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Guillermo Saavedra
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Guillermo Saavedra

El duelo y la interrogación

Por Osvaldo Gallone
domingo 14 de enero de 2024, 17:16h
Más allá del insanable (y, en ocasiones, ancho) margen de error que puedan comportar, no resulta aconsejable temerles, al menos en el plano de la crítica literaria, a los pronunciamientos categóricos: El velador, del poeta argentino Guillermo Saavedra (publicado originalmente en 1998 y reeditado por El jardín de las delicias en 2019), ocupa (o tal debiera ser su sitio) un lugar central en el ámbito de la poesía de habla castellana.

En principio, se podría pensar –y tal no sería un desacierto- que el tema abreva en la tradición consolatoria griega y romana –dentro de la cual la célebre Consolatio ad Marciam, de Lucio Anneo Séneca, es uno de los más acendrados arquetipos-, pero mientras en el género clásico el mensaje consolatorio se dirige a alguien (en el caso de Séneca, a la hija de Cremucio Cordo por la pérdida de su hijo Metilio), en El velador el poeta se interpela a sí mismo con motivo de la muerte de su propia madre. El poeta es “el velador” en un doble y fecundo sentido: aquel que vela el cuerpo de su madre y, a un tiempo, quien trata de echar luz en torno a la impenetrable oscuridad de la finitud.

El velador no es un conjunto de poemas, sino –y tal, uno de sus muchos méritos- un solo poema, un continuum que se abre a partir de dos versos: “Quieta es el agua de la desgracia: / ayer mi madre murió de pronto” y se escande por medio de la presencia cada vez más invasiva (más lacerante) de la intemperie, destacada en el texto con los caracteres tipográficos de la bastardilla.

La honda reflexión del poeta frente al cuerpo inerte de su madre conforma un abanico de innúmeros motivos: desde la proyección de su propia muerte partiendo de los versos de Cesare Pavese (“vendrá la muerte y tendrá esos ojos / que ahora mi madre ya no me muestra”) hasta la despojada asunción de los deseos edípicos (“¿era consciente en su duermevela / la mujercita que fue mi madre / de que las ganas de su ternero / se dirigían con disimulo / a la cocina de sus placeres?”). Una brevísima acotación respecto de este último punto: esta mujer a la que se vela no es sólo una “todamadre” (al decir lacaniano para contraponerla a Medea), sino que en esta madre también se pone de relieve un perfil fuertemente erótico y femenino.

Pero, ¿qué es esa intemperie que se introduce en el cuerpo del poema como una cuña de la desventura? Por un lado, la intemperie (el desamparo) de la orfandad, el inevitable correlato del carácter irreversible de la muerte: no hay resurrección posible, no hay diálogo después de la muerte, los espíritus no se comunican a despecho del fraude de algunos inescrupulosos de tercera categoría. Pero hay algo más en el seno de esa intemperie y que bien vale la pena transcribirlo aunque sea de modo fragmentario: “el desamparo de las palabras”, “la desventura de las palabras / crece”, “De la intemperie / son las palabras”, “otra palabra / que no se dice”, “Otra palabra que no la digo, / que no me dice, en su intemperie, / ninguna cosa. Pero resuena”, “En la intemperie, el canto sordo, de las sirenas”, “En la intemperie, canta el que calla”. En Corintios, 13, Pablo se compara con “metal que resuena, o címbalo que retiñe”; huelga aclarar el sentido de la imagen: en silencio. La intemperie de El velador alude al desamparo de la orfandad, pero también al desamparo de la palabra, refiere al núcleo de inefabilidad de la lengua, a esa desesperante insuficiencia merced a la cual las cuatro letras de la palabra “mesa” jamás llegan a alcanzar al objeto que se pretende describir. En el interior de esa intemperie queda claro que no hay palabra para dar cuenta del desamparo: del desamparo de la orfandad, del dolor, de la pérdida. En el hipotético (y optimista) caso de que hubiese una palabra es precisamente, parafraseando a Pascal Quignard, aquella que vibra en la punta de la lengua, se aloja en el paladar, pero jamás se torna sonido legible, no se deja decir. Esta es la intemperie que cubre como un manto helado a El velador.

El velador concluye diciendo: “(…)… no hay nada, / no queda nada.” No resultaría ocioso recordar que en su Introducción a la metafísica (1936), Heidegger señala: “(…)… la nada, que en cuanto es pensada y dicha, también ‘es’ algo.” El presente caso no constituye una excepción; aquí también la nada es con el peso de una innegable, fértil y gravosa carga existencial: es el poema.

En año más reciente (2021), la editorial Cienvolando publica un libro titulado Vidas del poema: setenta y dos prosas breves, pero sustentadas en una admirable intensidad, de Guillermo Saavedra acompañadas por sendas ilustraciones debidas a la mano maestra de Eduardo Stupía. En las tales prosas, el mundo emerge de una nada informe merced a una forma privilegiada: el poema, que comienza a transitar su periplo confundiéndose con los hombres y las mujeres. Ello es, en rigor, Vidas del poema: las vidas diversas, controvertidas y varias de una entidad dotada de una incuestionable gravitación ontológica: el poema. Un poema que cuando Orfeo, “el padre de los cantos”, según Píndaro, deja de lado su lira de nueve cuerdas (en honor a cada una de las Musas) se convierte en “esporádico murmullo”, definición de Saavedra que encierra una paradoja que no es de las menores: en efecto, el poema es esporádico (un destello que rasga la cotidiana opacidad) porque al sujeto humano no le es dado, pese a la exigencia de Baudelaire, ser sublime sin interrupción (y el poema es una forma ejemplar de sublimidad), y también es un murmullo, pero de un orden singular: un murmullo que, en los mejores casos, puede resonar con la contundencia de un alarido inolvidable. Asimismo, como se desprende de una de las prosas de Saavedra, se configura como el rumoroso río heraclitiano: la voz del poeta y el ojo del lector nunca son los mismos, a despecho de que las palabras aparenten ser idénticas.

Múltiple y compuesto, el poema es la matriz y, a un tiempo, el sexo que la fecunda: no de otra manera se puede entender el concepto de “logos espermático” al que alude en reiteradas ocasiones el maestro Lezama Lima. Y también se verifica, como insinúa con claridad una de las prosas, una exquisita correspondencia entre el poema y el inconsciente: es el saber que no sabe que sabe, una ignorancia que desemboca en una clarividente sabiduría.

Saavedra introduce un tema de importancia capital: el poema, señala, vive en la casa de la lengua “como un refugiado en la intemperie”; parecería un calembour, pero bien lejos está de ello. Conviene no olvidar el pronunciamiento de Proust: todo escritor habla una lengua extranjera, conclusión que puede ser leída en el registro de un particular exceso: todo escritor trasciende los límites de su lengua natal, multiplica la polisemia, todo escritor habla otra lengua y se funda a partir de la alteridad.

Además de las tácitas alusiones a Rimbaud, Juan L. Ortiz o César Vallejo, entre otros, la profunda reflexión del autor respecto del ser del poema no puede menos que ocuparse del tema de la inefabilidad; el poema admite: “el verso me promete y nunca cumple del todo”, se resigna a que las palabras “más me dicen cuando duermen que cuando quieren cantar”, el poema siempre está “en trance de serlo y, una vez más, no conseguirlo”. Qué es la escritura sino un sueño roto que se vuelve a soñar con el ilusorio propósito de soñarlo entero. La lengua promete todo, pero apenas entrega un resto; todo libro es un siendo en perpetuo estado de incompletud, la palabra siempre queda en la punta de la lengua.

Pero vale la pena detenerse, aun con una brevedad que no le hace justicia, en la Addenda que funge como colofón del libro y que se desarrolla a partir de una pregunta: ¿quién habla en el poema?, habida cuenta de “el poema que, de tanto en tanto, la poesía escribe a través de nosotros”. Es un epílogo de inexcusable lectura por varios motivos; entre otros, por el siguiente: plantea una pregunta que comporta en sí misma la más noble estatura que puede tener una genuina interrogación: carece de respuesta. Por ello es necesario formularla.

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