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José Lezama Lima
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MARÍA ZAMBRANO Y LEZAMA LIMA: UNA AMISTAD SIN FIN

Por Sebastián Gámez Millán
lunes 09 de agosto de 2021, 17:57h

“La misma tarde que por primera vez puse el pie en La Habana –rememora María Zambrano–, camino de Santiago de Chile y tras un largo y accidentadísimo periplo entre la vida y la muerte, encontré a José Lezama Lima, el año de 1936. Habíamos entrado en la ciudad por un mar que allí se hacía río, al pie de las casas, algunas espléndidas, nacidas del agua, y que luego se extendían en la inmensa bahía.

Fue en una cena de acogida, más bien nacida que organizada, ofrecida por un grupo de intelectuales solidarios con nuestra causa en la guerra civil española. Se sentó a mi lado, a la derecha, un joven de grande aplomo y ¿por qué no decirlo? de una contenida belleza, que había leído algo de lo por mí publicado en la Revista de Occidente. No es cosa de transcribir aquí mi estado de ánimo de aquel momento.

En esta sierpe de recuerdos, larga y apretada en mi memoria, surge aquel joven con tal fuerza que por momentos lo nadifica todo. Era José Lezama Lima. Su mirada, la intensidad de su presencia, su capacidad de atención, su honda cordialidad y medida, quiero decir comedimiento, se sobrepusieron a mi zozobra; su presencia, tan seriamente alegre, tan audazmente asentada en su propio destino, quizá me contagió”.

La cita es larga, pero como sucede con la poesía, esta evocación no admite paráfrasis. El 9 de agosto de 2021 se cumplen 50 años de la muerte de José Lezama Lima (La Habana, 19 de diciembre de 1910-1976), junto con Alejo Carpentier, me atrevería a decir que la figura de letras más relevante de Cuba en el siglo XX. Poeta, ensayista y novelista, dirigió Orígenes, una de las revistas más importantes de la época, en torno a la cual se reunieron escritores como Gastón Baquero, Eliseo Diego, Cintio Vitier, Fina García Marruz o Virgilio Piñera, y en la que colaboraron reconocidos autores internacionales: Juan Ramón Jiménez, Paul Valéry, Alfonso Reyes, Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, Octavio Paz, Albert Camus…

Su encuentro con María Zambrano fue decisivo para ambos: un buen encuentro, en términos de Spinoza, algo que aumenta el ser de ambos, una simbiosis por la singular forma de concebir la literatura, cuya etimología procede de littera, letra, símbolo y, por lo tanto, abarca cualquier modalidad de letras artística, incluida la filosofía; literatura por medio de la cual, no lo olvidemos, nos relacionamos cognitiva, afectiva y sentimentalmente con el mundo. A partir del primer momento mantuvieron una relación de amistad, incluso de fraternidad, inacabable.

Ahora que también se cumplen 30 años de la muerte de María Zambrano merece la ocasión recordarlo: “Estaba segura –añade la autora de Claros del bosque– de reencontrarlo más tarde en un encuentro de esos que no se buscan, que vienen dados o que son nacimientos en la memoria y sus laberintos, en aguas transparentes y profundas, misterio y claridad. Y a través de tantos años sigue, no digo vivo sino viviente, dentro de mí, como si yo hubiera sabido que aquel joven pertenecía a mi vida esencial, sobre la cual pueden caer historias y, a veces, la Historia misma”.

Es sabido que la historia es fatalidad, como padeció Zambrano en su largo exilio y el pueblo cubano durante las últimas décadas, pero al mismo tiempo es libertad, pues arrastra condiciones de posibilidad para ser de un modo u otro, ya que se generan en unas circunstancias y épocas más o menos propicias. Durante su residencia en Cuba, María Zambrano se incorporó muy pronto al grupo de escritores que se reunía en torno a José Lezama Lima y que mencionamos arriba. Por entonces colaboran en la revista Espuela de Plata, publicación que posteriormente daría paso a la mítica Orígenes.

Los testimonios de todos ellos acerca de María Zambrano son de júbilo y admiración: “Si, a sus recuerdos de su infancia en Málaga, se unen los del primer día de su llegada a La Habana, donde tuve la alegría de conocerla, todos nos sentimos en buena dicha, en recuerdo disfrutado por adelantado, casi en su magia de adelantarse a la formación de ese recuerdo, el que llega y conoce al que ha llegado, paraíso y abeja, recuerda siempre ese punto alegre de coincidencia en el prodigio de las islas”, escribirá Lezama Lima.

A este se unen otros felices ecos de gratitud: “¿Y qué olvidar de aquella manera tan suave pero profunda, acerada, que posee María Zambrano para explicar un texto de filosofía griega o una visión de Séneca?” (Gastón Baquero); “No solo en ella se aliaban sentir y pensar, sino también creer y pensar, pensar y sufrir” (Cintio Vitier); “Nunca he oído dar clases así, ya que no ´exponía` un pensamiento sino que lo transparentaba, como un cristal” (Fina García Marruz); “Nos reuníamos en torno a nuestra María, solo por el placer de escucharla. Hasta el propio José Lezama Lima callaba para oírla” (Eliseo Diego).

¿Qué es lo que hermanaba a María Zambrano y Lezama Lima? Además de un destino literario sacrificial y la esperanza de una resurrección a través del verbo, quizá una concepción literaria-filosófica que converge: por un lado, el pensamiento filosófico de la primera emana de la “razón poética”, mientras por otro la construcción creadora del mundo brota de la “imago”. Si bien las imágenes no se pueden reducir a palabras ni al contrario, los seres humanos percibimos, interpretamos, comprendemos y comunicamos cuanto nos rodea a través de imágenes y palabras.

El filósofo Cioran observó acerca de María Zambrano que “para ella, nada es verdad salvo lo que precede o lo que sigue a lo formulado, únicamente el verbo que se hurta a las trabas de la expresión o, como ella misma ha dicho magníficamente, ´la palabra liberada del lenguaje`”. ¿Acaso no equivale a la razón poética, el discurso desprendido de los corsés a los que lo somete la gramática, la sintaxis y los usos corrientes e irreflexivos de la lengua?

Y precisamente por ello la razón poética logra descubrir aspectos que permanecían desconocidos, y no los tópicos y lugares comunes en los que acostumbra a caer el habla coloquial. Por eso, lo queramos o no, estamos condenados a recorrer los caminos sin fin de la creación.

Creo que esto mismo se puede aplicar a la poesía de Lezama, incluso a Paradiso (1966), su única novela publicada en vida y probablemente una de las más memorables del siglo XX. Severo Sarduy calificó a Lezama como el principal “neobarroco americano”, corriente artística y estética que entronca y une a la cultura hispánica. Y si entendemos el fenómeno “barroco” tal como lo describía Caballero Bonald, uno de nuestros últimos barrocos, es difícil no estar de acuerdo:

“Para mí el barroquismo nunca ha sido una complicación sintáctica o léxica ni una acumulación de bellos términos para llenar un vacío, sino una aproximación a través de palabras nunca usadas para definir esa realidad. Eso es el barroco. Algo, por cierto, que conecta con la idea de `lo real maravilloso´ de Alejo Carpentier, o con el surrealismo. A veces pones juntas dos palabras que nunca lo han estado y se abre una puerta, se descubre un mundo”.

Difícil no pensar en Lorca, y no sólo en el de Poeta en Nueva York, cuando apunta al surrealismo. Es sabido que Lorca definió la poesía como “la unión de dos palabras que uno nunca supuso que pudieran juntarse, y que forman algo así como un misterio”. También declaró que “todas las cosas tienen su misterio, y la poesía es el misterio de todas las cosas”. Como veremos, esta concepción guarda un aire de familia con la de Lezama.

Según Cintio Vitier, la poesía del autor de Fragmentos a su imán (1977) “expresa la realidad como un hecho carnal en el idioma, y a través de una mirada que no interpreta ni organiza en líneas lógicas ni sentimentales su objeto, sino que prefiere dejarlo en su místico exterior y reducirlo a sustancia paladeable de lo desconocido”. Por un lado, lo desconocido suscita extrañeza, desconcierto, sensaciones que abren el apetito y nutren al conocimiento.

Como luminosamente escribiera Zambrano a propósito de la obra de Lezama Lima, “la poesía se adentra en la realidad despertándola y despertándose”. Por otro, la apelación al misterio de fondo no es un rechazo a la posibilidad de conocer, sino antes bien una reacción crítica contra el positivismo dominante. Significa que más allá de la luz del conocimiento conquistado sigue reinando el misterio. Y es justo reconocerlo.

En definitiva, como señaló Caballero Bonald –cuyo retrato del escritor cubano en Examen de ingenios no tiene desperdicio–, “Lezama es un escritor inclasificable, un poeta, un narrador, un ensayista de anómalos y más bien exiguos nexos con la historia lineal de nuestra literatura. Decía Cernuda que era un poeta `inusitado en cualquier tierra de habla española, admirable y diabólicamente hermético´”.

El destino, que los llevó a encontrarse en la infinita soledad del tiempo, también los separó, pero como amigos fraternales no los distanció. Desde 1939 a 1976, año de la muerte de Lezama Lima, se cruzaron una interesante correspondencia que vio la luz. Y más allá de la muerte del creador cubano, María Zambrano mantuvo el diálogo epistolar con su viuda, María Luisa Bautista. Por ello es una amistad interminable, sin fin. A lo largo de su vida Zambrano escribió en cinco ocasiones sobre la obra de Lezama. En 1975, poco antes de su muerte, Lezama Lima se despidió de María Zambrano con este bello poema:

María se nos ha vuelto tan transparente
que la vemos al mismo tiempo
en Suiza, en Roma o en La Habana.
Acompañada de Araceli
no le teme al fuego ni al hielo.
Tiene los gatos frígidos
y los gatos térmicos,
aquellos fantasmas elásticos de Baudelaire
la miran tan despaciosamente
que María temerosa comienza a escribir.
La he oído conversar desde Platón hasta Husserl
en días alternos y opuestos por el vértice,
y terminar cantando un corrido mexicano.
Las olitas jónicas del Mediterráneo,
los gatos que utilizaban la palabra como
que según los egipcios unía todas las cosas
como una metáfora inmutable,
le hablaban al oído,
mientras Araceli trazaba un círculo mágico
con doce gatos zodiacales,
y cada uno esperaba su momento
para salmodiar El libro de los muertos.
María es ya para mí
como una sibila
a la cual tenuemente nos acercamos,
creyendo oír el centro de la tierra
y el cielo del empíreo,
que está más allá del cielo visible.
Vivirla, sentirla llegar como una nube,
es como tomar una copa de vino
y hundirnos en su légamo.
Ella todavía puede despedirse
abrazada con Araceli,
pero siempre retorna como una luz temblorosa.

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