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María Jesús Mena
María Jesús Mena (Foto: Isabel Wagemann)

“Poemas ciegos”: el debut en la poesía de María Jesús Mena

Olé Libros, 2019

Por José Antonio Olmedo López-Amor
domingo 05 de julio de 2020, 11:17h

María Jesús Mena (Madrid, 1971) estudió Trabajo Social y Ciencias del Trabajo en la Universidad Complutense de Madrid. Se especializó en Mediación y Resolución de Conflictos y en Inmigración y Cooperación Internacional. Ha publicado poemas y relatos en diversos medios pero Poemas ciegos (Olé Libros, 2019) es su primer libro y ya en él puede apreciarse esa vocación social y altruista que le caracteriza como persona.

Poemas ciegos
Poemas ciegos

Una cita de José Saramago es lo primero que encontramos en este fundacional poemario y nos anticipa que el concepto de ceguera que la autora manera puede estar más relacionado con la consciencia que con la privación del sentido visual. El sentido figurado será una llave para desentrañar la esencia de algunos poemas.

“Palabras que te muerdan los ojos” es el título del prólogo escrito por Raúl Serrano Sánchez para este volumen genésico, quien advierte que Mena construye su discurso poético de manera coloquial y escoge como escenario lo cotidiano. A partir de ahí, Serrano Sánchez ofrece algunas claves que, sin duda, orientarán de manera inteligente a los lectores: patria concebida como matria, rasgos autobiográficos, crítica y evangelización del cuerpo-sexo-amor, son solo algunas de ellas.

Poemas estróficos, escritos en verso libre y agrupados en tres grandes epígrafes: “Calles”, “Abandonos” y Tránsitos”, además de una coda final, titulada “Vuelos”, componen Poemas ciegos, el decálogo moral de una nueva poeta, un devocionario de hallazgos y sorpresas que respira romanticismo y esperanza, a pesar de los pesares.

En su primer tercio, integrado por siete poemas, tres elementos: el tiempo, el fracaso y la ausencia, quedan enmarcados por una escenografía urbana que adquiere la relevancia de personaje. La ciudad —como laberinto— convierte a las calles en oscuros y solitarios pasadizos por los que perderse: «Me gustaba caminar todas tus calles. / Las grandes, las pequeñas, / la plaza de la fuente, las plazuelas, / los senderos incluso. Sentarme en tus bancadas / y descansar del frío del silencio, / desafiando al beso de la muerte». El recuerdo de un amor pasado muestra todavía reciente la hiel de su ruptura. La memoria culpa al tiempo por ser un espejismo doloroso, la vaporosa enunciación de una palabra que referencia a una utopía. El transcurrir del tiempo acentúa la soledad, hace sentir más honda la ausencia y brota, con dolor, el reproche: «Me equivoqué una vez y, / desde entonces, / deambulo errante / entre un sintagma nominal / y tus acciones». La sombra del fracaso se cierne sobre los versos, ya sea de forma metaliteraria o literal, la ciudad se vuelve irrespirable, poco a poco, esa asfixia se va corporeizando en los poemas: «Pero a pesar de eso, / no puedo concebir ya esta ciudad, / sin tu anonimato errante / por mis calles».

“Abandonos”, segundo estadio del libro, también, compuesto por siete poemas, intensifica esa melancolía brotada. Al desencuentro narrado en el poema “Amor bifurcado”, donde el hablante lírico se estremece al reconocer que trata de superar la ausencia entre otros brazos, se suma la certeza del acabamiento de todo lo que empieza. La sensación de pérdida: del tiempo, del amor, de la ilusión, subraya la agonía de una desposesión que se descubre sistemática e imparable, una orfandad que invita al desaprendizaje

En esta latitud no encontramos las calles como lóbrego escenario, como galería de fantasmas, en su lugar, el espacio interior las sustituye. Los poemas prospeccionan la estancia de la herida y el hablante se reconoce anclado al dolor. Resulta curioso que en el último poema de esta sección, titulado “Versos ciegos”, la poeta haya buscado la aliteración asonante como pauta rítmica: «Te di mi luz, / mi risa y mi ternura, / el hogar y el sol, / el hambre y la locura». Este poema se encuentra escrito con tipografía cursiva y algunos versos están sangrados en lugares no naturales, por lo que la autora le otorga un peso específico. Lo que parece comenzar como un reproche: «Te di mi juventud enamorada», termina, más bien, como un lamento: «[…] Y tú me devolviste / solo hielo».

“Tránsitos” es el pasaje más denso y extenso del libro, catorce poemas, en el que la autora vacía todo su cargador dispuesta a exclamar cuanto necesita, la urgencia por decir, el apremio de la culminación, provocan que ya no reserve munición para otra carga. “Cuando vaya a buscarte” brinda la posibilidad al hablante lírico de reconocer que pese a todos los desengaños, el amor triunfa; puede reconocer que volverá a buscar a la persona amada, aunque ninguno de ellos sea el mismo. La autora juega a la perfección con texto, contexto e inferencias lógicas que podemos hacer de ello para sorprendernos y resolver el poema de manera drástica con ironía: «Un día de estos iré a buscarte», «Cuando ya no simbolicemos ni entelequias», «Cuando nuestros cuerpos hastiados / de otros cuerpos, / renieguen de la vida interrumpida. // Un día de estos partiré a buscarte, / pero no será hoy, / quizá mañana».

Esa otra patria a la que referencia la autora es la esperanza de otro amor. Un amor que exige un viaje, una aventura, un riesgo, no solo para descubrirlo, sino para merecerlo: «[…] una búsqueda vagabunda de lo insólito, / un encuentro furtivo entre lo bello». Pero la belleza también puede ser ambivalente, la encontramos inhóspita en “Lo que existe”, como enfurecida danza en “La embestida”, lo que conlleva la enseñanza de la comprensión, de la tolerancia, pues la subjetividad nos hace malinterpretar las cosas algunas veces y no es posible vivir con sentimiento de culpa, ni con deseos de odio ni venganza.

Esta asunción se pone en práctica en “Demolición”, donde el hablante lírico al descubrir semienterrado un rostro en blanco y negro —símbolo del bien y el mal— comprende que las ruinas son algo más que eso, cada resto puede ser un ladrillo que edifique una nueva construcción: «[…] y decidió, al verlo, / que haría montañas con todas esas piedras / y las usaría para delimitar de nuevo sus murallas».

La poeta confiesa su incontinencia verbal en el poema titulado “Los exilios”: «Escribo porque siento esa necesidad, / aunque al hacerlo me arrepienta / una y mil veces de lo escrito», y la compara con la condenación de vivir para el que nace, algo que, en lugar de interpretarlo negativamente, entiende como oportunidad, como esperanza como corolario de un deseo por cambiar las cosas.

“Bailemos” es una invitación a la vida. Este poema recoge la noción de esperanza y la cristaliza en una invitación al baile, a la creación, a la coreografía del cuerpo que desafía las leyes de la física: Sedúceme y mezclémonos / a ese compás de música tardía / que la vida hace estallar de nuevo». La danza, como hambre, estímulo, necesidad del otro, es una pantomima sin la música del amor. Pero el amor es un trofeo al que un leve giro de viento puede afectar, es algo delicado, frágil hasta el extremo, es algo que requiere la mejor versión de nosotros. Por eso, el poema titulado “Los innombrables” comienza de manera cruda: «Me cansé. / Me harté de ser una […]», «Me agoté de ser la última / en una fila que se me antoja ilimitada […]», los versos connotan una disputa, un desacuerdo profundo y una ira que, sin embargo, se diluye pronto en el perdón, se enardece en el símil sensual del encuentro físico y termina convertida en un ruego: «Deja que sea yo, / con mi simpleza, / el lugar donde mueran junto a ellas / diluidos tus humores / y los míos».

La última parte de este pasaje (3 poemas) se iza como un sentido homenaje a un ser querido concreto (un soneto de rima consonante), a quienes nos precedieron y a la memoria de las víctimas del fatal atentado ocurrido en Madrid el once de marzo de 2004. Esta ofrenda verbal aglutina las virtudes expuestas durante todo el poemario intensificando, incluso, su sensibilidad: «Pero los niños ascendieron / y rompieron los barrotes / que cercaban su rabia derramada. / Agarraron su antorcha, / se hicieron luz / y alumbraron el camino de los que después llegaron».

La coda, titulada “Vuelos”, se compone de un único poema, el más extenso del libro. La metáfora aérea nos habla de liberación, de mudanza, de búsqueda. La asunción de la experiencia —para el hablante lírico— resulta en la convicción de su propio poder, deviene en la autoafirmación, en el empoderamiento de una mujer curtida por sus pasos que advierte ser la hechicera que marque el ritmo de su porvenir. Esta maduración culmina su proceso de aprendizaje, los versos comenzaron caminando a tientas, tropezando con cada obstáculo del camino para, después, abrirse a los sentidos, a la intuición. La visión fue llegando de manera paulatina, el discernimiento necesario para vivir y ser el capitán de su propio navío. Hasta ahí, la oscuridad fue atravesada por esa esperanza de amor que nos hace mejores. Así encuentra Ariadna la luz al final del laberinto palpando el hilo —que le conduce— de sus poemas ciegos.

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