Como cada verano. La misma pesadilla.
Antaño se decía que una ardilla podía recorrer nuestra maravillosa península saltando de rama en rama, de árbol en árbol; algo imposible en estos momentos porque año tras año se repite la misma maldita historia: nuestros bosques arden como teas calcinando espacios que tardaran décadas en volver a ser los mismos, ante la mirada aterrada de miles de habitantes que ven destruido el espacio donde habitaban sin apenas poder hacer nada para evitarlo. Animales que huyen despavoridos sin rumbo y sin saber si sus pequeñas familias han sobrevivido; sin nido en el que refugiarse, sin arroyos donde calmar la sed porque todo lo cubren las cenizas; sin poder respirar apenas porque un humo denso lo cubre todo. No saben hacia dónde volar. No saben hacia dónde correr.
Todavía recuerdo, con angustia, una fotografía de hace tres años en la que se veía a unos caballos corriendo desbocados para alejarse de las llamas, ante los ojos asombrados, anegados por las lágrimas y la desesperación, de los ganaderos y agricultores de una zona de Gredos que veían desaparecer, en un momento, todo lo que habían construido con mucho trabajo y esfuerzo a lo largo de sus vidas. Su modo de vida. Su manera de ganarse el sustento. El lugar donde eran felices.
También recuerdo ciertas gracias que se decían en los pueblos, hace también muchos años: Cuando el bosque se quema, algo suyo se quema, señor conde. ¡Qué burrada!, pienso ahora. ¡Qué despropósito! Parecía divertido porque, entonces, el bosque no se quemaba, gracias a que el señor conde permitía a los habitantes de la zona llevarse las hojarascas que caían de las encinas en otoño para encender la lumbre en los hogares en invierno; desbrozar las dehesas y recoger los troncos, ramas y raíces que podían, aunque también fueran del señor conde. Algo por algo, señor conde. Las vacas, ovejas y cabras pastaban a su libre albedrío dejando limpios los campos; se quemaban los rastrojos y eran los mismos agricultores los que controlaban que las llamas no se propagaran donde no debían. Y no pasaba nada porque sabían lo que hacían, conocían los terrenos, los mimaban y los cuidaban. Porque, señores de las oficinas, los incendios de los veranos se apagan en los inviernos, aunque algunos manifiesten lo contrario.
Seguro que, también entonces, el mirlo blanco de patas azules, un suponer, anidaba sin problemas donde pastaban los animales en convivencia pacífica. Y las setas verdes tan especiales, otro suponer, crecían en otoño sin que las pisaran los que pastoreaban la zona. Porque ellos sabían, mejor que los encorbatados de la ciudad, lo que debían o no hacer. Convivencia pacífica y respetuosa. Ahora todo está prohibido y han de contemplar, impasibles, como el fuego arrasa los bosques sin que puedan coger la motosierra y hacer cortafuegos que impidan que se destruyan sus hogares. Todo está protegido, excepto sus casas y animales. O su vida.
Recoger en el campo leña para la chimenea de las casas, incluso piñas muertas, puede estar penado dependiendo de la comunidad autónoma o el municipio en el que te encuentres. La legalidad depende de múltiples factores, ya que no existe una normativa estatal única que regule estas prácticas, dicen los expertos. Acciones como talar árboles, cortar ramas o arrancarlas de los árboles vivos están estrictamente prohibidas sin una autorización expresa de la administración correspondiente, ya sea el ayuntamiento o la comunidad autónoma. Aunque el susodicho árbol esté en tu propiedad y te esté destrozando el tejado. Las piñas abiertas que ya han caído al suelo pueden recogerse, pero en el caso de que estén cerradas o contengan piñones en su interior, la legislación exige contar con un permiso específico, ya que se considera aprovechamiento forestal con valor económico, según Xavi Abat. Limitaciones que buscan proteger el equilibrio de los ecosistemas forestales y evitar la sobreexplotación de recursos naturales. ¿Significa esto que “antes” no protegíamos dichos ecosistemas forestales?
Las llamas, este verano, han saltado de rama en rama como antes lo hacían las ardillas, traspasando comunidades autónomas, desde Castilla La Mancha a Madrid, de Castilla y León a Extremadura y Galicia…, deteriorando los entornos naturales, erosionando el suelo, arrasando la flora, matando la fauna. Miles de hectáreas quemadas; miles de vidas destrozadas. ¿Hasta cuándo nos podemos permitir esto? Porque las cosas no se solucionan cuando todo se ha reducido a cenizas. Los efectos son tan letales y las consecuencias tan devastadoras que pasará mucho tiempo para que la vida vuelva a la normalidad, si es que eso es posible.
¿De quién es la culpa? ¿Quién toma las decisiones para proteger nuestros bosques? No sirve echarse la culpa unos a otros y esperar al próximo verano. Necesitamos medidas contundentes y que dejen actuar a los que saben. Y no afirmo, ni mucho menos, que solo entiendan de campo los agricultores y ganaderos.
Todo el mundo escribe en las redes; todo el mundo entiende y siempre tenemos a quién echar la culpa, con lo que lavamos nuestra conciencia huyendo de cualquier responsabilidad que nos ataña. Que si los incendios no se apagan en invierno, que si es efecto del cambio climático -que tampoco lo dudo-, que si lo más importante es proteger el sotobosque y las ranas coloradas, que si los paletos -léase lugareños- solo estorban, que si… ¡Manda güevos! ¡Claro que hay que prevenir en invierno! Tenemos que prepararnos para los incendios de nueva generación -ya vamos por los de sexta generación-, esos megaincencios que actúan a su libre albedrío, impredecibles y absolutamente devastadores y destructivos.
Prevención, señores, trabajar juntos, asumir responsabilidades correspondan a quién correspondan. No estaría de más formar a la población para que sepa cómo actuar cuando se desata el infierno y no saben cómo ayudar porque la buena voluntad no es suficiente; proteger los pueblos con cortafuegos, y lo mismo en el bosque, aunque esos caminos acaben con alguna seta colorada y un poco de sotobosque, desbrozar como se hacía antes de que los pueblos quedasen abandonados, repoblar con especies autóctonas más resistentes al fuego, reducir biomasa combustible, recuperar la agricultura y el pastoreo, y encerrar con siete llaves a los malnacidos que ayudan a destruir el planeta y secar nuestros pulmones. Y cambiar la política y los políticos ineptos.
Esto no se va a acabar cuando el cielo nos mande lluvias; las temperaturas son cada vez más extremas y las medidas que se toman escasas, por no hablar de los medios siempre insuficientes y los políticos que sacarán rédito de cualquier desastre. Eso sí, viva la cultura porque aprenderemos nuevas palabras, como pirocumulonimbos -tormentas de fuego-, flammagenitus - nubes de fuego-, megaincendios…
¿No se escuchan desde los despachos los gritos de dolor y desesperación de los vecinos que lo han perdido todo? ¿Vale más la rana colorada que los cerdos y las vacas del paisano? Atrévanse a decírselo a la cara a los vecinos de San Pedro de Cansoles; a los expertos que trabajan de manera precaria mientras los políticos no han hecho lo que debían e intentan salvar su trasero. ¿En qué gastamos, o tiramos, los euros en España? No hay medios, señores. No hay más medios. Váyanse a la mierda. Todos.
¿Más cabras y menos cabrones, como leí hace unos días? ¡Cien por cien, tía, cien por cien