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Ángel Olgoso
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Entrevista a Ángel Olgoso, autor de “Breviario negro”

“Siempre he estado abocado a la brevedad”

Por Javier Velasco Oliaga
martes 31 de marzo de 2015, 21:06h

El escritor granadino Ángel Olgoso acaba de publicar su libro de cuentos “Breviario negro” en la editorial Menoscuarto. Sus cuentos son un dechado de imaginación e innegable riqueza en cuanto al estilo, pero también en las tramas, escenarios sorprendentes y perspectivas insólitas. Quizá por eso, su gusto literario se centre en la búsqueda de una nueva condición humana.

  • Ángel Olgoso


  • Ángel Olgoso y J. A. Zapatero

Ángel Olgoso
Ángel Olgoso

Fundador y rector del Institutum Pataphysicum Granatensis, su literatura destila el gusto por lo ominoso. Algunas de sus páginas nos recuerdan los preceptos literarios de alguno de los grandes genios de la literatura francesa como Alfred Jarry o Boris Vian. En la entrevista nos desvela muchas de sus motivaciones sobre su manera de escribir.

¿Qué le llevó a escribir Breviario negro?
Paradójicamente, en este caso la más cruda realidad ha sido el percutor, el fulminante, la pólvora y la diana. Entre enero y agosto de 2012 -en el punto álgido de esta aberración económica, política y moral con la que nos han obligado a comulgar- conseguí enclaustrarme y escribir a destajo, o mejor dicho, escupir los cuarenta pulcros vómitos de este libro. Hay incluso cuatro textos apegados a la actualidad, fruto del estado de alarma, miedo y náusea del momento. Veo este libro más bien como una respuesta imaginativa a esa atmósfera creada por el Gran Saqueo; un intento de conjurar verbalmente un tiempo obsceno en el que una minoría sin escrúpulos ha avasallado -con total desfachatez y crueldad- a una mayoría perpleja; una forma de contrarrestar las pesadillas de una realidad hostil con pesadillas seductoras, medidas, variadas, hermosas incluso, contadas con orden, concisión y esmero.

¿Por qué escogió este título para agrupar todos estos relatos?
Además de la alusión obvia a la brevedad, siempre me ha interesado el lado nocturno de la condición humana, el extrañamiento, los territorios desconocidos. Creo que para un escritor la oscuridad suele ser nutritiva. Por otra parte, las flores creadas a partir de las ruinas es lógico que nazcan sombrías. Tengo la sensación de haber visitado la frontera que separa el mundo del trasmundo, de haber removido los miasmas de lo real para ver más claro lo que se esconde bajo la perturbadora, la enfermiza, la abismal zona de sombra. La Academia define “Breviario” como recopilación de oraciones y cantos destinados a los oficios litúrgicos. Quizá algunas de las breves oraciones paganas que componen esta Opus Nigrum (escritas en tiempos de aniquilación y negros remolinos) traten de refrescar la fiebre que puede producir la maldad humana, de transformar la ira o el dolor en algo luminoso.

¿Por qué se decantó por escribir libros de relatos cortos?
Escribo relatos breves desde los años setenta, y supongo que lo hago porque siempre he estado abocado a la brevedad: por carácter (soy poco dicharachero), por afición (me fascina el relato como miniatura, esa magia de la síntesis y la conmoción, de la puntería afinada, de la veloz emboscada), por convicción (al extrañamiento le sienta bien la historia mínima y la palabra depurada) y por una elemental cortesía hacia el lector (prefiero ahorrarle los tiempos muertos, las genealogías, los lugares comunes, las disgresiones, los detalles intrascendentes). Sin embargo, la brevedad no es un valor por sí mismo: fondo y forma son inseparables. Es cierto también que la brevedad parece el molde más apropiado para mi método de trabajo, deudor de la artesanal taracea granadina, tesela a tesela, y que busco la máxima expresividad con el menor número de palabras, pero lo hago sacrificándolo todo a las exigencias de cada relato, puesto que la extensión viene dada por las necesidades del propio texto. Cada uno nace con su propio color, tono y envergadura: unas veces ocupan una línea y otras treinta páginas, pero procuro que sean milimétricos, que cada palabra tenga peso específico, que por supuesto posean sustancia narrativa, que desborden la página y dejen en el lector una huella imborrable.

¿Se considera un escritor sólo de relatos o también de poesía?
Entre 1973 y 1978 escribí poesía de todo tipo, virgiliana, satírica, comprometida, filosófica, torrencial, báquica y, al final, con ribetes surrealistas. Imagino que el amor por la palabra quintaesenciada ha permanecido desde entonces, que de alguna manera la poesía se ha filtrado incesantemente a mi prosa. De hecho, en Breviario negro hay abundantes muestras de lirismo. Siempre he procurado sumar extrañeza y belleza; buscar la palabra exacta, precisa, inaudita, esa palabra que resplandece como una luciérnaga; acariciar los vocablos como se acaricia una hermosa y perfumada fruta, una fruta exótica y desconocida que tiene el poder de inaugurar mundos, de convocar realidades, de crear emociones. Joan Perucho dijo que, en literatura, el placer del lenguaje es su verdad. Pero tampoco conviene caer en el lado contrario: como señaló Azorín, el escritor no debe ser como un arpa eólica, que emite algunos bellos sonidos sin ejecutar ninguna melodía. En una entrevista titulada “Ángel Olgoso o el relato poético” que me hizo hace años, el excelente escritor y amigo Miguel Arnas escribió que “la prosa es a la poesía como la arquitectura es a la escultura. A esta última le basta con su propia belleza, mientras la arquitectura debe tener una virtud sin la cual no es lo que pretende ser: la habitabilidad. Pero como valor añadido a esa habitabilidad, si la arquitectura no tiene, además, belleza, será tan sólo utilitaria”. Por último, Carlos Almira ha analizado muy acertadamente el valor de las palabras en mi obra: habla de peso atómico, de palabras-mundo que crean su propia atmósfera, que secuestran silenciosamente la narración elevándola a un plano de significación diferente de lo convencional, de palabras como polizones, como caballos de Troya del lenguaje.

¿Para cuándo una novela?
Las novelas me gustan como lector, pero como autor me produce una pereza invencible lo excesivo, lo caudaloso. Por no hablar de mi lentitud (tardé cinco años en escribir el relato Los palafitos, incluido en Los demonios del lugar). No, me temo que nunca escribiré una novela, lo juré además: tras haber dedicado ocho dolorosos meses a repujar las treinta páginas del relato El síndrome de Lugrís (perteneciente a mi mejor libro, Las frutas de la luna), abrí una botella de cava para celebrar que jamás en la vida volvería a escalar otro Himalaya. Con Breviario negro he encontrado la distancia exacta, relatos de dos o tres páginas aproximadamente. Nada de monumentales e indigestos asados, nada de caza mayor, sólo un sucinto banquete lector compuesto por sabores variados y por minúsculas pero sabrosas porciones.

¿Diría que hay algo que tienen en común todos sus relatos?
Si se refiere a los de Breviario negro, quizá esa luz oscura de la que habla Merino en el prólogo. Todos se inscriben dentro de la tradición del “romanticismo negro”, el que con su lirismo visionario refuerza las sensaciones más intensas. Lo veo como un semillero de delirios y visiones alucinadas, como un libro de oraciones fantástico e impío, una especie de calendario pagano de adviento con ventanitas que se abren y guardan detrás una sorpresa, pueden ser viajes temporales o sueños habitados, ángeles caídos a tierra o fantasmas enamorados, macabras órdenes ministeriales o cartografías amorosas, burdeles de cuadros vivos o ciudades sitiadas, ondinas hambrientas o ánimas benditas, relojes que marcan la última hora del mundo o el lugar donde cayó la baba de Caín, autómatas vivos o peregrinos eternos, naufragios espectrales o travellings cósmicos, el hambre de los muertos o insólitas teorías físicas, caballos pensantes o metamorfosis. Son relatos enemigos del día, con el sabor lúgubre del mundo de Kubin y Redon, de los grabados de Blake y las series negras de Goya, de la perversión de Los cantos de Maldoror de Lautréamont y de las visiones del Infierno en las miniaturas medievales.

¿Cómo consigue plasmar tantas emociones en relatos de tan corta extensión?
Supongo que es fruto de la tortura de la corrección, de mi lentitud, de la paciente caza y domesticación de las palabras, presas delicadas que pierden su lozanía fácilmente si se manipulan con brusquedad o apresuramiento. Me gusta llamar a mis textos “cuentos medulares” porque hay una depuración casi alquímica. Procuro que en ellos las palabras no avancen como ejércitos en formación, conduciéndose monótonamente entre desmayadas fanfarrias de genealogías e incontables estandartes de lugares comunes, hasta que el tedio y el agotamiento se apoderan del lector. Intento que lo hagan más bien como elementos de una emboscada rauda y limpia, con palabras que ejecutan con intensidad los movimientos justos, medidos, persiguiendo una sola visión, una idea inquietante, una conmoción, una sentimiento inefable, una resonancia.

¿Cree que de alguno de sus cuentos podría haberse sacado una interesante novela?
Probablemente, pero no seré yo el que lo haga: en el más de medio millar de relatos que he escrito en estas décadas siempre procuré que no sobrara ni faltara ninguna palabra. Todos sabemos que Borges ya nos advirtió del “desvarío laborioso y empobrecedor de componer vastos libros, de explayar en 500 páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos”. Sabemos que Ambrose Bierce definía la novela como un relato hinchado. Sabemos, además, que Cervantes contaba de uno en Sevilla que hinchaba perros metiéndoles una pajita por el ano.

¿Cómo influye la filosofía en sus relatos?
Como puede influir cualquier ciencia o disciplina que explore la percepción de la realidad, cualquier manifestación que intente aprehender el mundo. Todas son vías que la literatura imaginativa hace suyas con naturalidad. Siempre me he regido por una divisa patafísica: me esfuerzo de buena gana en pensar cosas en las que pienso que los demás no pensarán. Creo que la función de la literatura es convertir la oruga de lo real en la mariposa del arte, trascenderlo, enriquecerlo con sueños, experiencias y, sobre todo, con un lenguaje rico y vigoroso para que, en ningún momento, devenga en una mera fotografía. Intento crear un mundo personal y extraño que se baste a sí mismo, aunando la precisión y belleza del lenguaje con la singularidad de la historia, intento dar en la diana del lector para hacerle sentir o reflexionar, para desasosegarlo, para procurarle el placer de abolirle el espacio y el tiempo, de situarlo en una atmósfera en la que es posible lo imposible.

¿Hay algún autor que haya influido especialmente en su forma de escribir los relatos?
Todas las lecturas marcan de alguna manera, unas con un hierro candente y otras con un leve perfume. Es inevitable que acaben reflejándose en la propia obra. Sin embargo, cada uno intenta dar cuenta de su mundo propio, interpreta a su modo la persistente ilusión de la realidad. Son muchos los autores a los que admiro y con los que estoy en deuda. Por citar a unos pocos, Poe y Kafka a la cabeza, los fantásticos victorianos, los fantásticos latinoamericanos, Maupassant, Schwob, Buzzati, Arreola, Denevi, Aickman, etc. Pasé por épocas consecutivas que tenían la vitola de Cortázar, de Vian, de Kerouac, de Mishima, de Chandler, de Bukowski, de Bradbury. Degusté la “prosa comestible” de Azorín, Aldecoa, Schulz, García Pavón, Rulfo, Pla. Pero si sólo pudiera nombrar dos debilidades, serían Álvaro Cunqueiro (un mágico y delicioso universo) y Chateaubriand (una cumbre estilística de la humanidad).

¿Cómo consigue iluminar este libro la condición humana?
Tratando de potenciar la imaginación para hablar más de lo que no vemos que de lo que vemos, de elevarse por encima de la adversidad gracias a la invención, de sustituir las pezuñas de las que hablaba Lorca por las alas aunque sean oscuras, de burlar la jurisdicción de la realidad (esa pesadilla sórdida con aspecto de orden, como la calificó Juan Gil-Albert) sin dejar de echar fuera lo que quema por dentro y sin disminuir tampoco el esmero estético. Me gustaría que, además de su trompetería fúnebre, además de su horror confitado, los relatos de este libro tuvieran una luz misteriosa al fondo, evocadora de los pintores románticos alemanes, y que esa luz fuera o el destello mágico de eso que Chandler llamaba el feroz pequeño fuego de la creación o, mejor aún, el rescoldo de la esperanza que nos permita superar las desventuras de este mundo, a la vez maravilloso y espeluznante.

¿Está trabajando en algún nuevo proyecto?
Sí, en un nuevo libro que será, por fin, más luminoso. De manera literal. Pienso sinceramente que los seres humanos -pese a las tormentas que provocamos a nuestros semejantes o a nosotros mismos- estamos hambrientos de luz, alegría y paz, y el nuevo volumen de relatos va en esa dirección.


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