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Joaquín Vidal
Joaquín Vidal

Y no aburrió nunca

lunes 18 de abril de 2022, 07:06h

El domingo pasado andaba enfrascado en desmenuzarles otro asunto, cuando, por cobrar distancia para exponérselo con temple, me dio por husmear en los diarios hasta que un suelto, en la sección taurina de El País, me atrapó; conmemoraba el vigésimo aniversario de la muerte de Joaquín Vidal. De inmediato, descarté mi primer propósito, y aunque nunca haya sido un gran lector —ni siquiera mediano— de periódicos, en cambio fui seguidor de algunos escritores que se ganaban el sustento trabando su mejor prosa en sus páginas efímeras, como Paco Umbral o Vázquez Montalbán o, claro es, Joaquín Vidal; con lo que se me presentaba la ocasión propicia para devolverle un cacho de los muy jugosos ratos que me procuraron sus crónicas.

Quizá porque mi generación nació con el transistor a pilas, que cumplía de sobra con la urgencia de la noticia, casi siempre he contemplado a los diarios como portadores de esa amena estampa sobre el suceder de la vida que sigue la senda de Pla, o de González Ruano, o de Gómez de la Serna o de Fernández Flórez o incluso de Azorín y de Alarcón, y por ahí todo seguido, hasta llegar a Larra, nuestro cronista primordial; he buscado, por tanto, entre sus cenicientas páginas ese heridor sarcasmo o esa irisada ironía o, incluso, ese delicado y terne detalle, que es el sello de cada cuál, y a veces, ni eso, sino el mero reflejo del ánimo con el que ese día el escritor se acodó ante las cuartillas. Y de cada una de estas cualidades traía su porción la prosa de Joaquín Vidal para reconciliarme con la vida.

Joaquín Vidal, ya lo saben, escribía crónicas taurinas como Gregorio Corrochano o Antonio Díaz-Cañabate, quienes sentaron, uno tras otro, la cátedra del género en el ABC. Sobre la página de sucesos o las notas de sociedad, la crónica taurina, para practicarse con solvencia, no exige solo del conocimiento de la circunstancia y de los concernidos —toro y torero—, sino de su reglamento y del extenso vocabulario que señala con exactitud cada lance de la lidia; y además, perspicacia para atisbar lo insinuado y aun disimulado por el ganado, el ganadero y la empresa, y ya, como corolario de todos estos saberes, de mucha agudeza para innovar, porque la preceptiva de este tipo de gacetilla viene tan acendrada que el aficionado se incomoda al mínimo alarde. Aunque Joaquín Vidal, de agudeza, llegó sobrado a su célebre reseña de El País, y no por su paso por el bilbaíno Hierro, o por el vespertino Informaciones, o por el diario de sindicatos, Pueblo, sino por su septena (1968-75), bajo el título de “Las vacas enviudan a las cinco”, en La Codorniz.

¿Cuánto le debe el arte nacional a este excéntrico semanario, lenitivo imprescindible de la fanfarria de aquel vetusto régimen? O lo que es lo mismo: ¿cómo valorar la deuda de los artistas españoles con ese cronopio, montado en un elefante, que fue Gómez de la Serna?; pues sin él no se concibe ni a Miguel Mihura ni a Enrique Herreros ni a Tono, fundadores, en 1941, de esta revista humorística. Luego llegó Álvaro de la Iglesia, y lo que era absurda cuanto hilarante vanguardia fue dejando asomar esa amarga guasa que nos es tan propia desde la picaresca y que preservaron sin una arruga quienes, como Joaquín Vidal, se foguearon allí: Mingote, Forges, Gila, Coll, Azcona, Chumy Chúmez, El Roto… Y, cada trimestre, para mantener en forma el ingenio, caía alguna multa, algún número secuestrado por la autoridad y alguna amenazadora citación ante los tribunales, mientras el resto del país permanecía en ascuas por averiguar qué chiste había sido censurado de sus páginas, puesto que, como dijo el propio Vidal, allí se ejercía “un humor fetén… Un humor muy distinto al de los caricatos de ahora: lo vulgar, lo chabacano, lo pornográfico, lo escatológico y los lugares comunes, todo eso estaba prohibido por una ley no escrita”, pero, desde luego, decisiva para su peculiar y deslumbrante gracejo, que tanto irritaba a su legión de adversarios —ganaderos, apoderados, empresarios, adulones, figuras del escalafón…—; aunque uno de ellos, Jiménez Losantos, cuando se conoció su fallecimiento, le brindó un bellísimo homenaje con aquello de “fanático de la integridad defensiva y ofensiva del animal, un implacable debelador de los taurinos y de los toreritos ataurinados, un honradísimo extremista en esa plaza de todos los extremos que se llama Las Ventas. Su crónica era el vademécum de los disconformes y la donosura literaria del crítico suplía el menguado raciocinio de la tribu del pañuelo verde”. En efecto; Joaquín Vidal era la luminaria del díscolo tendido Siete, donde encontró cobijo y —contra lo antedicho— ilustración servidor de ustedes; pero ante todo Joaquín Vidal presentaba “la virtud —según Luis Francisco Esplá y que comprobé tantas veces en las noctívagas tertulias del Café Estar— de interesar a los intelectuales por el mundo del toro”. ¿Y cómo no iba a interesarles quien, en palabras del maestro alicantino, “era capaz de convertir en jocoso lo que no tenía remedio”? Al punto que Esplá abrochó su recuerdo de Vidal con un emocionado “no aburría nunca”.

¿Acaso podía aburrir quién calificó de suicidio aquella salida de chiqueros de un cinqueño, tan empeñado en escapar de Las Ventas, que se estampó directamente contra el estribo del burladero contrario y se despidió de este mundo sin saludar siquiera al matador que le había correspondido en suerte?

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