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Firma invitada

21/11/2020@08:14:27

En los años que dediqué a preparar mi Quijote de 2004, hube de releer mi texto media docena de veces (si no fueron más) para asegurarme de que seguía fielmente el de las ediciones príncipe (1605 y 1615). A cada revisión, la tarea se iba haciendo más mecánica, menos intensiva, permitiéndome consolidar mis propias reflexiones sobre la inmortal obra cervantina. Desde luego, el Quijote es (o quiso ser) un libro de entretenimiento, con momentos de excelente humor, pero también subyace en él la perpetua batalla entre el idealismo y el materialismo, soberbiamente reflejados en los personajes principales: uno ambiciona la fama y el otro ansía simplemente salir de penurias y, de ser posible, vivir a lo grande sin sudar gota. ¿Quién no?

Revisando el otro día una entrevista que me hizo el veterano periodista de cultura Antonio Arco para La Verdad de Murcia, descubro, con no poco estupor, que ya hablaba yo de un virus muy peligroso en 2018. Bien es verdad que no me refería exactamente al Covid-19. “El mundo va a ser destruido por la estupidez, no por el mal”, rezaba el titular de aquella conversación impresa a doble página. También me refería, de paso, a otras amenazas para la especie humana, incluyendo la degradación de los ecosistemas y los desequilibrios de la economía y de la demografía. La ventaja de ser un cenizo es que uno corre un riesgo mucho menor de equivocarse que cualquier optimista. Aunque lo de la pandemia, en concreto, no puedo decir que lo viera venir, por mucho que el cine y algún magnate informático nos habían advertido sobre esta posibilidad.

Poco queda de esa literatura que conocemos de siglos pasados y que en tantas ocasiones ha servido como fuente de inspiración de la que los autores contemporáneos han bebido para hacer sus creaciones de hoy. Una literatura que ha ido avanzando con el paso de los años y que ha visto cómo la tecnología ha sido una de las causas principales de este cambio. Un claro ejemplo de ello son los audiolibros, donde los autores graban su voz narrando la historia permitiéndonos disfrutar de la lectura sin la necesidad de abrir los ojos.

«Oh dulce España, patria querida», Miguel de Cervantes Saavedra

Los treinta y tres nuevos documentos de inestimable valor biográfico cervantino, descubiertos por el historiador José Cabello Núñez, del Archivo Municipal de La Puebla de Cazalla, sobre el comisario real de abastos, Miguel de Cervantes Saavedra, documentan por primera vez la estancia del héroe de Lepanto en Osuna, Morón de la Frontera, La Puebla de Cazalla y Villamartín.

Encontrarse con autores que no solo escriben sino que sus obras tienen un verdadero contenido es algo muy de agradecer actualmente. Nuestros románticos han tenido recorridos totalmente diferentes y han nacido en lugares de la geografia española un tanto distintos pero no -quizás- como veremos tan diferentes. Uno lo ha hecho desde Barcelona y otro vive en Valencia. Ambos han sabido y saben jugar con las palabras y sus textos desde un punto o desde otro así lo demuestran. Y lo curioso es que siendo personas diferentes comparten ciertas disciplinas como son los idiomas y el estudio a diferentes niveles.

PILDORAZO

Soy cañera y polémica y no cejo hasta darme el hostión. Discutir por discutir es una chorrada, ¡ojo! salvo que te paguen (matiz importante). Mira los profesionales grouchomarxistas de los medios, tienen sus principios, pero si a su jefe no le gustan, tienen otros. Ahora mismo, cualquier boticario te hace un informe a la carta y te da el coñazo impunemente.

La faceta cuentística del autor de Las nieves del Kilimanjaro, condensa la mejor aproximación a su capacidad de traspasar la frontera que separa el ser y estar del ser humano en su agónico desfallecimiento por la búsqueda de la propia identidad.

He colapsado. Me ha dado la paranoia y no salgo del gimnasio. Iba dos días a la semana y ya voy cuatro. No doy abasto y aún no he cambiado la ropa de verano en los armarios. Lo voy a mandar todo a tomar por saco. Se acabó la lujuria de lo fashion.

FIRMA INVITADA

Por Eva Losada Casanova

Cuando hablo de la intencionalidad de la escritura, mi memoria regresa una y otra vez, como niño hambriento, a uno de los grandes personajes del escritor madrileño Luis Landero. Recuerdo como, a lo largo de la lectura de El guitarrista, este personaje se pasea por los rincones de su vida exclamando a los cuatro vientos que está escribiendo una novela, lo hace con una mezcla de altanería y desasosiego. ¡La novela del eterno novelista! Aquella que no solo nunca se acaba sino que comienza cien veces, quizá mil. La edad temprana es ese campo de cultivo en el que la romántica idea de ser escritores va y viene como una cometa. Colorida y libre. Queda muy bien hacer volar nuestra cometa mientras compartimos unas tapas en un bar o bajo un hipnótico y peligroso cielo estrellado. El problema es que llega un momento en el que ese trozo de tela se hace pequeño en un cielo limpio y azul o bien cae en picado y descompuesto a nuestros pies.

Parece que voy de sobrada, pero no creas que estoy encantada de conocerme. De entrada no me gusta mi nombre. Desde pequeña miraba con odio y secreta envidia a todas las Saras y Raqueles que se cruzaban en mi camino. ¡Uf! era una obsesión. Cámbiatelo ahora que puedes, me dirás. Pues fíjate que no me atrevo.

Me resulta sumamente enojoso dedicar este par de páginas, que deberían explayarse sobre asuntos literarios, por ejemplo, a propagar y a elogiar la decisión del ayuntamiento lisboeta de consagrar un museo a ese enorme novelista —para mí, el más notable de los vivos en nuestro continente—, António Lobo Antunes, pero como hombre que lleva más de veinte años atareado con nuestra lengua no podía sustraerme ante el suceso ignominioso que ha acontecido en las Cortes a propósito de la LOMLOE —ya saben, la nueva ley general de educación—. Según parece, han aprobado el grupo socialista, el de Unidas Podemos y el de Esquerra Republicana la supresión del status de “lengua vehicular” de la enseñanza en España para el idioma que le es propio y generado por su pueblo durante siglos: el español.

Dice el Eclesiastés que hay un tiempo para sembrar y un tiempo para recoger. Y no se refiere solo a patatas y cebollas. En la vida también hay un tiempo para todo, hasta para ser progre. Cuando eres joven, tu obligación es ser idealista y rebelde porque el mundo te hizo así. Yo lo era.

Le reto a encontrar una foto del escritor Antonio Skármeta (Antofagasta, 7 de noviembre de 1940) en la que no sonría. Difícil, ¿verdad?

Definitivamente

parece confirmarse que este invierno

que viene, será duro.

Adelantaron

las lluvias, y el Gobierno,

reunido en consejo de ministros,

no se sabe si estudia a estas horas

el subsidio de paro

o el derecho al despido,

o si sencillamente, aislado en un océano,

se limita a esperar que la tormenta pase…

In the last days I read the American press, and I remembered an old, classic problem between the Humanities and the Natural Sciences, which I can formulate in the next fast question: are the Humanities useless for Natural Sciences? Leon Wieseltier says[1] (1) that the Humanities, in the technocratic world, without solid reasons have been accused of having a “nonutilitarian character”. With criticism he remarks, besides, “the essential inability of the natural sciences to offer a satisfactory explanation” of human concerns, such as Soul, God, World, Freedom, abortion, euthanasia, etc. He argues that “the character of our society cannot be determined by engineers”. He says that “no distinction between human and machine”, as a director of engineering at Google wants, is nonsense.

Dice el ministro Illa que la paciencia tiene un límite. Un aforismo muy a la pata la llana para una rueda de prensa oficial. Eso lo puedo decir yo que soy una columnista insolente y procaz. Tampoco sabemos de qué límite estamos hablando. Poner límites suena muy facha, tío.

FIRMA INVITADA

Por Margarita Melgar, autora de "El verano de nunca acabar"

A la gente le extraña muchísimo que Margarita Melgar seamos dos (Ana Sanz-Magallón y Montse Ganges), y que escribamos novelas. También escribimos guiones, pero esto no sorprende tanto: como espectadores ya sabemos que las películas son cosa de muchos. Pero como lectores, seguimos esperando que el autor sea esa Sherezade que se sienta a nuestro lado para susurrarnos solo a nosotros una historia, así que una novela escrita a cuatro manos suscita más preguntas. Por lo menos dos: cómo y por qué.