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artículo de opinión

PLAZA DE GUIPÚZCOA

08/08/2023@06:06:00
Thomas Hobbes, insigne filósofo del siglo XVI definió la vida como “desagradable, brutal y corta”. Depende con qué gafas la mires. Pregunta a Sánchez y Feijóo. Filosofa, especula y encarga a Michavila las encuestas que te dé la gana, al final te toca lo que te toca.

Aun a riesgo de que estos artículos, con tanto conmemorar decesos célebres, parecieran una sucesión de pomposas necrológicas, me había propuesto recordarles que el próximo jueves se cumplirán cien años de aquel viernes cuando, dadas ya las diez de la noche, moría en Cercedilla Joaquín Sorolla Bastida.

La alarma suscitada por los avances en Inteligencia Artificial no contemplaba el éxito arrollador de la comedia de moda, naturalmente ‘Barbie’, la primera película en imagen real de la terrorífica muñeca creada por Mattel, convertida en icono del feminismo posmoderno. La teoría de las sincronicidades sí contemplaba que pudiera coincidir con un biopic aparentemente antagónico como ‘Oppenheimer’, basado en la vida del físico teórico que inauguró la Era atómica.

La conciencia ambiental es una filosofía de vida que se preocupa por el medioambiente y lo protege con el fin de conservarlo y de garantizar su equilibrio presente y futuro. Debemos ser conscientes de que uno de los aspectos que más deteriora la naturaleza es el hombre. La deforestación, la contaminación del aire, la contaminación del agua y el calentamiento global, por ejemplo, son consecuencia del estilo de vida que impera en nuestra sociedad. Así, la educación ambiental y la conciencia ambiental nos ayuda a darnos cuenta de que cada acción que realizamos en nuestra vida cotidiana tiene una repercusión en el medioambiente. El medio de transporte que utilizamos para ir a trabajar, el uso de bolsas de plástico, el tipo de energía que consumimos, todo influye.

Alberto Núñez Feijóo es un excelente gobernante, aunque excesivamente confiado y poco agresivo como lo son todos sus compatriotas celtíberos. Las trampas de Pedro Sánchez han hecho mella en él y su triunfo electoral ha quedado resentido.

Ayer, con las votaciones, concluyó una campaña electoral sudorosamente larga: ni más ni menos que comenzó al día siguiente de los comicios municipales; es decir, el mismo suma y sigue prolongado durante mes y medio. Aunque no niego que haya presentado sus alicientes como el monumental atasco de Correos que el probo empeño de los funcionarios ha podido salvar con decoro, o esa otra novedad de los trackings diarios bajo la cabecera de los periódicos, que la ha envuelto con un aire de competición donde se admitiesen apuestas. Por lo demás, los mensajes de los candidatos resultaban tan archisabidos que servidor solo aguardaba ese momento estelar cuando se descuajaringa el tablado entre alaridos de espanto o, en su defecto, ese otro cuando el orador se tropieza y acaba de morros a los pies de la primera fila; pero, vaya, no hubo tal y debí como ustedes conformarme con la menestra de repetidas soflamas, de manidas acusaciones y de pronósticos fatalistas que hoy ya son mero olvido.

Llevo muchos años escribiendo en los periódicos con la finalidad de ofrecer una reflexión sobre lo que veo y pienso. Siempre he procurado hacerlo desde el espíritu crítico y, por supuesto, evitando todo ataque personal. Cuido las formas porque estoy convencido de que ahí está el verdadero fondo del pensamiento. Lo expresado con vulgaridad es, irremediablemente, vulgar. Paso a paso y sin descanso, una parte muy considerable de nuestros conciudadanos se ha ido acostumbrando a la bronca, a la grosería y a la mofa, cuando no al insulto, a la agresividad y no al diálogo, a ser más ocurrente, pero no más inteligente.

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Fíjate si está revuelto el patio que, con lo que a mí me mola el cotarro político, acabo de enterarme que en España hay un ministro que se apellida Miñones. No sé en qué país vivo yo o en qué país vive él.

Científicos alemanes y suizos descubrieron hace unos años que los versos de Homero pueden ser un buen medicamento contra la hipertensión. Su lectura, dicen, acompasa los latidos del corazón porque nuestro cuerpo encuentra en ellos el ritmo adecuado. Casi tres mil años ha necesitado el poeta griego para que los humanos le encuentren utilidad a su obra.

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He vuelto de Barcelona de uno de esos fiestones VIP que te obligan a rebuscar en el fondo de armario las sandalias Michael Kors print de cocodrilo. 10 centímetros de tacón aguja como para despeñarte. Menos mal que domino el arte de sortear obstáculos.

Mi trayectoria existencial podría resumirse en el paso de una primavera a otra” -declaraba Alain Finkielkraut el día de la muerte de Milan Kundera-: “de la primavera lírica a la primavera escéptica”. Dos primaveras en el mismo año, 1968, la de París y la de Praga. O lo que viene a ser lo mismo, del lirismo al desencanto. En París los jóvenes de la izquierda revolucionaria gritaban “Élections, pièges à cons” -Elecciones, trampas para idiotas-. En una generación llegaron al poder y todo cambió. Ellos entrañaron los valores del sistema y el sistema, muy progresivamente, fue derivando hacia el imperio del kitsch y la oligarquía del “infoentertainment”.

PLAZA DE GUIPÚZCOA

Del bodorrio de Tamara a las Elecciones. Es un sinvivir, tío. No me extraña que desconectaras viendo volar pelotas en la final de Wimbledon ¡5 horas! Yo solo estaría 5 horas delante de la caja tonta por escuchar a Zapatero reflexionar sobre la infinitud del universo. Genial ese monólogo filosófico-cuántico. No lo supera ni Leo Harlem.

“Soy el más pobre e infeliz de los mortales, pero ahora tengo mi medida llena, y para mi dicha no hay límites” A. Cosani.

Han sido muchos los autores que se han ocupado en Occidente de la denominada filosofía oriental entre ellos Jorge Luis Borges en colaboración con Alicia Jurado cuando escribieron su “¿Qué es el budismo?” cuando fueron los europeos los que sintieron un interés por llegar a esas latitudes un tanto desconocidas.

Si eres muy joven, encuentras la estupidez de los demás, e incluso la tuya, casi divertida, estimulante o por lo menos risible. En la madurez la estupidez te irrita. Y cuando te haces viejo sólo te produce melancolía. Así estoy yo, melancólico, como atrapado en una canción del Sabina de finales de los ochenta, mientras tontos de todos los colores se enseñorean de los foros de discusión en los medios tradicionales y, sobre todo, en las redes sociales. El lamentable éxito de VOX en las recientes elecciones municipales ha puesto en circulación de manera incontrolada el término “fascista”, utilizado a cascoporro por quienes no han leído jamás un libro de historia o un ensayo riguroso de teoría política. Algunos libramos, nec spe nec metu, una batalla perdida de antemano para poner una nota de sensatez en medio de la histérica algarabía, pero sabemos que no hay nada que hacer. De ahí la melancolía.

Las noticias inesperadas suelen ser buenas; las malas, ya se las rumia cada cual con anticipación y hasta con desvelo, y cuando fatídicamente se cumplen, carecen de novedad. Pues bien; una de esas alegres sorpresas nos sucedió en Drácena cuando editamos el año pasado Las cerezas del cementerio (1910), de Gabriel Miró. Se agotó apenas transcurrido un mes para nuestra satisfacción pero, sobre todo, para nuestra perplejidad, porque cuando publicamos esta novela —el primer relato largo de Miró con las costuras bien ajustadas— pretendíamos dos cosas; en primer lugar, proseguir nuestra quijotesca cruzada contra la ignorancia y la pedantería con que los mass media y las actuales novedades librescas pisotean nuestro idioma, y en segundo —y si quieren más sentimental—, rescatar a un escritor que, muy a pesar de serlo hasta la médula, sufrió tal cadena de desaires que, hoy, entre el común, su nombre apenas significa algo distinto a una calle o a una plaza.