenta o cien; en cambio, Cervera nos ofrece cincuenta; tal vez porque le resulte la cifra adecuada para armar un tomo con el que amenizar a cualquier lector sin cometer exceso alguno.

Si la desolación no nos aplastase, este año deberíamos de encararlo como una espléndida celebración del cine español, pues ni más ni menos que se cumplen los centenarios de Luis García Berlanga y de Fernando Fernán Gómez…

Les confesaré que hasta el momento no había sentido un verdadero temor ante esta epidemia, sino más bien un plomizo abatimiento, seguramente contagiado por cuanto veía y palpaba en las calles hasta que, de pronto, me he topado con que la infección ha puesto de rodillas a la formidable Alemania, a la vez que el premier británico —con esas maneras de peluche de Barrio Sésamo que se gasta— comunicaba que su sistema de salud estaba absolutamente colapsado y que calculaba en un millón —seguramente serán más, muchos más— los infectados en su país, mientras la soberbia Francia era incapaz de dispensar la ansiada vacuna con alguna diligencia; en tanto que aquí, y para no desentonar, el sieso del ministro del ramo anunciaba que se iba de campaña electoral y allá nos las compusiésemos cómo pudiéramos —o cómo a los virreyes autonómicos se les ocurra, que viene a ser lo mismo—. En fin, un panorama con ese pergenio de desquiciado sainete que han presentado todas las catástrofes de la Historia en el momento mismo de producirse.

El pasado martes, en la librería Rafael Alberti, de Madrid, Cecilia Orueta nos presentó su último libro de fotografías, The End. Suma su tercera entrega a este género, tras Elogio de la distancia (2009) y Los paisajes españoles de Picasso (2018).

El lunes pasado se celebró —bueno; esto es un decir, habida cuenta de la epidemia que arruina al país— la fiesta nacional, antes de la Hispanidad y, mucho antes, de la Raza —en algunas repúblicas americanas aún se la sigue llamando popularmente así—, pues es el día que Colón, hace más de quinientos años, desembarcó en San Salvador —en las actuales Bahamas— y cambió para siempre la concepción del orbe. Y si aquí no dejó de ser un breve cumplido en el palacio de Oriente, en América, tan protagonista o más de la jornada, sucedieron algunos incidentes que calificaría de chocarreros, porque no son sino torpes remedos de esa ola de iconoclastia que se ha desatado en EEUU, tras contemplar el mundo, estupefacto, el cruel asesinato de George Floyd por televisión.

En el teatro Reina Victoria, de Madrid, se acaba de reponer Esperando a Godot (1952), de Samuel Beckett. Se trata del mismo montaje que había estado este invierno pasado en el teatro Bellas Artes, dirigido por Antonio Simón y protagonizado por Pepe Viyuela y Alberto Jiménez, con tan buena acogida que les ha permitido regresar durante un mes al menos; claro es, si el virus se los tolera.

Ya lo sabrán; murió Marsé. Y he aquí que andaba pensando en escribirles unas entusiastas líneas sobre la exposición de Ramón Masats en la Tabacalera de Madrid, cuando me senté a comer y el televisor me anunció con una bandita continua que Juan Marsé había muerto esa noche. De pronto caí en la cuenta y no pude sino imaginarme la risa que le habrá entrado al Java, al Sarnita y al resto de la canalla del barrio al saberlo, porque también es mala pata ir a morirse un dieciocho de julio y, encima, sábado; exactamente como aquel cuando los africanos pusieron al país patas arriba.