Dos textos harto significativos –uno de carácter memorialístico y otro, ficcional- pueden ayudar a sobrellevar la perplejidad de una pregunta que difícilmente halle –como tantas otras en diversos planos- condigna y unívoca respuesta. El propio Immanuel Kant, encarnación del sujeto cognoscente y racional, en su Crítica de la razón pura llama la atención en torno a un hecho tan palmario como, cuanto menos, inquietante: “(…)… no es nada raro que al comparar los pensamientos expuestos por un autor respecto a su tema (…) encontremos que lo hemos entendido mejor de lo que él mismo se entendió” (citado por Cassirer, Ernst; Antropología filosófica, F.C.E., México, 2da reimpresión, 1974, p. 265). De lo expuesto de modo impecable por Kant, se puede concluir, pues, que nadie se lee: la escritura está allí –despojada, expuesta, desnuda- a la espera de ser leída, pero no por su autor, cuya lectura puede estar tan desencaminada como la del más torpe hermeneuta. Pero, entonces, ¿cómo ha llegado el autor a componer y suscribir ese texto que ni siquiera ha entendido a cabalidad? ¿Cómo atina en el centro de la diana el arquero cuyos ojos están velados por una densa o, incluso, ligera película de astigmatismo?
Acaso no existan en el terreno de las humanidades territorios tan erizados de misterios como la religión y el arte. El aliento que sopló en el espíritu del Buonarroti para pintar la bóveda de la Capilla Sixtina es tan insondable como una trinidad que postula tres personas en una sola.
Se puede columbrar –con respetable margen de acierto- que Cortázar debe haber leído un libro de memorias del poeta y crítico norteamericano John Malcolm Brinnin traducido al castellano como Yo conocí a Dylan Thomas (el título original es más explícito y austero: Dylan Thomas in America), editado por la Compañía Fabril Editora, en el año 1959, antes de escribir esa nouvelle que es una pequeña obra maestra: “El perseguidor”, incluida en el tomo Las armas secretas (Sudamericana, Buenos Aires, 1964; novena edición, 1970: todas las citas remiten a esta edición). El libro de Brinnin delinea el perfil de Dylan Thomas a lo largo de sus cuatro giras por Estados Unidos (recitales poéticos leyendo poemas propios y de otros autores de lengua inglesa) y ese retrato –admirativo, encomiástico, pero también feroz, exento de atenuantes y blandas complacencias, equidistante tanto de la hagiografía como de la caricatura- no sólo anticipa, sino también confluye, en no escasas oportunidades, con el que ofrece el crítico musical Bruno V. del Johnny Carter de “El perseguidor”, inspirado, según unánime criterio, en la persona de Charles “Bird” Parker, saxofonista y compositor de jazz. Debajo de la superficie y a distintos niveles, ambas obras se interrogan en torno a la idiosincrasia del genio y del enigmático proceso de la creación artística.
La máscara y el rostro
La máscara que Dylan Thomas le muestra a Estados Unidos, la máscara del Dylan Thomas de Brinnin es la de un “clown poético” (ob. cit., p. 22); el rostro es el del “más puro poeta lírico del siglo veinte” (ob. cit., p. 23); la distancia entre ambos resulta insondable, y es en algún punto de esa distancia –huelga señalarlo- donde se impone la enunciación de la pregunta: ¿cómo este clown es capaz, al mismo tiempo, de escribir algunas de las piezas poéticas más memorables que se han escrito en lengua inglesa? Brinnin –y quién no- no puede menos que sumirse en la sima del desconcierto: “(…) … yo me preguntaba qué podía hacer con este recalcitrante espécimen humano” (ob. cit., p. 23). Es “el ser humano más agotador, más exasperante y más digno de amor que yo conociera jamás” (ob. cit., p. 46), sus ademanes suelen ser los de un “gnomo borracho” (ob. cit., p. 48), su comportamiento social es obsceno y soez, su discurso se reduce a “una palabrería semialcoholizada” (ob. cit., p. 79), siempre está “tratando de sobrevivir a una borrachera más, siempre enredado en detalles de un compromiso que no quería cumplir o que prácticamente había olvidado” (ob. cit., pp. 159, 160). Brinnin sospecha con sobrado fundamento que Dylan Thomas “sabía que nunca sabría cuidarse solo, tanto como sabía que nadie en este mundo sería capaz de cuidarlo” (ob. cit., p. 200), con el previsible agravante de que “las diarias miserias de sus borracheras cargadas de sentimientos de culpa y desesperación constituían un espectáculo entristecedor” (ob. cit., ídem). Pero paralelamente a ello – y este paralelismo es el que desafía al sentido común y a la razón bienpensante-, la voz de Thomas, a despecho de sus accesos de tos, sus vómitos y sus temblores, “tenía resonancias de órgano” (ob. cit., p. 30) cuando leía los poemas y, pese al estado miserable y consuetudinario en que se hallaba, “una vez en el escenario, pareció alzarse desde el fondo de sí mismo, y ofreció otra demostración portentosa” (ob. cit., p. 34). El milagro es un fenómeno cerrado sobre sí mismo, y quienes lo contemplan se reducen a ser pasmados testigos, pero no pueden aspirar a convertirse en sus exégetas. Brinnin y Bruno V., en efecto, no pueden ser exégetas del portento, sólo sus prolijos evangelistas.
En perfecta correspondencia con el perfil que traza Brinnin, el Bruno V. de “El perseguidor” define a Johnny Carter: “Nadie puede ser más vulgar, más común, más atado a las circunstancia de una pobre vida” (“El perseguidor”, ob. cit., p. 145). La máscara de Thomas exhibe unos “ojos amarillentos inyectados de sangre, cutis manchado, cabellos enmarañados” (Yo conocí…, ob. cit., p. 188); la de Johnny Carter no es menos patética: “(…) … de un gris ceniciento, con la boca torcida y los ojos apretados hasta arrugarse” (“El perseguidor”, ob. cit., p. 156). Brinnin ingresa en el departamento de su madre y divisa a Thomas: “Cuando entré lo encontré desnudo, enroscado sobre sí mismo en posición fetal, y con todas las luces de la habitación encendidas” (Yo conocí…, ob., cit., p. 168); en la primera página de “El perseguidor”, Bruno V. ingresa en el cuarto de un hotel misérrimo y “(…) … he encontrado a Johnny envuelto en una frazada, encajado en un roñoso sillón que larga por todos lados pedazos de estopa amarillenta” (ob. cit., p 99). Thomas y Johnny Carter cultivan una aspiración que se torna obsesiva: volver a Nueva York, meca idealizada que en nada contribuye a cambiar el sino fatal de ambos. Brinnin pone de relieve un rasgo del carácter de Thomas: “Cualquiera parecía contar con su atención más íntima; y sin embargo en el fondo no se la otorgaba a nadie” (Yo conocí…, ob. cit., p. 35); Bruno V. subraya respecto a Johnny Carter: “(…) … en el fondo de todo eso está su soberana indiferencia” (“El perseguidor”, ob. cit., p. 139). Alguien que ha conocido a Thomas desde tiempo atrás y lo vuelve a ver en el curso de su primera gira por Estados Unidos durante el año 1950, se asombra y le dice: “Oh, Dylan… la última vez que te vi eras un ángel” (Yo conocí…, ob. cit., p 20; el énfasis corresponde al original); Bruno V. reflexiona y confluye: “Dan ganas de decir enseguida que Johnny es como un ángel entre los hombres, hasta que una elemental honradez obliga a tragarse la frase, a darla bonitamente vuelta, y a reconocer que quizá lo que pasa es que Johnny es un hombre entre los ángeles” (“El perseguidor”, ob., cit., p. 146): la condición presunta o remotamente angélica de ambos se halla en íntima relación con la figura del ángel caído, con Lucifer, quien antes de su caída era conocido como el “Ángel de la Corona” (de hecho, el apelativo se relaciona con el origen del Graal o Santo Graal, copa que había sido tallada por los ángeles en una esmeralda desprendida de la frente de Lucifer luego de su caída).
La nouvelle de Cortázar está colmada de alusiones explícitas e implícitas a la figura y a la obra de Dylan Thomas, comenzando con el epígrafe “O make me a mask”, tomado del poema del mismo título y en cuyo desarrollo el poeta galés ruega que se le otorgue una máscara (que también se puede entender en el sentido de una mascarilla funeraria) a fin de, entre otras cosas, exhibir “las facciones de un tonto moldeado en vieja armadura y roble / para escudar el cerebro brillante y confundir a los indagadores” (se toma la ya clásica traducción de Elizabeth Azcona Cranwell, perteneciente a: Poemas completos, Corregidor, Buenos Aires, segunda edición, 1981, p. 112); huelga decir que Thomas echa mano de los conceptos “máscara” y “rostro”, no menos que en el poema “Yo, en mi imagen intrincada” (ob. cit., pp. 63 y ss.), en el cual se lee: “El hombre era la máscara del Cadáver”. Johnny Carter escribe una postal citando un verso de Dylan Thomas: “Ando solo en una multitud de amores” (del poema titulado “En las bodas de una virgen”, Poemas completos, ob. cit., p. 155), puesto que es a Dylan Thomas “a quien Johnny lee todo el tiempo” (“El perseguidor”, ob. cit., p. 123). Y, a mayor abundamiento, no deja ni a sol ni a sombra “(…) … su famoso (y roñoso) librito de bolsillo con poemas de Dylan Thomas y anotaciones a lápiz por todas partes” (ob. cit., pp. 147, 148).
Si el cautiverio de Dylan Thomas es el alcohol, el de Johnny Carter lo constituye la marihuana (entre otras drogas), pero los restallantes momentos de lucidez del músico se parangonan con los del retrato de Thomas que delinea Brinnin. En el curso de uno de sus varios diálogos con Bruno V., Johnny Carter le dice: “¿Qué gracia va a tener darse cuenta de que uno ha pensado algo? Para el caso es lo mismo que si pensaras tú o cualquier otro. No soy yo, yo” (ob. cit., p. 106). Tal reflexión remite derechamente al profundo cuestionamiento que realiza el filósofo francés de origen ruso Alexandre Kojève respecto al cogito cartesiano: cuando yo pienso, ese yo ya no existe puesto que queda subsumido en el pensamiento mismo, eso que no tiene pronombre, ni sexo, ni propietario; en efecto: “No soy yo, yo.” Asimismo, y a propósito de un tema cuya aridez es palmaria (el tiempo), Johnny Carter observa: “Es fácil de explicar, sabes, pero es fácil porque en realidad no es la verdadera explicación. La verdadera explicación sencillamente no se puede explicar” (ob. cit., p. 112). O dicho en otras palabras: se puede entender sin comprender, se puede entender súbitamente, se puede entender como del rayo: el rayo heraclíteo, concepto que retomará y desarrollará Nicolás de Cusa en De la docta ignorantia. Bruno V. alienta la certidumbre de que Johnny Carter tiene alucinaciones, espejismos que son suscitados por su adicción a las drogas y merced a los cuales ve urnas, lápidas y una constelación de fantasmagorías; el diagnóstico es de carácter clínico, pero el mismo es rebasado, como siempre, por la razón poética; para aprehender las hipotéticas alucinaciones de Johnny Carter resulta de sumo provecho releer un verso de Dylan Thomas en el poema titulado “Hago esto en una ausencia tumultuosa”, y que reza: “Estos ojos que una vez fueron ciegos han respirado un viento de visiones” (Poemas…, ob. cit., p. 107), en donde a la sinestesia fusionada con el oxymoron (ojos ciegos que respiran) se le suma un tono inequívocamente profético.
Dos aspectos le reprocha Johnny Carter a la biografía (un éxito de ventas) que ha escrito Bruno V. en torno a su vida y obra. El primero es que en esas páginas se ve reflejado, pero “como en un espejo” (“El perseguidor”, ob. cit., p. 165), patente paráfrasis de las palabras del apóstol Pablo en la I Epístola a los Corintios, 13: “Ahora vemos como en un espejo, confusamente; después veremos cara a cara”; además de que en la frase de Pablo se pueden descubrir dos títulos sustanciales de la filmografía bergmaniana (Como en un espejo o Detrás de un vidrio oscuro, 1961; Cara a cara, 1976), en el contexto de la nouvelle opera como una rotunda definición del género biográfico: el biografiado se ve allí, se reconoce, pero “como en un espejo” o detrás de un vidrio oscuro: “confusamente” (si el sujeto nunca está más lejos de sí mismo que cuando enuncia yo, no se difumina menos en el interior del él de la biografía: son dos espejos deformantes que nunca concilian al sujeto con su más íntima identidad). El segundo reproche está relacionado con Dios: “Está Dios, querido. Ahí sí que no has pegado una. (…). No quiero tu Dios, no ha sido nunca el mío. (…). No quiero tu Dios. (…). ¿Por qué me lo has hecho aceptar en tu libro?” (ob. cit., pp. 172, 173); en efecto, la relación de Johnny Carter con Dios no puede ser más que controvertida, muy semejante a la que mantiene Dylan Thomas: el poeta galés es, en mucha mayor medida, panteísta que deísta, uno de los atributos de Dios es ser “lapidario” (Poemas…, ob. cit., “Bendita primavera”, p. 186) y el lugar de la residencia divina, tal como lo manifiesta en el poema titulado “Sobre la colina de sir John” (ob. cit., p. 195), se ubica “en su torbellino de silencio”.
En un momento de la nouvelle (“El perseguidor”, ob. cit., p. 144), Johnny Carter señala: “(…). Cortas el pan, le clavas el cuchillo, y todo sigue como antes. Yo no comprendo, Bruno.” También Dylan Thomas llamó la atención a propósito de un tema similar en el desarrollo de un poema significativamente titulado “Este pan que yo parto” (Poemas…, ob. cit., p. 67). El asombro (que colinda con el escándalo) de uno y otro traduce una experiencia concreta: el estupor frente a lo trivial, merced a lo cual la categoría de lo trivial (de lo falazmente calificado como trivial) se desplaza al plano de lo maravilloso. En el centro de ese desplazamiento se alza la mirada: tanto el músico como el poeta miran con “ojos que una vez fueron ciegos” (tal como mira Edipo después de mutilarse); despojados de la venda de la ceguera (de la contemplación rutinaria, de la costumbre, de la observación vacua), dejan de ver “como en un espejo” para ver “cara a cara”, y es allí donde lo banal se transmuta en prodigio. Es el asombro, en suma, que no puede caracterizarse sino de dramático, que suscita la concreta y palpable existencia de algo y no más bien nada, parafraseando la célebre interrogación de Leibniz. El estupor frente a lo trivial es complementario del concepto de lo siniestro freudiano: lo siniestro es, grosso modo, aquello familiar que se torna extraño; en el estupor frente a lo trivial, lo cotidiano se vuelve portentoso (no intimidante o atemorizador, sino redescubierto, sorprendente, húmedo de reciente alfarería). Aquello percudido por la rutina se vuelve nuevo porque nueva es la mirada que lo contempla; no en vano, Freud encuentra el germen del concepto de lo siniestro en el cuento “El hombre de arena”, del alemán Hoffmann, un texto estructurado a partir del significante de los ojos.
Tocar mañana
“He visto pocos hombres tan preocupados por todo lo que se refiere al tiempo”, observa Bruno V. respecto de Johnny Carter (“El perseguidor”, ob. cit., p. 103). Dylan Thomas no está menos aquejado por idéntica obsesión; en principio, por el humano desasosiego que deriva del tempus fugit de Virgilio y Horacio: es de todos conocida la correspondencia –que sobrepasa en mucho el juego de palabras para ingresar de lleno en el ámbito metafísico y, por tanto, trascendente- que establece Thomas entre womb y tomb (“útero” y “tumba”) en poemas como “Un cambio en los climas del corazón”: “(…) … y el útero incorpora / una muerte mientras surge la vida. (…) … cada niño dentro de su madre / se repliega en su doble de sombra” (Poemas…, ob. cit., p. 35); toda su poesía da cuenta del gusano voraz y la labor de la carcoma; y hasta se transmite el funesto deseo de “llenar un sudario con una forma viva” (“Qué pronto el sol sirviente”, ob. cit., p. 84): el tiempo huye irreparablemente a fin de que el lactante no deje de saber que está tramado con la urdimbre de la finitud. El tiempo huye a despecho de que el sujeto arrojado a la Historia (vale decir, al tiempo, a la muerte) anhele detenerlo (aprovecharlo) alentado por una urgencia de irracional carácter; Brinnin transmite una confidencia que Dylan Thomas le comunica a un amigo en común (Yo conocí…, ob. cit., pp. 263, 264): “(…). Hace poco, cuando esperaba el avión, en Londres, me di cuenta de que estaba bebiendo con un apuro loco… como un tonto, buen Dios, un whisky después de otro… y no había ningún apuro… Tenía todo el tiempo del mundo para esperar, pero bebía como si no me quedara ninguno a mí… para beber o esperar. Eso me estremeció… (…) … me sentí muy asustado y enfermo ante la idea de la muerte.”
El estremecimiento (con su gravosa carga de extrañeza) de Dylan Thomas no difiere del de Johnny Carter cuando en medio de una grabación pronuncia una de las frases más conocidas y enigmáticas de la nouvelle: “Esto lo estoy tocando mañana” (“El perseguidor”, ob. cit., p. 104): ¿cómo se puede estar ejecutando hoy aquello que se va a tocar mañana? En principio, la frase delinea un oxymoron perfecto que recuerda dos versos del poema de Borges titulado “Everness”, en los cuales postula que Dios “cifra en Su profética memoria / las lunas que serán y las que han sido.” Sólo Dios, por cierto, puede hacer gala de una memoria profética, vale decir, una memoria que recuerda aquello que todavía no ha sucedido; Dios es aquel que podría tocar hoy lo que se está ejecutando mañana en tanto que para Él no hay tiempo que huya, ni tiempo que se detenga, ni tiempo que se desaproveche; sencillamente, no hay tiempo. Pero para Johnny Carter sí hay tiempo: un tiempo subjetivo que no se compadece en absoluto con el tiempo cronológico, un tiempo personal que las agujas del reloj desmienten de modo palmario: “¿Cómo se puede pensar un cuarto de hora en un minuto y medio?” (ob. cit., p. 115), se pregunta desconcertado Johnny Carter a partir de todo lo que ha pensado en el transcurso de un viaje en subterráneo que no ha durado más que un minuto y medio.
En su ineludible introducción a ¿Qué es metafísica? (Siglo Veinte, Buenos Aires, 1974, 165 páginas) –la lección inaugural de Heidegger con la que tomó posesión de la cátedra de Filosofía en la Universidad de Friburgo el 24 de julio de 1929, sucediendo a Edmund Husserl-, Enzo Paci afirma: “La temporalidad es el sentido ontológico de nuestra inquietud. El tiempo es el proceso primordial con que el existir sale de sí mismo; es la expresión ontológica de la angustia y es, a la vez, el fundamento del existir que sale de sí mismo y existe en este sobrepasarse.” Johnny Carter está tocando mañana aquello que ejecuta hoy precisamente porque sale de sí mismo, se sobrepasa, y el sobrepasarse disuelve los férreos y estrechos límites del tiempo cronológico; no de otro modo, Dylan Thomas es capaz de ver que ya desde el vientre materno, el niño “se repliega en su doble de sombra”. Es esta extralimitación la que permite que el tiempo se convierta en un palimpsesto de tiempos en el cual el presente se indiferencia con el futuro y puede fusionarse con el pasado.
En la Segunda Sección de El ser y el tiempo (F.C.E., México-Buenos Aires, 1951, pp. 362 y ss.), Heidegger discurre en torno al “’estado de abierto’, que constituye el ser del ‘ahí’”, y agrega: “La exégesis temporal del ‘ser ahí’ cotidiano debe iniciarse por las estructuras en que se constituye el ‘estado de abierto’. Éstas son: el comprender, el encontrarse, la caída y el habla. (…) … (…). Todo comprender implica un estado de ánimo. Todo encontrarse comprende. El comprender encontrándose tiene el carácter de la caída. El comprender que implica el estado de ánimo de la caída ser articula, por lo que se refiere a su comprensibilidad, en el habla. La constitución temporal de cada uno de los fenómenos nombrados retrotrae a una misma temporalidad, la cual garantiza la posible unidad estructural del comprender, el encontrarse, la caída y el habla” (el énfasis corresponde al original). El itinerario de Johnny Carter reconoce las estructuras en que se alza y se constituye el “estado de abierto”: comprender, encontrarse, caída y habla. Sólo estando en un “estado de abierto” se puede ejecutar hoy aquello que se está tocando mañana o vislumbrar en el seno materno a un doble de sombra: un estado de momentánea y privilegiada porosidad. Pero la mentada “caída” no ha de entenderse en un sentido pedestre y elemental (de orden moralizante): la caída en la droga, la caída en el alcohol…, sino como una caída trascendente, la caída de aquellos (como Carter, como Thomas, como tantos otros) que han contemplado con previsible horror el abismo misterioso del ser-ahí, ese ser que cae para encontrarse y que halla su grandeza en la caída vertical. O como señala de modo inequívoco el maestro Ortega y Gasset en La caza y los toros (Espasa-Calpe, Madrid, 1962, p. 13) encuadrando al hombre en su ineludible condición de existente: “Al encontrarse existiendo se encuentra ante un pavoroso vacío.”
Yo conocí a Dylan Thomas, de John Malcolm Brinnin, es a la nouvelle de Cortázar “la fuerza que por el verde tallo impulsa a la flor”. Ambos textos se interrogan, con mayor o menor acuidad, a propósito de la indescifrable génesis del hecho estético y su plena consumación; la respuesta es, como era de esperar y en el mejor de los casos, meramente tentativa. Como escribe Brinnin de modo luminoso e inapelable, Dylan Thomas “sentía una obsesiva antipatía por la poesía como tema de discusión pública. Para Dylan la poesía era algo que sucedía, que había estado sucediendo durante largo tiempo, y seguiría sucediendo” (ob. cit., p. 77, el énfasis corresponde al original). Sin duda, el hecho estético sucede, sin explicación y de manera intraducible a otros códigos que no sean los propios.
Permítasenos reiterar que el modelo manifiesto y declarado de “El perseguidor” es Charles Parker, pero no sería ocioso añadir que la figura de Dylan Thomas sobrevuela la nouvelle como una sombra tutelar y omnipresente.